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– ¡Por el AMOR DE DIOS! -gritó.

Pero entonces volvió la cabeza y se encontró con los rostros de las personas que estaban dentro, como él. Nadie decía nada, sólo miraban cómo el resquicio se reducía. Sus facciones no comunicaban ninguna expresión, como si el hecho de que la puerta se clausurase hubiese devuelto la normalidad al gigantesco dormitorio comunal en que se había convertido el Parador. Una señora con la piel ajada y flácida le miraba con reproche, como si se hubiera vuelto loco o (que Dios le perdonase) hubiera perdido la compostura en la V Reunión Anual de Amantes del Té.

Eran como niños pequeños a los que se les concede el capricho por el que han estado berreando. Estaban conformes, tranquilos, y sólo los aullidos del exterior rompían el silencio que había caído sobre la sala.

Callan, pero de pura vergüenza, se dijo. Saben que son culpables, cómplices en su silencio y su inacción, pero aun así les importa poco. Están dispuestos a sacrificar sus conciencias por salvar el culo esta noche. Están a salvo, o eso creen, y eso es lo que les importa.

¿Y él? Se debatía entre intentar algo o no. Eran bastantes los que habían logrado entrar. Calculaba que un centenar, probablemente. Algunos se alejaban ya hacia el interior, apoyándose unos sobre otros, dando el asunto por zanjado. Habían perdido una preciosa cantidad de energía para llegar allí los primeros, y ninguno de aquellos hombres o mujeres estaba en disposición de perder ni una caloría, pero él no estaba tan mal. Tenía hambre, por supuesto, pero lograría imponerse, si quisiera. Suponía que podría derribar a bastantes de aquellos tipos, al menos por un tiempo, porque al fin y al cabo todos aquellos hombres desnutridos y harapientos eran como muertos vivientes. Pero parecían tan conformes con su crimen, que probablemente lo reducirían si intentaba abrir la puerta de nuevo, o manifestarse siquiera en su contra. Y si eso ocurría, ¿qué podría hacer él?, ¿golpearía a todas aquellas personas, que no eran más que víctimas de un abandono atroz?, ¿atacaría a la presidenta de la V Reunión Anual de Amantes del Té?, ¿sería capaz?

La respuesta apareció en su mente, brillante como un neón y contundente como un mazazo.

No, no sería capaz.

Entonces, recorrido por una oleada de impotencia, se dio la vuelta, bajó la cabeza y apretó los párpados para contener las lágrimas.

– ¡MO! -gritaba Isabel.

Los zombis habían dejado de trotar, ahora corrían.

Era como si pudieran oler la carne y escuchar el delicioso bullir de la sangre caliente circulando por las venas: algo en los vivos los atraía de una forma abrumadora.

Moses había cogido a Alba en brazos. Gabriel era bastante mayor y podía correr al ritmo de ellos, pero la pequeña estaba cansada, necesitaba alimento, y cuando intentaba seguirles lo hacía dando pequeños traspiés, siempre a punto de caerse de bruces.

No tardaron en llegar al lugar donde habían ocultado las armas. Con mucho cuidado, puso a Alba en el suelo y empezó a desenvolver la manta.

– ¿Quieres una? -preguntó.

Isabel negó con vehemencia. Se sentía mareada, y una angustia asfixiante le oprimía el estómago, poniéndola al borde de la náusea. Pero no, no quería ningún arma. Ni en un millón de años se imaginaba manejando uno de aquellos cacharros. Eran pesados, olían a hierro virgen y no soportaba su estridencia mortal. Tampoco podía concebir una situación en la que ella se atreviera a disparar contra aquellas cosas. Eran demasiado parecidos a personas, incluso con todas aquellas monstruosas heridas.

– Podríamos necesitar que llevaras una, Isabel… -dijo Moses.

– N-no. No…

Moses levantó sus brazos lentamente y le puso el fusil en las manos. Ella se sorprendió por el peso de éste, y aunque su rostro estaba contraído por el terror, no lo dejó caer. Lo apretó contra ella como si fuera a acunarlo.

– Bien… Muy bien. Es sólo por si acaso, ¿de acuerdo?

Isabel asintió.

Gabriel se adelantó un paso, con gesto decidido.

– ¿Puedo llevar yo una? -preguntó. Dudó un momento y añadió-: ¿Señor?

Moses le miró, sorprendido. El chico tenía un gesto decidido y valiente, y de alguna forma, supo que haría un buen uso del fusil si le entregaba uno. Pero sabía que eso terminaría de destruir su inocencia, si le quedaba alguna. No por el hecho de cargar con un arma y estar dispuesto a usarla, sino en el caso de tener que usarla. Apuntar a un espectro a la cabeza y ver cómo caía al suelo en medio de un millar de salpicaduras sangrientas era una imagen que se grabaría a fuego en sus jóvenes retinas. Algo con lo que viviría siempre. Por fin, intercambió una breve mirada con Isabel y en sus ojos leyó la confirmación que necesitaba: una clara negativa acicalada por un temor paralizante.

– No quieras utilizar uno de éstos tan pronto, Gabriel -contestó suavemente-. Es algo que te cambia por dentro, ¿sabes? Una vez has usado un arma contra alguien… ya nada vuelve a ser lo mismo.

Gabriel asintió.

En la distancia, el aire de la noche se llenaba cada vez más del intenso rugir de los disparos, los gritos, el aullido de la sirena y el murmullo apagado de las aspas del helicóptero que seguía sobrevolando la fortaleza. Todo ese caos envolviendo la antiquísima fortaleza contribuía a imprimirles una sensación de emergencia, como si tuvieran que moverse rápidamente y cada segundo contase. Moses sabía que los próximos minutos eran vitales: no le cabía duda de que la Alhambra acabaría por llenarse de muertos vivientes.

– Ahora movámonos -dijo entonces-. Tenemos que buscar un sitio donde refugiarnos mientras pasa esto.

Los condujo a través de los jardines que quedaban a la espalda del Parador, caminando tan silenciosamente como podían. No sabía cómo estaban las cosas más allá, pero su intención era dirigirse hacia los edificios que rodeaban el Patio de los Leones. Quizá pudieran escabullirse en el interior de alguno, bloquear el acceso y confiar en que la emergencia pasara. Estarían más cerca de los soldados, y suponía, o más bien esperaba, que eso fuese algo bueno.

Y cuando miró hacia la brillante luna en el cielo nocturno, recordó la conversación que había tenido con José hacía sólo unas horas y rogó a Dios para que el destino que les tuviese preparado fuese benigno, porque si las cosas se ponían peor, no estaba seguro de que fuesen capaces de superarlas.

Pero si, como creía, había alguien moviendo los hilos en el gran escenario cósmico, éste no había empezado siquiera a mover sus piezas.

23.

HADES NEBULA

– ¿Ha funcionado? -preguntó Zacarías.

– Tal como usted predijo -contestó Marcos. Sonreía, pero de una manera fría y al mismo tiempo desagradable. El composite dental de una de sus paletas delanteras destacaba entre los dientes oscuros con un brillo espectral.

– Previsible hijo de puta… -rió Zacarías.

– ¿Lo hacemos ya? -preguntó Marcos.

– Dales diez minutos todavía… que se replieguen. Que entren todos. Y luego ejecuta.

– Va a ser una traca de mil millones de demonios -comentó Marcos.

– Si Mahoma no va a la montaña, la montaña caerá sobre Mahoma.

Y Marcos rompió a reír.

En el exterior del Parador, los muertos daban caza a los vivos, inexorables, imparables. Los supervivientes intentaban correr, con el corazón desbocado y la respiración al borde del colapso, pero no tenían ya fuerzas. Caían al suelo, derribados por los espectros que, literalmente, les saltaban encima. Incluso los que intentaron rodear el edificio para llegar a alguna de las otras entradas cayeron bajo el abrazo mortal de los muertos. Los dedos se cerraban en torno a las gargantas, las garras arañaban y despedazaban, y las bocas impuras descarnaban la carne de los huesos. Los gritos llenaron la noche, agudos, desquiciantes, pero incluso ésos terminaron por apagarse, como sus vidas.