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– ¿En serio? -preguntó Romero, levantando una ceja-. Conozco bien lo que dice. Ese tipo de grupos son un auténtico problema. He perdido más hombres por culpa de esas… circunstancias especiales… que por los muertos vivientes.

– Ya… -contestó Aranda, pensativo.

– Suponía que debía ser algo así… -opinó el teniente.

– ¿Por qué lo dice?

– Por lo que nos contó. Ya sabe. Ese extraordinario «poder» que le permite caminar entre los muertos como si fuera uno de ellos… con esa habilidad, me sorprendería que los zombis hubieran podido causar el destrozo que vi cuando los recogí.

– Yo… estaba fuera cuando todo ocurrió.

El teniente asintió.

– Debe de ser fascinante poder caminar entre ellos sin ser descubierto.

Aranda inclinó la cabeza suavemente, enredado en la maraña de escenas que las palabras del teniente habían invocado en su cabeza.

– Es… extraño -contestó al fin, bajando la voz-. Cuando ves a toda esa gente caminar por todas partes con los ojos ausentes… en ocasiones atisbas la parte humana que queda detrás de todo ese horror al que estamos acostumbrados. Vagan todo el día… incansables, sin objetivo ni motivo para hacerlo. De vez en cuando se aletargan en alguna esquina oscura, y caen en una especie de sopor indefinido. Bajan la cabeza y encogen los hombros, como si tuvieran frío, y ya no hacen otra cosa.

El teniente asintió de nuevo, arrugando el ceño.

– Sí. Sé a lo que se refiere. Ha sido un azote terrible. Si me hubieran preguntado hace unos años cómo imaginaba el fin de la humanidad, jamás habría concebido algo así. Pero ocurrió. Lo que vaticinamos en cientos de películas de terror ocurrió realmente. ¿Quién hubiera podido preverlo?

– Supongo que nadie -contestó Aranda, sin darse tiempo a pensar en la respuesta.

– Y dice que usted se inoculó esa… vacuna, o lo que sea, y heredó los efectos de inmunidad…

– Sí. Eso es lo que hicimos.

– ¿Cómo lo consiguieron? -quiso saber el teniente, ahora visiblemente fascinado.

Otra vez se sintió Aranda transportado por una nueva secuencia de imágenes. Recordaba sus conversaciones con el doctor Rodríguez, y los días en los que estuvo encerrado en sus humildes oficinas, carentes por completo del material necesario. Pero Rodríguez suplió con tesón, paciencia y talento esas deficiencias y obtuvo la versión empobrecida del virus en poco tiempo. Y funcionó, vaya si funcionó. Aún recordaba con meridiana claridad cómo se sintió cuando se recobró de las fiebres que la inoculación le causó. Era por la mañana temprano, y se despertó con un sudor frío pegado a la piel, pero encontrándose bien después de lo que parecía haber sido una eternidad, acosado por sueños oscuros y enfermizas pesadillas. Se desnudó, como si quisiera desembarazarse de las miserias y miasmas de la enfermedad, adherida a la ropa, y sintió la imperiosa necesidad de salir fuera, donde el viento era fresco y puro. Allí cerró los ojos y llenó sus pulmones de aire renovado, y se sintió renacido… aunque todavía débil, renacido de algún modo. Por fin, reparó en las rejas que cerraban el perímetro del campamento. Se acercó a ellas dando pasos pequeños, notando la textura granulosa del pavimento en la planta de los pies, hasta que estuvo a escasos centímetros de los zombis. Pero ellos miraban a través de él como si fuera un fantasma intangible; seguían agarrados a los barrotes como si atravesar la reja fuese lo que más deseaban en el mundo, pero no reparaban en él. Lo que fuera que les atraía de los humanos vivos, fuese el olor o algún otro elemento distintivo, ya no estaba allí. ¡Cuánta euforia experimentó en aquel momento! El viejo sueño que le llevó a trasladarse a Málaga desde la pequeña población del Rincón de la Victoria se había logrado. No sólo tenía ante sí la solución al problema: la llevaba consigo, embutida en su cuerpo. Él era la solución.

– No estoy muy seguro de los detalles, sinceramente -dijo al fin-. El doctor Rodríguez trabajó en eso durante muchos días, y aunque le visitaba a menudo, no seguí todo el proceso de cerca. Quizá debí haberlo hecho…

– Y el doctor Rodríguez…

– Murió, sí -contestó Aranda.

– Es una lástima. Hay algunos científicos en la base, pero no se han acercado siquiera a nada remotamente parecido a lo que tenemos ahora.

– Estoy seguro de que sabremos desentrañar sus misterios -contestó Aranda, confiado.

– Si probamos lo que dice… avisaremos al resto de los grupos organizados que resisten en diferentes puntos de España.

Aranda sonrió, satisfecho por la idea.

– Es excitante, ¿no cree?

– Sí que lo es -dijo Aranda. Y echó la cabeza hacia atrás, con una sonrisa impresa en sus labios. El sopor se estaba apoderando de él, y aunque la mañana era fría, los rayos de sol que entraban por los laterales del helicóptero le daban en el rostro y le proporcionaron un pasaporte perfecto para adentrarse en los dominios de Morfeo.

El teniente comprendió, y durante el resto del viaje lo dejó dormir.

Al aproximarse por fin a la majestuosa Alhambra, el helicóptero describió un cerrado giro a la izquierda y Aranda se despertó sobresaltado, sintiendo que se precipitaba al vacío. Tuvo que desplazar la mano rápidamente para contrarrestar el efecto caída.

Había dormido profundamente, y por unos instantes se sintió confuso y desubicado; pero cuando miró alrededor, a través de los laterales diáfanos vislumbró la fortaleza árabe en todo su esplendor: un fascinante complejo palaciego que era a la vez fortaleza y que, en tiempos, alojaba al monarca y a la corte del reino nazarí de Granada. Aranda recordaba haber visitado la Alhambra cuando era pequeño, una vez con sus padres al menos, y otra con el colegio, y desde entonces no había vuelto; suponía que, siendo malagueño, aquel prodigio del arte andalusí quedaba demasiado cerca como para prestarle atención, y ahora, admirando desde el aire su perfecta integración con el paisaje, se lamentaba de no haber paseado por entre sus muros cuando uno todavía podía tomar un té en el Albaicín, o disfrutar del sol en largos paseos, sonriendo despreocupadamente.

Mientras el aparato descendía, Aranda vislumbró al segundo helicóptero. Parecía estar virando hacia el extremo este de la fortaleza, más allá del Palacio de Carlos V, y por lo tanto alejándose de su posición. Por un segundo se vio sorprendido por un incipiente sentimiento de preocupación. No acababa de entender por qué él viajaba prácticamente solo mientras todos sus compañeros iban hacinados en el otro vehículo. La sensación de inquietud pasó pronto, sin embargo, porque el aparato empezaba a estabilizarse y a descender con vertiginosa rapidez; tanta, que Aranda experimentó un ligero hormigueo en la base del estómago, como si de una atracción de feria se tratase.

Apenas unos segundos más tarde, el helicóptero posaba los largos y pesados patines de aterrizaje en el suelo, y el ruido del motor reducía su intensidad gradualmente. Descendieron, sacudidos por el aire que desalojaban las aspas, y avanzaron casi a la carrera hasta que se hubieron alejado un poco. Romero le gritó algo, pero Aranda fue incapaz de entender lo que decía y trató de encogerse de hombros.

– Le decía -dijo Romero cuando el ruido del motor se redujo a un nivel soportable- que vamos a ir directamente a nuestro bloque científico, ¿hay algo que usted precise antes?

Aranda negó con la cabeza. La verdad era que hacía mucho tiempo que no se echaba nada a la boca, y tampoco es que hubiera dormido demasiado; pero el sol estaba ya alto en el cielo y, ahora que estaba por fin en la Tierra Prometida, la excitación probablemente le impediría conciliar el sueño. Ya dormiría más tarde.

– Sólo quisiera saber dónde están mis compañeros -añadió al fin.