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En el interior, el efecto de los golpes empezaba a causar un manifiesto nerviosismo entre los enclaustrados. Un hombre de cuarenta y tres años llamado Daniel rememoraba los primeros días de la pandemia, cuando estuvo encerrado en un centro comercial con otras veinte personas. Al final los zombis consiguieron entrar, y él escapó de milagro entre la confusión. Siempre había sido consciente de la suerte que había tenido, y no quería volver a tentarla. Sacar el número ganador dos veces en dos tiradas era una probabilidad con la que no quería lidiar.

– ¡Que alguien pare eso! -gritaba, llevándose las manos a las orejas.

– ¿Quiere tranquilizarse? Las puertas son sólidas… -contestó otro-. No podrán pasar.

BUM. BUM. B-BUM .

– Eso depende de cuánto tiempo estén ahí fuera… -dijo un tercero-. Si te doy un paraguas para derribar un muro, te reirás… pero con cada golpe de su punta, el agujero será un poco más grande, y al final…

– Oh, cállate, gilipollas de mierda -dijo alguien. Tenía el cabello encendido por un tono áureo-rojizo y la cara atestada de pecas. La lengua del cinturón colgaba exangüe a un lado, denunciando una brutal pérdida de peso. El pantalón se deslizaba por debajo de la hebilla, rizado y bombacho-. Siempre dices gilipolleces… Lo pondrás histérico, ¿quieres que tengamos un ataque de histeria aquí dentro?

Daniel tenía ambas manos sobre los oídos. Apretaba tanto, que la piel al estirarse revelaba el blanco de los globos oculares; sobresalían como los de un perro asustado. Los dientes expuestos estaban apretados, rechinantes.

BUM. BUM. BUM .

Se volverá loco, pensaba Sombra, que asistía a la escena desde su asiento al lado de Jukkar. Ya lo había visto otras veces. Había personas que se sentían a salvo en lugares cerrados, y otras que preferían los sitios donde hubiera salidas al exterior. Daniel sabía que si la puerta cedía, los zombis entrarían en tropel. Sería imposible sortearlos para salir. Las otras puertas fueron clausuradas tiempo atrás, arrastrando hasta ellas muchas de las obras de arte y excepcionales piezas de mobiliario que alguna vez fueron el orgullo de los propietarios del lugar.

– ¿No lo oyen? -dijo una mujer.

Escucharon, pero aparte de los ocasionales disparos lejanos y el retumbar de la puerta (BUM) no oyeron nada más.

– ¿El qué, señora? -preguntó el señor Román, el hombre mayor de aspecto distinguido que había estado hablando con Susana hacía unas horas.

Se había acercado a la entrada apoyándose en su bastón. En realidad, nunca había salido fuera. Cuando los soldados empezaron a expulsarlos, subió tranquilamente a las habitaciones y se ocultó en el interior de un armario. No iba a permitir que un puñado de soldados bravucones le provocaran una neumonía.

– Los gritos… la gente de ahí fuera… ya no gritan.

Era verdad. Los angustiosos chillidos que estuvieron soportando hacía unos momentos habían cesado.

– Quizá han escapado… -aventuró la señora. Su rostro reflejaba duda, mezclada con un intento frustrado de sonrisa.

– No, señora -dijo alguien-. No han escapado. Los hemos asesinado nosotros al dejarlos ahí fuera.

Un incómodo silencio cayó sobre todos, sólo interrumpido por los golpes en la puerta.

BUM. BUM. BUM .

La señora le miró con ojos implorantes, como si rogara en silencio que dejase el tema, que no quería oírlo, no quería saberlo. El labio inferior temblaba compulsivamente. Muchos otros bajaron la cabeza.

– Post hoc, ergo propter hoc -dijo entonces el señor Román, procurando pronunciar cada sílaba con mucho cuidado. En mitad del silencio, la frase en latín adquiría connotaciones ominosas.

– Post hoc es una correlación coincidente -explicó el señor Román-. Una causalidad falsa. Según esto, si un acontecimiento sucede después de otro, el segundo debe ser consecuencia del primero.

– ¿De qué demonios está hablando? -preguntó el hombre del cabello rojo.

– Vea… es un error particularmente tentador. No, no los hemos matado nosotros. Es verdad que una causa se produce antes de un efecto, pero la falacia viene de sacar una conclusión basándose sólo en el orden de los acontecimientos. No siempre es verdad que el primer acontecimiento produce el segundo. Probablemente, esas personas podrían haber encontrado otro sitio para refugiarse. Y desde luego, no fuimos nosotros quienes dejamos entrar a los muertos. Ni siquiera abandonamos este lugar por propia iniciativa. Los soldados nos obligaron.

– Dios mío -soltó Sombra, asombrado por el nivel de tergiversación en el que aquel hombre había incurrido.

– Sobre todo -continuó diciendo el señor Román-, bajemos la voz. Eso es quizá lo más importante. Los muertos saben que estamos aquí porque nos escuchan. Sólo tenemos que esperar a que los soldados recuperen el control de la situación, y todo volverá a la normalidad.

Pero aunque nadie dijo nada, los grupos que se arremolinaban en las ventanas, protegidas por recias barras de hierro y que espiaban el exterior tenían una opinión diferente: allí fuera el número de espectros parecía crecer a cada minuto. Los jardines se habían rendido a la fantasmagórica invasión y por todas partes los muertos caminaban reclamando la fortaleza en el nombre de la Muerte.

BUM. BUM. ¡BUM !

La iglesia de Santa María (que Alba había visto tan claramente en sus visiones) no era el único lugar donde los soldados guardaban su equipamiento. El Palacio de Carlos V, donde la base Orestes tenía emplazado su centro de mando y cuartel general, tenía acondicionadas varias habitaciones en su ala este para albergar material variado: cajas de granadas, fusiles, munición y explosivos militares, incluyendo barrenos de trinitrotolueno, que los ingenieros usaban para abrir brechas, habilitar rutas para vehículos militares y demoler estructuras, entre otras cosas.

Con el caos y la confusión de la ruptura del perímetro, para Marcos fue un juego de niños colarse en las dependencias y preparar un mecanismo de detonación. Un simple reguero de pólvora que conectaba con los barrenos, describiendo una «ese» para que su recorrido fuera mayor y le diera tiempo a poner distancia. Antes de salir, admiró los hermosos trabajos de decoración de las paredes y el techo, labrados cuidadosamente en madera. La imaginó siendo devorada por las llamas, y asintió satisfecho. Después, prendió la pólvora y la llama empezó a coger velocidad, crepitante.

Abandonó la estancia, cerrando la puerta de madera noble llena de volutas y filigranas.

Serían también un buen combustible.

La mecha llegó a su fin cuando Romero repartía instrucciones apresuradamente en el enorme patio circular del palacio. La prioridad número uno, decía a sus hombres, era la seguridad del nuevo perímetro, que ahora era el palacio en sí. Las puertas debían asegurarse. Las ventanas de los pisos superiores servirían para reducir el número de zombis hasta que la situación volviera a estar controlada. Mientras tanto, explicaba, alguien le ordenaría al helicóptero que sobrevolaba la zona iluminando la masa de espectros que averiguara la procedencia del sonido de alarma. Que fuera inutilizada era la prioridad número Dos.

Cuando todo estuviera bajo control, se dijo, podría volver a ocuparse de los insurrectos. La jugada del ruido de la sirena y la apertura de puertas había sido muy inteligente, pero al mismo tiempo le estaban dando a entender que no habían ido a ninguna parte: ahora la fortaleza estaba rodeada de zombis.