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Y entonces se produjo la explosión.

El sonido alcanzó cotas tan altas, que en un momento dado dejaron de escucharlo, con los tímpanos incapaces de absorber semejantes niveles de ruido. El suelo tembló, y la puerta salió despedida tres metros, con la parte del interior recorrida por las llamas.

En la fachada exterior, un enorme trozo de pared fue arrojado contra la calle, reducida a una miríada de trozos de escombros que cayeron pesadamente. Uno de ellos, particularmente grande, cayó encima de uno de los espectros y lo aplastó contra el suelo en medio de un enervante crujir de huesos.

Otro de los proyectiles salió despedido a una velocidad considerable, atendiendo una trayectoria tan funesta que fue a dar contra el aspa en movimiento del helicóptero que por entonces sobrevolaba la zona. El helicóptero se sacudió y empezó a girar sobre sí mismo, escorando suavemente hacia su derecha y emitiendo una señal de alarma intermitente: BIP, BIP, BIP. El piloto chilló algo, luchando con los mandos por mantener el aparato estable, pero era imposible. Por fin, el helicóptero rozó con la fachada del palacio y fue rechazado violentamente en dirección opuesta. El aparato, herido de muerte, avanzó en horizontal durante unos segundos y luego se precipitó contra el suelo, en medio del grupo de zombis. Las aspas se deshicieron contra el asfalto, soltando trozos de fibra de carbono y aluminio en todas direcciones, con un sonido traqueteante y desgarrador. Volaron brazos, cabezas y una lluvia de sangre que fue espurreada como el chorro de aire con agua que expele una ballena. Aunque el copiloto había muerto en el acto, con el pulmón atravesado por un retorcido trozo de hierro, el piloto aún vivía. La sangre manaba abundante de una brecha en su cabeza. Perdería la vida un minuto más tarde, sin embargo, sometido a un tormento inenarrable, cuando fuera superado por los zombis que se lanzaban ya contra los restos retorcidos del aparato.

En el hueco dejado por la fachada, las llamas afloraban envueltas en un humo negro y espeso. Muy a menudo, la intensidad del fuego parecía redoblarse, renovado por una serie de explosiones en rápida sucesión. Romero, ahora acuclillado en el suelo con el corazón latiendo como si hubiera participado en una carrera de atletismo, las identificó como explosiones de granada.

Los soldados giraban sobre sí mismos, apuntando con sus rifles en todas direcciones. Las explosiones hacían saltar los cristales de las habitaciones circundantes, y en algún lugar, algo crujió amenazadoramente.

– Hijos de puta -masculló. Sabía muy bien a qué se debía esa explosión. Habían acabado con el depósito de munición y armamento. Había sido una buena idea dividir el equipo en dos lugares diferentes… la existencia de un segundo depósito de armas y munición en la iglesia no era algo conocido por muchos-. ¡Moveos, controlad ese incendio!

Mientras los soldados corrían, Romero se secó el sudor que había brotado en su frente. Apenas había acabado cuando un ruido tremendo desgajó el aire, poniéndolo nuevamente en tensión.

Era el segundo piso, en la parte que estaba justo encima del polvorín. El techo había quedado seriamente dañado, y las llamas habían terminado por socavar las vigas y la madera que ornamentaban la estructura. La habitación de la segunda planta se precipitó entonces contra las llamas, provocando un estruendo infernal.

Se trataba de un pequeño almacén que habían habilitado los responsables del mantenimiento. Allí dispusieron estantes enteros llenos de productos destinados a la restauración del patrimonio de la Alhambra, entre ellos cera de abejas tratada con aguarrás importada de Holanda, ceras duras para tapar grietas, venenos contra polillas y carcomas no abrasivos, disolventes especiales (muchas veces producidos ex profeso para una zona o tarea concreta) y un compendio de unas ochenta sustancias y mezclas de sustancias químicas.

El fuego reaccionó como si hubieran vaciado una cisterna de combustible puro. Las llamas se intensificaron, verdearon, se entrelazaron entre sí y empezaron a exudar un humo denso, espeso y de un color indeterminado, sucio, que empezó a extenderse hacia el este como una lengua.

– Por el amor de Dios… -exclamó Romero, con la boca repentinamente seca.

Viendo el humo de un ominoso tono verdinegro levantarse por detrás de la fachada y superar la altura del edificio, se sintió desfallecer.

De repente, era como si le faltase el aire.

Arrastrada por el viento, la nube contaminante se propagaba por la zona este de la Alhambra. Devoró la iglesia y la parte más occidental del Parador, envolviendo los edificios y a los zombis en la calle. Densa y oscura, se tragaba todo a su paso, ocultándolos de la vista.

Cuando los supervivientes del Parador la vieron llegar por la calle Real, empezaron a armar un gran revuelo. «¿Qué es eso?», «¿Es gas?», «¡Es una nube tóxica!»

Era en verdad una visión aterradora, como si un monstruo invisible y sin forma estuviera haciendo desaparecer el mundo ante sus ojos.

Daniel, que aún continuaba en el suelo con las manos cubriéndole las orejas, corrió a asomarse por encima de las cabezas de los otros supervivientes. Sus ojos se abrieron como si una fuerza sobrenatural los forzase más allá de sus límites físicos.

Entonces, señaló la nube con una mano temblorosa.

– ¡El Infierno se ha abierto! -gritó, totalmente fuera de sí. Pequeñas partículas de saliva se pegaron en el cristal-. ¿No lo veis? ¡El Infierno se ha abierto y vomita su niebla ponzoñosa! ¡La niebla del Infierno viene a devorarnos!

– ¡Cállese! -ordenó el señor Román, alzando la voz. Era ciertamente una voz marcial, varonil, cargada de autoridad, que resultaba extraña en un cuerpo anciano.

– ¡Mírelo usted mismo!

El señor Román se abrió paso entre la gente, lo que no le fue difícil. De alguna forma se había ganado el respeto de muchos (sobre todo después de su disertación exculpándolos del ignominioso acto de dejar fuera a todos aquellos hombres y mujeres), y se apartaron para que pudiera mirar.

El señor Román miró… y palideció casi en el acto.

El ser verdinegro se acercaba, evolucionando en bucles llenos de estrías. Su panza parecía hecha de algodones oscuros que cambiaban de tamaño y se enroscaban unos sobre otros, y todo lo que envolvía, desaparecía en su interior.

– Dios mío -dijo con voz ronca-. Tenía usted razón. Es la niebla del Infierno; el fin de todas las cosas… el Hades Nebula.

Y mientras el señor Román se santiguaba, alguien empezó a gritar.

24.

MISERICORDIA

Tan pronto abrió los ojos, todas las luces de alarma se encendieron en el viejo panel de mandos de su cabeza. Era como si se hubiera transportado no sólo a otro lugar, sino a otro tiempo. Fue en ese breve momento de confusión absoluta, en el que los sentidos se conectan de nuevo a la realidad y uno empieza a recibir sensaciones del entorno, que hasta las centenarias paredes de piedra que lo rodeaban se le antojaron extrañas: curvilíneas, deformes y en cierto modo hostiles. La luz arrancaba sombras en cada una de sus aristas y rugosidades, dándole una apariencia casi alienígena, y el mismo techo era una forma abstracta que parecía mercurio fluyendo en el espacio, pero congelado, pétreo, como si el tiempo se hubiera detenido.

Aranda se incorporó, con el estómago castigado por una sensación que conocía demasiado bien, mezcla de incertidumbre y (por qué no admitirlo) miedo, y al hacerlo, los huesos de la espalda crujieron amenazadoramente.

Estaba en una especie de cámara que no reconoció. No era una cueva natural, de eso estaba seguro, pero las paredes eran igualmente toscas e irregulares. Varios túneles nacían desde ellas y se adentraban en la roca viva, zigzagueando hasta perderse en la oscuridad. La luz parecía provenir de una especie de atril provisto de focos que arrojaban una claridad sucia y débil. Pensó, confusamente, que recordaba haber visto unos aparatos similares en viejas películas donde un grupo de espeleólogos acaban, invariablemente, despertando alguna oscura y terrible maldición dormida en los cimientos de alguna construcción subterránea.