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Aranda asintió.

– ¿Y mis amigos? -preguntó Juan. Sus nombres y sus rostros habían estado revoloteando por su cabeza durante todo ese tiempo, pero ahora esos mismos rostros habían explotado en su mente consciente con una nitidez desgarradora.

Zacarías pestañeó.

– ¿Amigos?, ¿qué amigos?

– Los que vinieron conmigo en helicóptero desde Málaga… -explicó Aranda-. Vinieron en un segundo aparato, que aterrizó lejos de donde lo hice yo.

Zacarías compuso una mueca.

– En el área civil…

– Puede ser. Romero dijo que estarían perfectamente.

El soldado asintió con un gesto vago, como quitándole importancia a una vieja cantinela que hubiera escuchado ya demasiadas veces.

– Digamos que están. Esa gente no tiene apenas comida, no tiene recursos. Todo lo que tienen es agua, lo cual ya es algo, pero me temo que han ido a parar a un lugar olvidado de la mano de Dios…

Aranda se incorporó de un salto, apretando los dientes. Según había dicho Zacarías, llevaba unos cuantos días prisionero de Romero, entonces… ¿cuánto tiempo habrían pasado sus compañeros hacinados en esa especie de gueto infame? De pronto se acordó de los niños. Ni siquiera recordaba sus nombres, pero daba igual… seguían siendo niños, por el amor de Dios. La niña era una especie de ángel con una cara preciosa… ¿de verdad habían sido capaces de dejarla entre cientos de personas que sufrían privaciones tan terribles?, ¿estarían a salvo?

– Pero… ¿estarán a salvo de los zombis, al menos?

– Lo dudo mucho… -dijo Zacarías-. No tienen medios para protegerse, no tienen armas y apenas herramientas. Ni siquiera han sido advertidos. Creo que Romero, esta vez, los ha condenado definitivamente a la muerte…

De pronto sintió una potente rabia creciendo en su interior. Tenía los puños tan apretados que los nudillos parecían fósiles de puro hueso, despuntando entre la piel.

– Tengo que ir con ellos… -dijo entonces.

– Ésa no es una buena idea -contestó Zacarías, levantando ambas manos como si estuviera solicitando tiempo a un árbitro invisible.

– Claro que lo es… -replicó Aranda, con resolución-. Yo puedo andar entre los muertos… ¡deme un arma! Los sacaré de allí y los traeré conmigo.

– No lo entiende. Los hombres de Romero andan disparando contra todo lo que se mueve… ¿puede también esquivar las balas?

– Iré con cuidado…

– No me haga reír -contestó Zacarías.

– En realidad no me importa, iré de todos modos… ¡deme un arma!

Había extendido la mano y reclamaba lo que pedía con un gesto de impaciencia.

– ¡No diga tonterías! -exclamó Zacarías, poniéndose en pie para enfrentarse a Aranda. Le sacaba una cabeza de alto, pero Aranda no se intimidó. Le miraba ahora con la expresión ceñuda, casi torva. Su cabello negro, espeso y recorrido de enmarañados bucles se había desprendido de la coleta que lo recogía y le daba un aspecto leonino-. Conseguirá que los maten… -continuó diciendo Zacarías-. A usted, y a todos sus amigos. ¡No le quepa duda! Tenemos que esperar a que las cosas se calmen un poco. ¿No lo entiende?

Aranda se mordió el labio inferior, con tanta fuerza que sintió un pinchazo de un dolor tan agudo que casi hizo brotar las lágrimas.

– Está bien… -dijo despacio-. Quédese sus armas. Voy a salir de todas formas.

Zacarías suspiró de forma ruidosa, soltando todo el aire de una sola vez.

– Lo siento -contestó al fin-. No puedo permitirlo. Debo pensar en su seguridad, y en lo que representa para todos nosotros. Tiene que ser consciente de…

– ¡Ahora está actuando como Romero! -interrumpió Aranda-. ¿Se da cuenta? Protege la única arma útil de que dispone porque teme perderla. ¡Romero hace lo mismo con sus soldados!

– ¡No es la misma maldita mierda! -chilló Zacarías-. Si un soldado cae, otro ocupa su lugar. Si un arma se pierde, se saca otra del almacén. ¡Pero usted es único! Representa la esperanza de la Humanidad, ¡y no va a salir ahí fuera!

– ¡Impídamelo! -gritó Aranda, fuera de sí. Se volvió con un solo movimiento impetuoso y arrancó a andar en dirección al túnel por donde Zacarías había llegado la primera vez.

Entonces escuchó un sonoro clic a su espalda. Conocía bien el sonido, tan característico. Era el del martillo de un arma.

Se volvió lentamente. Zacarías le apuntaba con una pistola, sosteniéndola con ambas manos.

– Está bien -exclamó lentamente-. Se acabó el maldito juego. He intentado que las cosas vayan bien para todos, pero si insistes en jugar al héroe, voy a clavarte en el sitio. No voy a consentir que arruines mi futuro.

– ¿Tu futuro? -preguntó Aranda, poniendo énfasis en la primera palabra.

Entonces, su rostro mudó de expresión, rindiéndose a las evidencias. Las piezas del puzzle empezaron a encajar en su cabeza, resplandecientes como cometas que irrumpen en la atmósfera terrestre. Ahora, por fin, se daba cuenta. No había sido rescatado, habían vuelto a secuestrarle, otra vez con fines egoístas.

– Hijo de puta -soltó. Y en las catacumbas de la fortaleza árabe, excavadas con sufrimiento y terror, levantó las manos hacia el techo.

Susana, Abraham y José corrían por el área arqueológica del Palacio Real, amparados por la sombría oscuridad de la noche. Cuando pasaban por los angostos corredores, las tinieblas se volvían más densas, y José, que iba en segundo lugar, apenas podía usar como referencia la espalda de su compañera.

Acababan de escuchar una violenta explosión, tan intensa y vibrante que el cielo se iluminó brevemente durante unas fracciones de segundo. Paralelamente, el murmullo de las hélices del aparato que habían visto intermitentemente entre los edificios se aceleró un momento, para luego cesar de forma abrupta, rodeado de un aparatoso estruendo metálico. Los dos comprendieron al instante lo que había pasado.

Algo iba definitivamente mal.

Se acercaron al Parador por el oeste, donde una hermosa puerta de madera recorrida por refuerzos de hierro dispuestos en líneas horizontales presidía una pequeña explanada. La parte superior era un imponente arco árabe de ladrillo visto.

Estaba cerrada a cal y canto.

Al otro lado de la explanada, además, divisaron algo que no hubieran esperado encontrar en el interior de la Alhambra: las figuras contrahechas y espasmódicas de varias docenas de muertos vivientes, avanzando con su paso arrastrado en dirección este. Parecían perseguir un objetivo, y no habían reparado aún en ellos.

– Dios mío… -exclamó Abraham, llevándose ambas manos a la boca para reprimir su propia voz.

– Pero… esos zombis

– Van hacia la entrada principal del Parador, sí -susurró Susana.

Por unos instantes se quedaron petrificados, abrigados por el detestable fragor de los disparos y los gritos. Abraham no había vuelto a ver muertos vivientes en semejante número desde los primeros días de la infección, y su corazón se contrajo dolorosamente, oprimido por una angustia vital que hizo brotar una incipiente capa de sudor en su frente.

De pronto, un ruido cercano les hizo dar un repullo. Susana apuntó con el arma en la dirección de donde había venido el ruido: un par de altos cipreses que crecían junto al muro del edificio. José se adelantó para desplazar a Abraham hacia atrás, pero en ese mismo instante, una figura de aspecto humano emergió de entre los cipreses.

Susana estuvo a punto de accionar el gatillo, pero en el último momento, algo en el lenguaje corporal de la figura le hizo bajar el arma.