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– Ho… ¿hola? -preguntó la figura.

José resopló pesadamente.

– Dios mío… -susurró Abraham-, ¿quién eres?

El hombre se acercó a ellos, ligeramente encorvado, y tan pronto abandonó la oscuridad del rincón arbolado, pudieron por fin ver su rostro.

– Te conozco… -exclamó Abraham-, eres…

– Alonso… -contestó el hombre. Miraba hacia atrás con ojos asustados-. Esa sirena casi consigue que me estalle la cabeza… ¿por qué?, ¿por qué la activaron?

– No lo sabemos… ¿Qué hace aquí?

– Pues… escondernos… -contestó con voz temblorosa-. Es que… cerraron las puertas…

– ¿Cómo que…? -empezó a preguntar Abraham. Pero sus ojos viraron casi inconscientemente hacia el fondo, donde el trasiego de zombis se sucedía como si fuera una extraña procesión de condenados, y la respuesta llegó por si sola-. Oh…

– ¿Quién más está escondido ahí? -preguntó Susana.

Pero nadie respondió ya. José se había girado y miraba el cielo sobre sus cabezas con expresión atónita. Susana lo imitó, y su mandíbula se abrió denotando la más absoluta perplejidad.

– Por el amor de Dios… -exclamó, sobrecogida.

Era la nube química, evolucionando con bucles rizados a medida que avanzaba sobre ellos. Tan pronto la vieron sobre sus cabezas, el aire empezó a llenarse de un hedor pestilente.

– ¿Qué es eso? -graznó Abraham, retrocediendo un par de pasos. Pero era demasiado tarde. La nube estaba ya a su alrededor, tiznando poco a poco la escena de un color verdoso.

José se abalanzó sobre la puerta. Alonso se agarró la garganta como si le faltara el aire, y Susana comprendió rápidamente por qué: picaba como si hubiera aspirado el aroma de una bolsa llena de mostaza.

– ¡Abrid la puerta! -chillaba José-. ¡Abrid la puerta, joder!

Al otro lado de la explanada, un par de zombis detenían su avance. Sus cabezas se volvieron lentamente hacia ellos, alertadas por el ruido. En sus rostros desquiciados, las bocas horribles formaban una mueca macabra. Abraham emitía ahora un ruido extraño, gutural, mientras daba vueltas sobre sí mismo. Ahora apenas se veía nada a menos de tres metros.

– ¡Abrid LA PUERTA!

Dos personas más abandonaron su escondite, avanzando con las manos extendidas como si no pudieran ver más allá de unos pocos centímetros, pero para entonces nadie reparó en ellos. Susana dejó caer el fusil; los ojos se cerraron sin que pudiera evitarlo. Respirar le provocaba una sensación de ahogo horrible y acabó tosiendo violentamente.

Y mientras la nube los devoraba haciéndose más y más densa, Abraham, presa del pánico y sacudido por un ataque de tos, salió corriendo sin saber muy bien hacia dónde. El pecho le estallaba. Cruzó la explanada cegado por un doloroso escozor en los ojos, y después de recorrer varios metros, una mano descarnada y sucia emergió de la nada y lo atrapó.

Alma lloraba.

No sabía nada de la nube tóxica que avanzaba hacia ellos, pero sí sabía que había gente que había muerto ahí fuera. Lloraba, y no por el hecho en sí de que aquellos hombres y mujeres hubieran muerto; al fin y al cabo, hacía tiempo que vivía con la muerte como compañera y se había mentalizado para lo peor (aquella misma mañana había orinado sangre, y se limitó a mirar su deposición con manifiesta indiferencia). Era, sin duda, por la certeza inequívoca de que ellos, y nadie más, habían provocado su muerte.

En su vida había cometido muchas equivocaciones, y aunque había intentado ser una buena persona, a veces hubo épocas terribles en las que pudo haber incurrido en uno o dos actos que muchos calificarían con adjetivos espantosos. Ninguna de ellas podía compararse con lo que acababa de hacer, o mejor dicho, lo que había permitido que sucediese por su inacción.

Cuando descubrió que cerraban las puertas, miró alrededor y vio las caras de la gente que la rodeaba. Vio sus expresiones de silenciosa complicidad, y se sintió incapaz de decir nada. Parte de su silencio era el infinito horror que la había asaltado. Se agarró con fuerza a la mano de su marido y calló. Luego buscó a la niña. Su carita inocente se le aparecía en su cabeza con la intensidad de un cartel de neón en mitad de la noche. La buscó en su cama y en el patio interior donde la había visto una o dos veces, jugando con las piedrecitas del suelo, pero no aparecía por ninguna parte.

Y entonces supo que se había quedado fuera.

Fuera, con todas aquellas cosas muertas.

Quiso chillar, quiso correr hacia la puerta, pero allí la tensión se masticaba en el aire. Los muertos golpeaban la puerta con golpes irregulares y espantosos (BUM, BUM, BUM) y el señor Román decía cosas complicadas sobre la expiación de la culpa y vio los gestos de complacencia de todos los otros cobardes.

Y los odió, los odió a todos y se odió a sí misma. Se miró las manos, temblorosas y arrugadas, y en su interior algo se desgarró tan por completo que durante unos instantes no pudo encontrar aire que respirar.

Se fue a comprobar las otras entradas, pero todas habían sido igualmente clausuradas. La gente con la que había convivido y hablado durante todo ese tiempo, la misma gente con la que había pasado penurias y había compartido su intimidad, la veían llegar y la miraban con expresiones desafiantes que parecían decir: Qué. Qué pasa. Es lo correcto. Es lo jodidamente correcto. Ellos habrían hecho lo mismo, así que como abras la boca, haremos que la cierres.

Cuando encontró la última de las puertas cerrada, se derrumbó en el suelo y se abandonó a un llanto silencioso.

– Sssssh… -le decía su marido, abrazándola contra su pecho-. Ya está. Ya está. Ya está…

Mientras su marido acariciaba cuidadosamente su cabello, que oscilaba entre el blanco y un tono de rubio apagado, una serie de golpes hicieron que la puerta retumbase.

Alguien chilló, y un murmullo enardecido recorrió el grupo de personas que rodeaban la puerta. Los golpes se repitieron en una sucesión de cuatro toques rápidos. Alma saltó como un resorte, con los ojos iluminados. Había escuchado los golpes que los espectros propinaban a la puerta principal, donde el señor Román se entregaba a sus juegos intelectuales, y definitivamente no eran de la misma clase.

No. Aquellos golpes eran el tipo de golpes que alguien emplearía en una emergencia.

Avanzó hacia la puerta con su peculiar forma de andar (cojeando ligeramente de la pierna derecha) y dando codazos para abrirse camino. En sus ojos enrojecidos por el llanto brillaba una febril determinación, y toda su cabeza temblaba ligeramente, dándole el aspecto de una avejentada Katharine Hepburn en El estanque dorado.

Cuando estuvo junto a la puerta, pegó la oreja a la madera para poder escuchar por encima del bullicio y entonces percibió claramente una frase.

– ¡Abrid LA PUERTA!

Se llevó una mano a la boca, con el corazón desbocado. Rápidamente, estiró el brazo hacia el enorme pestillo metálico para tirar de él, pero un brazo le agarró la mano. Alma miró hacia arriba y reconoció al hombre al instante. Era Santiago. Estaba bastante cerca de la hoja y supo, a juzgar por su expresión, que él también había oído la voz.

– Abre la puerta, Santiago.

El hombre negó con la cabeza.

– Están ahí detrás, pidiendo ayuda… y lo sabes -explicó en voz baja, con toda la suavidad que pudo-. ¡Déjame abrir la puerta!

Otra vez movió la cabeza en gesto de negación, aunque esta vez más dubitativamente.

Alma experimentó una oleada de calor subiendo desde su estómago; llegó a su cabeza y la sacudió como una campana. Quizá por eso, levantó solemnemente la mano y le sacudió una sonora bofetada. El golpe retumbó en la habitación, casi explosivo, provocando que, paulatinamente, todo el mundo se quedara en silencio. Santiago la miraba con los ojos muy abiertos.