Выбрать главу

– Eres un cobarde -bramó, apretando los dientes-. Yo te di mi ración de comida durante cinco largos días cuando tuviste aquella diarrea espantosa, desagradecido hijo de puta, y gracias a eso aún estás aquí. Muchos de los que están ahí fuera también te han ayudado -se volvió a mirar al resto-. Todos hemos hecho cosas por otros. Y gracias a eso aún estamos aquí. Y ahora… ¿pretendéis dejar fuera a vuestros compañeros, a vuestros amigos, porque el miedo os ha dejado una plasta de mierda en el culo? No sois hombres, ni mujeres. ¡No sois nada! -miró fijamente a Santiago a los ojos antes de continuar-. Ahora voy a retirar el pestillo. Atrévete a impedírmelo. Sólo atrévete.

Se produjo un silencio casi sepulcral, solamente interrumpido por otra andanada de golpes en la puerta. Después, Alma se apresuró a tirar del pestillo. El pasador crujió con un sonido vibrante y la puerta se abrió violentamente. En ese mismo momento, José y otros dos hombres se precipitaron al interior, rodeados de jirones de un humo verdoso y pestilente. Cayeron al suelo pesadamente, con el rostro encendido de una tonalidad roja intensa y los ojos anegados en lágrimas, veteados por una miríada de venas hinchadas.

Susana apareció casi al instante, dando tumbos. Cruzó el umbral chocando contra el marco de la puerta y rebotó contra el otro lado; luego se precipitó contra Alma y cayeron al suelo. Cuando eso ocurrió, la estancia se llenó de gritos, porque la mayoría los confundieron con zombis y salieron corriendo en dirección opuesta. Otros, echaron a correr simplemente por imitación de lo que veían y en el trajín, varios cayeron al suelo.

El humo penetró en la habitación, llenándolo todo de un fuerte olor a azufre, a alcohol de la máxima gradación y a infierno abrasador que irritaba las gargantas en pocos segundos. Pero Alma comprendió rápidamente lo que pasaba.

– ¡Cierra la puerta! -gritó, mientras ayudaba a Susana a incorporarse.

Pero Santiago, que estaba apoyado contra la pared con una expresión de completo estupor en el rostro, balbuceó algo incoherente y salió corriendo.

Alma empezó a toser. La glotis parecía empeñada en cerrarse y su pecho se contraía en pronunciados espasmos a medida que el humo la invadía. De repente, alzó la vista hacia la puerta y vio a su marido empujando la hoja; se había quitado la raída camiseta y se la había anudado alrededor de la cara, cubriéndose la nariz y la boca. Su cuerpo era pellejudo, porque había perdido peso muy rápidamente, y sus brazos delgados y lacios, pero para Alma fue como ver al mismísimo Atlas sosteniendo los pilares que separaban la Tierra de los cielos. Unas lágrimas de emoción y agradecimiento se asomaron rápidamente a sus cansados y viejos ojos, y un instante después, la puerta estaba cerrada.

José rodó sobre sí mismo y quedó tendido en el suelo, respirando con manifiesta dificultad. Emitía un ruido sibilante, apenas entrecortado por las toses que le atormentaban.

– ¡Hija de mi vida! -dijo Alma, mirando a Susana.

Seguía tosiendo con un sonido ronco y profundo, como el de un coche que se niega a arrancar. Alma le daba pequeños golpecitos en la espalda, aprovechando que la abultada mochila se le había desprendido de uno de los hombros.

– ¡Agua, traed agua! -gritó su marido.

Y mientras él sacudía la camiseta en el aire, intentando disipar el humo que había conseguido infiltrarse en la habitación, José, Susana y los otros dos hombres empezaron lentamente a recuperarse.

Con la boca llena de sabor a ceniza y la vista todavía velada, Susana trató de enfocar al esposo de Alma. Respirar aún le costaba, y sentía los pulmones como si los tuviera recubiertos de alguna sustancia blanda y algodonosa, pero la tos parecía remitir.

– ¿Dónde…?, ¿dónde está Abraham?

El Rey Negro se dirigía a Granada y había recorrido ya la mayor parte del camino. No en vano, el monstruoso monarca no sentía necesidad de descansar. No dormía. No se cansaba. No comía. Y en todo su periplo, ni los vivos ni los muertos se atrevieron a molestarle.

Alimentaba un deseo tan intenso y despiadado que su cuerpo parecía protestar con una creciente sensación de quemazón; nacía de algún lugar de su pecho y se extendía hasta la punta de los dedos, donde moría con un tenue hormigueo. No le importaba demasiado (tal y como estaban las cosas, era bueno sentir algo, en definitiva), sólo deseaba terminar su Gran Obra, el trabajo que el Señor le había encomendado, y descansar; abandonar su caparazón humano y ascender al Reino de los Cielos donde sería encumbrado como el Ángel Exterminador que juzgó y sometió a los vivos. De hecho, mientras conducía, a menudo pasaba largos períodos de tiempo entregándose a esas y otras ensoñaciones, y aunque resultaba difícil juzgarlo por la ausencia de su mandíbula inferior, su rostro se contraía en lo que bien hubiera podido ser una sonrisa.

Había realizado casi todo el camino conduciendo una pequeña motocicleta. En un momento dado, se quedó sin gasolina y la moto se detuvo con un estridente petardeo. Había visto algún que otro vehículo en la autovía, pero suponía que, si habían sido abandonados en mitad de aquella desolada planicie era por motivos similares al que tenía él para abandonar el suyo, así que empezó a correr. Si alguien hubiera estado presente como observador, habría visto un espantajo negro dando grandes zancadas, con los brazos extendidos hacia el suelo; el pelo blanco y débil ondeaba a su espalda como los restos de una telaraña desgarrada, y la sotana, completamente raída y desgarrada, parecía la tela oscura de un estandarte negro.

Corrió casi diez kilómetros antes de que se hiciera de noche, y luego siguió corriendo, dando traspiés en la oscuridad. En un par de ocasiones estuvo a punto de darse de bruces contra el suelo, pero no era algo que le importara; Dios le había demostrado que su apoyo era infinito. Tenía un agujero de bala en el pecho, otro en la cabeza, le habían arrancado la mitad inferior de la cara, y a pesar de todo, seguía siendo él; así que seguiría recorriendo su camino, aun en la oscuridad, y si tenía que caer como lo hizo Jesús en la Pasión, también él se levantaría para seguir con su cometido.

Un poco más tarde, sus pensamientos divergieron. Eran noches de luna llena y la luz era buena, pero él no veía ya las cosas como las personas normales: el Necrosum le proporcionaba una visión prestada, en esencia funcional, y descubrió que el ojo derecho funcionaba intermitentemente. En esas circunstancias, le preocupaba perderse algún vehículo que pudiera transportarle más rápidamente, porque demasiado tarde descubría a veces un grupo de casas a uno u otro lado.

Y entonces reparó en algo.

Era apenas un resplandor tenue y descolorido en mitad de la planicie, pero aunque trémulo, era definitivamente una luz. Aunque sabía demasiado bien lo que eso significaba, se detuvo, presa de la indecisión.

En realidad, ansiaba llegar a Granada e iniciar las pesquisas para dar con el paradero de sus viejos amigos. Era como una necesidad básica, un deseo acuciante que le abrasaba, y cuando pensaba en ellos, su cuerpo se convulsionaba. Los rasgos primitivos del moro, en particular, se le aparecían con enervante persistencia: burlones, altivos, insolentes. Recordaba haberle tirado toda una calle encima y, sobre todo, recordaba su ignominioso engaño cuando creía que ya los tenía. De no haber sido por él, habría podido darles caza, y habría cumplido su misión; su estratagema desleal y traicionera le había separado de su merecido descanso.

Y lo pagaría.

Vaya si lo pagaría.

Hundiría los dedos en sus ojos, le mordería el cuello y derramaría su sangre, arrancaría su impío corazón de su pecho y lo arrojaría a las llamas purificadoras, y luego enterraría su cuerpo para que, cuando Dios le devolviera el hálito de la vida, no pudiera encontrar el camino hacia la superficie.