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Pero ahora debía concentrarse, pensar en esa luz que tenía delante. Pensar. Pensar. Cada vez le costaba más trabajo pensar. Era como si la furia ciega que le estaba carcomiendo le nublara el pensamiento. Las imágenes de los impíos danzaban en su cabeza, y sus manos se crispaban sin que fuera consciente de ello. Las piernas se le iban solas, y tuvo que hacer un esfuerzo extra por concentrarse en la luz, y en la tarea que tenía delante.

¿Qué quieres de mí, Padre? ¿Quieres que los juzgue también a ellos, que los juzgue por ti?

Inclinó la cabeza como para escuchar mejor en el silencio de la noche, pero Dios no le habló. Pensó entonces en la moto, en la Providencia que le había hecho detenerse justo en aquel lugar, y pensó que si eso no era una señal, entonces nada lo era.

Muy bien, Padre, pensó. El Gran Día ya está aquí, y yo recogeré de tu Reino a todos los que cometen iniquidad y los echaré en el Horno de Fuego; y los justos resplandecerán como el Sol en el Reino de su Padre

Entonces salió de la carretera, saltó la mediana sin esfuerzo y empezó a caminar por el suelo de tierra hacia la luz. Y mientras avanzaba entre el polvo, canturreaba para sus adentros.

Se trataba de una caravana, emplazada en mitad de lo que debió ser un sembrado dispuesto para dormir en el invierno. Olía a humo y a rescoldo de ceniza, lo que le hizo suponer que habían mantenido un fuego encendido en algún momento; probablemente al atardecer, antes de que la noche trocara la calidez de las llamas en un reclamo para los muertos.

Cuando estuvo más cerca, descubrió que había dos remolques, dispuestos uno frente al otro. La parte superior de uno de ellos estaba abarrotada de trastos; en su mayoría maletas de distintas formas y tamaños, pero no había ningún centinela a la vista. No le extrañó, porque si había un común denominador en toda aquella basta extensión de terreno era precisamente la ausencia de resucitados.

Los Ejércitos del Señor eran una inestimable ayuda. En el pasado se había servido de ellos innumerables veces para sacar a los vivos fuera de sus escondites. Acechar entre sus filas era su especialidad; se ocultaba tras ellos y los azuzaba contra aquellos que se resistían a someterse al Juicio Final. Y qué prodigioso proceso era aquél… La primera vez que se quedó esperando a que uno de ellos regresara después de morir, convertido al fin en uno de los resucitados, sintió una ternura infinita. El hombre estuvo resistiéndose hasta el final, incapaz de comprender que él sólo le traía la redención y la gloria eterna. Cuando consiguió reducirlo, se subió a horcajadas sobre él y apretó su garganta suavemente, ejerciendo una presión constante y paulatina mientras lo miraba con infinito cariño. Sssssh, le decía. Sssssh; y cuando sus ojos dejaron de brillar con el aliento característico de la vida, detuvo la presión y se dedicó a acariciar sus cabellos grasos y desaliñados durante casi veinte minutos. Sabía que, en ese tiempo, aquel hombre anónimo estaría en presencia de Él, dando cuenta de sus actos en vida, así que esperó pacientemente, velando su cuerpo en aquel momento decisivo, hasta que de repente, las facciones del rostro de aquel pecador temblaron ligeramente.

¡Ya estaba! El júbilo le recorrió como una descarga eléctrica, y sus ojos vertieron lágrimas de emoción por la magia del Misterio divino. Era un proceso tan puro, tan lleno de misericordia y de perdón sin reservas, que se emocionó vivamente, conmovido por aquella evidencia aplastante de que el amor de Dios no conocía límites. Cuando abrió los ojos a su nuevo período de eternidad, vio que éstos ya no reflejaban miedo, ni dudas, ni pecado; eran, por el contrario, de un blanco inmaculado. Y en ese estado de pureza exultante, de comunión por excelencia con el Creador, le besó en la frente y le dio la bienvenida mientras se santiguaba, con una sonrisa enorme dibujada en sus labios finos y resecos. Y se conmovió también cuando los otros, que fueron juzgados como él y antes que él, lo trataron como su igual.

Recordaba que la dicha le había inundado tan por completo, que se sintió más cerca de Dios que nunca. En silencio, agradeció a su Señor que le hubiera encomendado aquella tarea esencial y se prometió que no descansaría hasta haber acabado con todos los que se resistían al Juicio Final.

Animado por aquellos recuerdos, el padre Isidro se acercó a la caravana donde había visto el resplandor. Había ventanas en uno de los laterales; apenas unas láminas de algo que parecía más plástico que cristal y que desdibujaban ligeramente el interior, así que se sirvió de un voluminoso ladrillo de hormigón que empleaban para bloquear las ruedas para asomarse por ella y espiar dentro.

Pero apenas lo hizo, se encontró frente a frente con el rostro de una mujer de mediana edad que, con el pelo enmarañado alrededor de la cara, sorbía el líquido humeante de una taza. Estaba sentada a una pequeña mesa plegable, mirando a través de la ventana con aspecto cansado y distraído. Su única compañía era una lamparita portátil, del tipo que se conecta a la batería del coche para emergencias, como un motor disidente en mitad de la noche.

Apenas vio al padre Isidro asomarse por el marco, su rostro se transmutó en una máscara de terror y soltó un alarido agudo y estridente. La taza fue a parar al suelo, donde se deshizo en mil pequeños pedazos. El café que contenía se desparramó por todas partes, manchando de un líquido oscuro los muebles de la caravana.

El padre Isidro se agazapó al instante, tan sorprendido como ella. La lengua se contrajo involuntariamente, quedando retorcida e inmóvil en la parte posterior de la boca. Rápidamente, se lanzó bajo la caravana y se ocultó allí, protegido por la oscuridad, que allí era absoluta.

– ¡Martha! -gritó alguien.

El grito se convirtió en un sollozo desconsolado que bordeaba la histeria.

– Martha, ¿qué ha pasado?

– U… ¡Un muerto! -bramó Martha, con la voz rota.

– ¿Dónde? -preguntó la voz masculina.

– E… ¡En la puta ventana! ¡Joder, está ahí mismo!

El padre Isidro escuchó pasos desplazándose por el suelo del piso que tenía encima. Sonaba a madera, crujiendo bajo los pasos.

– No veo nada…

– ¡Te digo que hay uno! ¡Lo he visto tan claramente como te veo a ti!

– Está bien… -dijo el hombre, ahora en un tono más bajo-. Vale… ¿seguro que era un zombi?

– Si le hubieras visto la cara no me harías esa pregunta.

– De acuerdo… Es que es raro… Piénsalo. Si te hubiera visto, estaría golpeando la ventana. Siempre toman el camino más directo…

Se produjo un momento de silencio.

– Ti… tienes razón.

El padre Isidro descubrió que todo su cuerpo estaba en tensión. Los músculos de su cara se contraían dolorosamente, como si la adrenalina fluyese por sus venas a borbotones. Era la voz; las voces de los vivos. Sentía un apremiante deseo de abandonar su escondrijo y lanzarse contra ellos, sin pensar en las consecuencias. Quería arrancar la puerta de cuajo. Quería sentir su sangre caliente en sus manos.

Sacudió la cabeza, intentando serenarse.

– Siento lo de la luz… -dijo Martha- yo…

– No pasa nada, cariño…

– He estado muy nerviosa estos días…

– Lo sé. No pasa nada, de verdad.

– Sólo quiero que vuelva… -dijo en un sollozo.

– Lo sé. Mañana estará aquí, ya lo verás.

Siguieron unos instantes de silencio, y el padre Isidro casi pudo imaginarlos abrazados en el interior del remolque. Estaba seguro de que el hombre había apagado la lámpara (seguramente con un gesto distraído, mientras la abrazaba, como si pudiera verlo), lo que produciría un efecto cueva. Si ahora mirase a través del cristal, estaba seguro de que no vería el interior aunque ellos sí fuesen capaces de verlo a él. Hizo una mueca de disgusto.