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– Echaré un vistazo… ¿de acuerdo? -continuó diciendo.

– ¡No! Por favor, no… No salgas.

– Pero dices que has visto algo…

– ¡No! Tengo… tengo un mal presentimiento. ¡Estoy asustada!

– Vamos, Martha…

Sal, cordero, pensaba el padre, porque yo soy el Buen Pastor. Y te digo que no envió Dios a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo sea salvo por él, y así hizo conmigo. Sal ahora, y te conduciré al perdón de tus pecados

En ese momento escuchó una tercera voz, y detuvo sus pensamientos para concentrarse en escuchar, incluso a través de la bruma blanca y ácida que torcía sus pensamientos.

– ¿Ma… mamá?

Era una voz infantil, de una niña pequeña. El padre Isidro se quedó congelado, concentrándose en escuchar.

– Julia, cariño… -musitó el hombre-. Vuelve a la cama.

– ¿Qué pasa? ¿Ha vuelto el tito?

– No. No pasa nada… anda, ¡vuelve a la cama!

El padre Isidro escuchó los pasitos de la pequeña recorriendo el suelo del remolque, hasta que éstos desaparecieron.

– Voy a echar un vistazo… -anunció el hombre, después de unos instantes-. Sólo un vistazo, para que nos quedemos todos tranquilos y podamos ir a dormir, ¿vale?

Se escuchó una protesta apagada, y después nada. Tumbado en el suelo de tierra bajo el remolque, el padre Isidro sonrió; parecía que el hombre de la casa iba a abandonar la seguridad del remolque, y la noche le era favorable. Apenas podía ver bien su propia mano cuando la sacudía delante de sus narices, así que a menos que el hombre tuviese una linterna y se agachara expresamente para buscar en el hueco de veinte centímetros en el que se ocultaba, no lo vería.

Pero el hombre, que se llamaba Rober y había trabajado como agente medioambiental para el Servicio de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil, no habría sobrevivido tanto tiempo sin saber esas cosas básicas. Cuando la puerta del remolque se abrió con un pequeño chasquido metálico, y bajó hasta el suelo, no portaba ninguna linterna.

El padre Isidro vio los talones de sus zapatos a apenas a un metro de donde él estaba. Escuchó el rebufo de su respiración, y le pareció escuchar otra cosa: un sonido rítmico y lejano que no pudo identificar.

Rápidamente, se arrastró por el suelo moviendo el cuerpo como si fuera una serpiente. Olía a tierra y a polvo, pero había también otro olor en el aire que lo estaba volviendo loco, indefinido y sutil.

Rober miraba alrededor. El paisaje era llano y se extendía hasta donde alcanzaba la vista, como sabía muy bien. Solía elegir lugares como ése para pasar la noche porque allí era capaz de tener una perspectiva completa; una panorámica de 360 grados, lo que le inspiraba seguridad. Si un grupo de zombis decidía acercarse, podría verlos fácilmente, sin lugares que entorpecieran la visión, sin emboscadas. Todas aquellas áreas yermas entre poblaciones estaban, de todas maneras, razonablemente libres de espectros, y era inusual ver más de tres o cuatro en toda una jornada. Incluso entonces, los espectros solían viajar aislados.

Miró a un lado y al otro, con su escopeta en mano, pero allí no había nadie. En realidad, lo había esperado. O temido, porque Martha estaba pasando unos días horribles con todo el asunto de su hermano, y no le sorprendía que estuviera empezando a ver fantasmas. Eso no era bueno; no sobrevivirían si no estaban en plena posesión de sus facultades mentales. Él ya tenía bastante trabajo procurando alimentos, agua y planeando nuevas rutas que tomar, buenos atajos y caminos entre poblaciones en los que aún hubiera recursos que encontrar, como para ocuparse también de Martha y, por ende, de la pequeña.

Estaba decidiendo que su mujer bien podía haber tenido una alucinación cuando, de repente, se descubrió cayendo hacia delante. Se estampó contra el suelo, levantando una nube de polvo y tierra, experimentando una explosión de dolor en la zona de la nariz.

El padre Isidro había cogido su pie y había tirado hacia atrás con una fuerza sorprendente. Ahora salía de su agujero como un chacal, emitiendo un gruñido ronco similar al de un jabalí enfurecido. Rober apenas tuvo tiempo para volverse, con los ojos abiertos de par en par. Para entonces, el padre Isidro se había abalanzado sobre éclass="underline" una sombra oscura y monstruosa, con la sotana ondeando a su alrededor, extendida como el manto de la mismísima Parca. Instintivamente, levantó los brazos para rechazarlo, y su mano se posó en el hueco donde una vez hubo una mandíbula. Estaba húmedo y blando, y la sensación inmediata fue la de haber metido la mano en la taza de un retrete. Sintió un asco inenarrable, pero aun así empujó, intentando apartar aquella amenaza de él. No tuvo éxito, sin embargo. El padre Isidro extendió los brazos y le cogió de ambos lados de la cabeza, luego giró, aplicando tanta fuerza y violencia como pudo.

Las vértebras del cuello crujieron como los juncos que crecen a la vera de los ríos, y Rober se sacudió estremecido por un espasmo que le recorrió todo el cuerpo. No sintió dolor, pero de repente, la espalda se había quedado rígida como si estuviera encorsetada en una prisión de cemento. El brazo se quedó en suspenso en el aire, como si las articulaciones se hubieran atrofiado repentinamente; y mientras notaba una creciente taquicardia en el pecho, su rostro se contrajo en una mueca.

El padre Isidro lo miró, inclinando la cabeza. Estaba otra vez escuchando aquel ruido rítmico y martilleante que le ocupaba toda la mente. Estaba a punto de descubrir qué era cuando un grito desgarrador le hizo volverse.

Allí, en la puerta del remolque, estaba una mujer vestida con un sencillo chándal de aspecto desvaído, contraída sobre sí misma. Sus ojos estaban abiertos de par en par, y en su boca había congelado un grito que su garganta era ya incapaz de retener. Sin dejar de mirarla, el sacerdote buscó a tientas los cabellos rubios de Rober y los agarró con el puño cerrado. Entonces sacudió su cabeza, arriba y abajo, a un lado y a otro, una y otra vez hasta que las cervicales terminaron por quebrarse. Debajo de su cuerpo, Rober volvió a sacudirse como el potro que acomete la última embestida, y luego se derrumbó.

Martha temblaba descontroladamente, incapaz de superar el pánico que la consumía. Los ojos de aquel ser monstruoso estaban clavados en los suyos, provocándole una parálisis absoluta que la mantenía clavada en el sitio. No había ni un resquicio de pensamiento consciente en su cabeza: sólo buceaba por el infinito horror que tenía delante y que representaba todo lo que había estado viviendo en las innumerables pesadillas que sufría desde que los muertos empezaron a vagar por la Tierra. El zombi, la amenaza incomprensible e irreal que podía arrebatarle lo único que había tenido en toda su vida: su familia, estaba ahora subido a horcajadas sobre su marido. Ni siquiera era capaz de inhalar aire, porque su cuerpo le pedía seguir chillando aunque no quedara ya oxígeno en sus pulmones.

De pronto, la imagen de su marido derribado fue sustituida por un relámpago que sacudió su conciencia con un fulgurante resplandor.

¡Mi hija!

Retrocedió un paso, y movió un brazo tembloroso para cerrar la puerta, pero el movimiento fue lento, como si estuviera intentando progresar en un lodazal de arenas movedizas. El padre Isidro había saltado ya sobre sus propias piernas y se lanzaba sobre el remolque con los brazos extendidos. Su mano derecha bloqueó el cierre de la puerta, arrancándole un ruido sordo, que se elevó por encima de aquel otro sonido rítmico que le llenaba la cabeza.