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Y entonces comprendió.

Comprendió lo que era ese otro sonido que percibía con tanta claridad y que le obsesionaba de esa forma tan persistente. Sus ojos se desviaron hacia el pecho de ella, y sintió un escalofrío de ansiedad.

Era su corazón; su corazón desbocado, bombeando aborrecible sangre por todo su cuerpo. Casi podía percibir su repulsivo olor a través de su carne, traspasando el tejido subcutáneo y la epidermis.

El padre Isidro contrajo los músculos de la cara, transportado a nuevos umbrales de furia. Con un gesto rápido, lanzó su mano hacia delante y capturó a Martha por el cuello. Martha soltó un pequeño grito ahogado, pero otra vez quedó privada de aire, esta vez por la presión en la tráquea. Levantó los brazos y cogió las muñecas del espectro, pero no pudo moverlas o apartarlas, y perdía fuerza por segundos mientras la vista se teñía de negro. Los dedos se le clavaban como estiletes de hierro.

Rendida por el terror y el dolor, Martha cayó de rodillas al suelo. El padre usaba ahora las dos manos para apretar, concentrado en el retumbante e insoportable sonido de su corazón. Su lengua se sacudía de un lado a otro, respondiendo al alocado ritmo que se ejecutaba en su mente.

Por fin, Martha le dedicó una última mirada con ojos inyectados en sangre; la cara estaba enrojecida hasta bordear los tonos del malva. Entonces dejó de luchar; el ritmo de su corazón se detuvo poco a poco como un ventilador que acaban de desenchufar, dio tres golpes más, y dejó de latir.

Isidro retiró las manos, y Martha cayó pesadamente al suelo. No jadeaba, ni resoplaba, pese a la excitación que acababa de experimentar, porque ya no usaba los pulmones en absoluto, pero se sintió mejor ahora que el enloquecedor martilleo de sus corazones había terminado. En un rato, Martha volvería a abrir los ojos a la vida, y su tormento habría terminado para siempre. ¿Por qué se empeñaban en resistir?, ¿acaso no entendían que pasar por el Juicio Divino era un acto tan liberador como inevitable?

Pensaba en esas cosas cuando percibió un nuevo sonido. Era otra vez ese insistente repiqueteo en su cabeza, aunque más lejano y apagado. Miró con perplejidad a Martha, pero ésta seguía en el suelo con un espumarajo blanco de saliva resbalando por la comisura de su boca. Rober también seguía en el suelo, fuera del remolque. En el cuello había aparecido un hematoma que estaba volviéndose negro como un brote de peste. Por fin, miró hacia el interior de la caravana y allí, arrinconada en la esquina de una cama y envuelta en penumbras, estaba la pequeña, cubierta por una manta hasta el cuello. Isidro sacudió la cabeza, contrariado… ¡la había olvidado completamente! Lentamente, se acercó a ella, caminando despacio sobre el suelo del remolque. La madera crujía ligeramente bajo sus pies.

Dejad que los niños se acerquen a mí, recordó. No se lo impidáis, pues el Reino de Dios es de los que son como ellos. Os lo aseguro, el que no acepte el reino de Dios como un niño, no entrará en él.

Qué maravillosos eran los niños, pensó, tan puros y libres de pecado. Eran como un libro en blanco, llenos de infinitas posibilidades, de páginas y páginas aún por descubrir en las que no se había escrito ni una sola línea. La tinta no había tocado sus inmaculados capítulos. Así era ella.

Se detuvo, alto y delgado, cerca de su cama. Cerró los puños. Estaba enfadado y asqueado a un mismo tiempo, porque le resultaba terrible que aquella criatura hubiera caído en manos de unos padres como aquéllos. Era injusto que la hubiesen mantenido alejada del sendero de Dios y la hubiesen privado de la gloria que le pertenecía por derecho. Cerró los ojos unos instantes, dándose cuenta de lo providencial que había sido aquella luz en mitad de la noche. Era, sin duda, una señal enviada por Él, para que reparara el daño que aquellos infames habían ocasionado a aquella niña. Así que se santiguó, conmovido por Su infinita bondad, y la miró dulcemente.

No temas, pequeña, pensó. Ya estoy aquí. Yo te conduciré hasta Él y vivirás libre de pecado en la morada celestial, para siempre jamás.

Luego, apoyó una rodilla en el colchón y la tela negra y raída de su sotana los envolvió.

25.

LA INESPERADA VICTORIA DEL GENERAL EDGARDO

– ¿Dónde…?, ¿dónde está Abraham?

Susana miraba alrededor, buscando entre los rostros de la gente que se congregaba. El jaleo había hecho que muchos salieran corriendo, pero otros habían acudido desde todos los rincones de las salas contiguas para ver qué ocurría. Un velo de miedo cubría sus facciones sorprendidas, pero el hecho de que la puerta estuviera de nuevo cerrada les había tranquilizado un poco.

Sin embargo, nadie respondió a su pregunta.

– Susi… -susurró José-. Creo que no ha entrado.

Susana se dirigió a Alma y la enfrentó.

– ¿Dónde está Abraham? -chilló.

Alma retrocedió un paso, negando con la cabeza.

– Hace tiempo que no le veo… -dijo.

Está fuera, pensó José. Dios mío, se ha quedado fuera con los zombis y el humo. Y tan pronto ese conocimiento prendió en su mente, el caballo de la tensión volvió a desbocarse en su interior.

Susana fue más rápida. Tomó el pomo de la puerta y lo hizo girar. La hoja se abrió violentamente.

La Niebla del Infierno penetró otra vez en la habitación. Susana apenas tuvo tiempo para cubrirse la zona de la nariz y la boca con el ángulo del brazo. Demasiado tarde se daba cuenta de que ni siquiera llevaba ya su rifle: lo había perdido cuando creía que moriría asfixiada en un lugar que parecía una especie de limbo, rodeada de un humo tan denso que era difícil saber en qué dirección mirabas. Lo que veía a través de la puerta continuaba teniendo el mismo aspecto. Era como asomarse al fin del mundo: el color verde grisáceo del humo, iluminado por la luz de la luna, adquiría una tonalidad ligeramente iridiscente. No era algo que tuviera delante; más bien parecía la ausencia de cosas, y esa sensación óptica le procuraba una cualidad aterradora.

Susana dio un paso dubitativo, pero la garganta comenzó a protestar casi al instante. No es humo, se dijo. Es algo más. Lo comprendió tan pronto la laringe empezó a irritarse, provocándole un picor desmesurado. Cuando los primeros accesos de tos llegaron, supo con certeza que salir a buscarle era un suicidio.

– ¡Abraham! -gritó entonces-. ¡Abraham!

Pero en el interior del antiguo convento, las cosas tampoco se desarrollaban favorablemente. Cuando el humo verde empezó a penetrar otra vez en la sala, la gente armó un revuelo tremendo. José se interpuso, adoptando una actitud agresiva. Él era fuerte, si bien no demasiado alto, pero contaba con la nada desdeñable ventaja de estar bien alimentado y en forma. Sabía que podría rechazar a unos cuantos antes de que lo redujeran, si se diera el caso. Sin embargo, por el momento, todos aquellos hombres y mujeres parecían conformarse con hacer aspavientos y levantar puños amenazantes.

Pero ¿hasta cuándo?

– ¡Abraham! -gritaba Susana, ahora haciendo visibles esfuerzos por contener la tos.

Entonces algo se movió entre la niebla.

Susana se congeló en el sitio, intentando divisar entre los espesos jirones que se enredaban sobre sí mismos, formando artísticas formas enroscadas.

– Abraham… -dijo, pero se detuvo.

De pronto, la duda se apoderó de ella, retorciendo su corazón hasta que exprimió algunas gotas de la más pura esencia de miedo que había conocido jamás. Recordó a los espectros vagando a algunos metros, y se mordió la lengua, preguntándose si había hecho bien gritando. Pero un instante después, la impotencia regresaba como un rayo resplandeciente y sentía el impulso incontenible de llamar a Abraham de nuevo, para ofrecerle alguna indicación de hacia dónde debía dirigirse.