Aunque estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta y lucía un impresionante estómago y una doble hilera de joyas, O'Brien conservaba las huellas de sus años mozos en los muelles del West Side. Cicatrices en los nudillos y en un lado del cuello… y una nariz rota que nunca había sido recompuesta correctamente. En 1966 era un don nadie de veintidós años, como a él le gustaba decir cuando contaba la historia, que sólo pensaba en las mujeres y en la bebida, aficiones que se costeaba trabajando un par de días a la semana en los muelles como descargador. Pero a raíz de una pelea en la que se vio mezclado en el Shamrock Bar and Grill, la vida había cambiado para él. Mientras convalecía en St. Vincent's (la nariz había curado rápidamente, pero se había fracturado el cráneo contra el suelo), había meditado a fondo sobre su pasado y había decidido hacer algo para mejorar. Nunca añadía lo que había hecho cuando contaba la historia, pero era del dominio público que había andado en tratos con políticos de dudosa reputación, había comerciado con artículos robados en los muelles, y había hecho otras cosas que era mejor no mencionar al alcance de su oído. En cualquier caso, sus nuevas actividades resultaron mucho más lucrativas que la descarga en los muelles, y nunca se había arrepentido de haberse dedicado a ellas. Con su metro ochenta y cinco de estatura, y envuelto en una inmensa bata de colores chillones que le confería un aspecto de elefante de circo, podría haber resultado ridículo, pero no era así. Habla visto demasiadas cosas, hecho demasiadas cosas, estaba demasiado seguro de su poder para que se riesen de él… ni siquiera cuando movía los labios y fruncía la frente profundamente concentrado mientras deletreaba el telegrama.
—Espera un momento, quiero sacar una copia de esto —dijo, cuando llegó al final. Billy asintió, alegrándose de poder esperar en el refrigerado vestíbulo, lujosamente decorado—. ¡Shirl! —gritó O'Brien—. ¿Dónde diablos está el bloc?
Desde detrás de la puerta situada a la izquierda llegó una respuesta ininteligible, y O'Brien la abrió y entró en la habitación. Los ojos de Billy le siguieron maquinalmente a través del iluminado umbral basta el lecho de blancas sábanas y la mujer tumbada allí.
Estaba vuelta de espaldas, desnuda, con los cabellos rojizos desparramados sobre la almohada y una piel de color rosa pálido con un bosque de pecas oscuras a través de los hombros. Billy Chung permaneció inmóvil, conteniendo la respiración: ella estaba a menos de tres metros de distancia. La mujer cruzó una pierna encima de la otra, acentuando la hinchada redondez de sus nalgas. O'Brien estaba hablando con ella, pero las palabras llegaban a oídos de Billy como sonidos desprovistos de significado. Luego, ella rodó sobre sí misma hacia la puerta abierta y le vio.
Billy no podía hacer nada, no podía moverse ni podía apartar los ojos. Ella vio que él la miraba.
La muchacha que estaba en la cama le sonrió, luego alargó un esbelto brazo hacia la puerta, sus senos se irguieron llenos y redondos, con las puntas sonrosadas… la puerta giró sobre sus goznes y la muchacha desapareció.
Cuando O'Brien abrió la puerta y salió, al cabo de unos instantes, la muchacha ya no estaba en la cama.
—¿Alguna respuesta? —preguntó Billy mientras tomaba la tablilla. ¿Sonaría su voz tan rara a oídos de aquel hombre como le sonaba a él mismo?
—No, ninguna respuesta —dijo O'Brien mientras abría la puerta del vestíbulo. El tiempo parecía moverse ahora lentamente para Billy, vio claramente cómo se abría la puerta, la brillante lengua de la cerradura, la pieza plana de metal en la pared con los cables colgando. ¿Por qué era importante aquello?
—¿No va a darme usted una propina, señor? —preguntó, sólo para permanecer allí un momento más.
—Lárgate, muchacho, antes de que te dé un puntapié en el trasero.
Billy estaba en el rellano, y el calor le afectó mucho más saliendo del refrigerado apartamento, un calor que era especialmente intenso en la parte inferior de su cuerpo, la misma clase de sensación que había experimentado la primera vez que estuvo cerca de una muchacha; apoyó su cabeza contra la pared. Ni siquiera en las fotografías que circulaban por ahí había visto nunca una muchacha como esta. Y todas sus aventuras amorosas se habían desarrollado a media luz o completamente a oscuras, con mujeres de piernas delgadas, piel grisácea, tan sucias como él, con ropa interior ajada.
Desde luego. Una sola cerradura en la puerta interior protegida por la alarma antirrobo situada en la parte superior. Pero la alarma estaba desconectada, él había visto los cables sueltos. Había aprendido cosas como esta cuando Sam-Sam era el jefe de los Tigres, habían penetrado en tiendas y efectuado un par de robos antes de que los polis se cargaran a Sam-Sam. Una buena ganzúa abriría aquella puerta en un par de segundos. Pero… ¿qué tenía que ver eso con la muchacha? Ella había sonreído, ¿no? Y podía estar allí esperando cuando el viejo bastardo se marchara a trabajar.
Era una idea descabellada y Billy lo sabía, la muchacha no podía tener ningún trato con él. Pero, ¿había sonreído? El apartamento era algo distinto, un trabajo rápido antes de que arreglaran la alarma, él conocía la topografía del edificio… si existía algún medio para eludir a los gorilas de la puerta principal. Esto no tenía nada que ver con la muchacha, esto era por dinero. Bajó despacio la escalera y miró cuidadosamente antes de doblar la esquina en la planta baja y descender apresuradamente al sótano.
Había que probar fortuna. No encontró a nadie, y en la segunda habitación en la que entró descubrió una ventana que también tenía encima de ella un sistema de alarma desconectado. Tal vez todo el edificio estaba en las mismas condiciones, a causa de una avería general o algo por el estilo. El motivo era lo de menos. La ventana estaba cubierta de polvo y Billy se irguió sobre las puntas de los pies y dibujó un corazón en la película de polvo, de modo que pudiera reconocerla desde el exterior.
—Has tardado mucho —le dijo el portero cuando se presentó delante de él.
—He tenido que esperar mientras el señor O'Brien copiaba el mensaje y escribía una respuesta; no podía hacer otra cosa —mintió a medias Billy, con insospechado desparpajo.
El portero no le pidió que le enseñara la tablilla. El rastrillo se abrió con un siseo neumático, y Billy cruzó el vacío puente levadizo hacia la oscura atestada, sucia y sofocante calle.
III
Tras el leve zumbido del acondicionador de aire, un sonido tan regular que el oído lo aceptaba y dejaba de percibirlo, palpitaba el estruendo de la ciudad exterior, latiendo como un gran pulso, más sentido que oído. A Shirl le gustaba aquello, le gustaba su lejanía y la sensación de seguridad que le infundían la noche y el espesor de las paredes. Era tarde, los números forforescentes del reloj marcaban las 3:24, y cambiaron silenciosamente a las 3:25 mientras ella miraba. Cambió de postura en la ancha cama, y al lado de ella Mike se removió y murmuró algo en sueños; Shirl permaneció completamente inmóvil, esperando que Mike no se despertara. Al cabo de unos instantes Mike pareció sosegarse, tiró de la sábana hasta cubrir sus hombros, su respiración volvió a hacerse lenta y regular, y Shirl se relajó. El movimiento del aire estaba secando el sudor de su piel, una sensación de frescor a lo largo de su destapado cuerpo extrañamente satisfactoria. Antes de que Mike se metiera en la cama y la despertara, Shirl había dormido unas cuantas horas, y eso parecía ser suficiente. Moviéndose despacio, se levantó y fue a situarse delante del chorro de aire, de modo que la corriente diese de lleno en su cuerpo. Deslizó sus manos sobre su piel, parpadeando al tocar sus doloridos senos. Mike era siempre demasiado rudo, y Shirl tenía una clase de piel particularmente sensible: mañana estaría llena de cardenales, y tendría que abusar del maquillaje para disimularlos. Mike se ponía furioso si la veía con magulladuras, aunque nunca parecía pensar en ello cuando la estaba lastimando. Encima del acondicionador de aire las cortinas estaban ligeramente entreabiertas, y a través de la grieta penetraba la oscuridad de la ciudad, las luces ampliamente separadas como ojos de animales; Shirl cerró rápidamente las cortinas, disponiéndolas de modo que no volvieran a abrirse.