Shirl no le contestó, nunca lo hacía. Schimdt alzó la mirada del mostrador, y a su rostro asomó una sonrisa ancha, porcina.
—Buenos días, encanto. ¿Vienes a buscar algo bueno para el señor O'Brien? —inquirió, apoyando sobre el mostrador sus manos grandes y rojas, y su macizo cuerpo, envuelto en una bata blanca salpicada de sangre, reposó a medias contra el propio mostrador.
Shirl asintió, pero antes de que pudiera decir nada el guardián intervino:
—Enséñele la longaniza, señor Schmidt; apuesto a que a ella le gustará.
—No lo creo, Arnie; a Shirl no le hace falta longaniza precisamente.
Los dos hombres estallaron en una ruidosa carcajada, y Shirl trató de sonreír y repiqueteó con los dedos sobre el mostrador.
—Quiero un filete o un trozo de carne de vaca, si lo tiene —dijo, y los hombres rieron de nuevo. Siempre se comportaban igual, sabiendo hasta dónde podían llegar sin buscarse problemas. Sabían lo de Shirl y Mike, y nunca hacían ni decían nada que pudiera acarrearles disgustos con este último. Shirl le había hablado a Mike del asunto en una ocasión, pero en realidad no podía acusar a aquellos hombres de nada ofensivo, y Mike incluso se rió de una de sus bromas y le dijo a Shirl que sólo estaban bromeando y que no se preocupara, que no podía esperarse que un carnicero tuviera unos modales refinados.
—Mira esto, Shirl —dijo Schmidt, abriendo la puerta situada detrás de él y sacando un pequeño animal desollado—. Excelente carne de perro, muy tierno.
Tenía buen aspecto, pero no era lo que ella quería, de modo que no valía la pena perder el tiempo mirándola.
—Parece buena, pero ya sabes que al señor O'Brien le gusta la carne de vaca.
—Difícil de conseguir en estos tiempos, Shirl. —Schmidt rebuscó detrás de la puerta—. Hay problemas con los abastecedores, siempre están subiendo el precio, ya sabes lo que pasa. Pero el señor O'Brien ha sido cliente mío por espacio de diez años, y mientras pueda procuraré servirle. ¿Qué te parece esto? —cerró la puerta y se volvió, mostrando un pequeño trozo de carne con un delgado borde de grasa blanca.
—Parece muy buena.
—Pesa poco más de medía libra. ¿Hay suficiente?
—Justo lo que quería.
Schmidt sacó el trozo de carne de la balanza y empezó a envolverlo en un pliofilm.
—Sólo te costará veintisiete noventa.
—¿No es… mucho más caro que la última vez?
Mike siempre se estaba quejando de que gastaba demasiado dinero en la compra, como si ella fuera responsable de los precios, pero no obstante insistía en comer carne.
—Todo está por las nubes, hija mía. Pero te diré lo que voy a hacer: dame un beso, y te descontaré los noventa centavos. Tal vez incluso te daré un trozo de mi propia carne… —el guardián y él estallaron en otra estruendosa carcajada. Era sólo una broma, como decía Mike, y tenía que aceptarla sin enfadarse. Sacó el dinero de su bolso.
—Aquí tiene, señor Schmidt: veinte… veinticinco… veintiocho —sacó la diminuta pizarra de su bolso, escribió el precio en ella, y la colocó junto al dinero. Schmidt la miró y luego garabateó la inicial S debajo con un trozo del pizarrín azul que siempre utilizaba. Cuando Mike se quejara del precio de la carne le enseñaría esto, no porque sirviera de nada.
—Diez centavos de vuelta —sonrió Schmidt, empujando la moneda a través del mostrador—. Espero volver a verte pronto, Shirl —añadió, mientras ella cogía el paquete y echaba a andar hacia la puerta.
—Sí, muy pronto —dijo el guardián, al tiempo que abría la puerta sólo lo suficiente para que Shirl pudiera deslizarse a través de ella. Mientras Shirl salía, el guardián le acarició el trasero con la mano. La puerta volvió a cerrarse, cortando en seco la risotada del hombre.
—¿A casa, ahora? —preguntó Tab, cogiendo el paquete de manos de Shirl.
—Sí… y tomaré un taxi también.
Tab la miró a la cara y empezó a decir algo, pero cambió de idea.
—Un taxi, de acuerdo. —Echó a andar hacia la calle, seguido de Shirl.
Una vez en el taxi, Shirl se sintió mejor. Aquellos dos hombres se habían comportado como cerdos, pero no peor que de costumbre, y ella no tendría que volver allí hasta la semana próxima. Y, como decía Mike, no podía esperarse que un carnicero tuviera unos modales refinados. ¡Casi daban risa con sus verdulerías más propias de colegiales! Y tenían buena carne, no como algunos de los otros. Después de preparar los filetes para Mike freiría un poco de harina de avena en la grasa, resultaría buena. Tab la ayudó a apearse del taxi y cogió el capazo de la compra.
—¿Quiere que suba esto?
—Será mejor… y podrías poner dentro los botellines vacíos. ¿Hay algún lugar en la habitación del guardián donde puedas dejarlos de modo que mañana no los olvidemos?
—Desde luego, Charlie tiene un armario cerrado que nosotros utilizamos, puedo dejarlos allí.
Charlie sostuvo la puerta mientras entraban, y el vestíbulo resultaba casi fresco llegando del calor de la calle. No hablaron mientras subían en el ascensor. Shirl rebuscó la llave en su bolso. Tab se adelantó a ella en el rellano y abrió la puerta exterior, pero se paró de un modo tan brusco que Shirl estuvo a punto de chocar con él.
—Por favor, ¿quiere esperar un momento aquí, señorita Shirl? —dijo Tab en voz baja, dejando silenciosamente el capazo de la compra en el suelo, contra la pared.
—¿Qué pasa…? —empezó a decir Shirl, pero Tab se llevó un dedo a los labios y señaló la puerta interior.
Estaba un par de centímetros abierta, y había una profunda estría en la madera. Shirl no sabía lo que significaba aquello, pero no podía ser nada bueno, porque Tab se había agachado ligeramente, con el puño con la nudillera de hierro levantado ante él, y abrió la puerta y entró en el apartamento con aquella cautelosa actitud.
No fue muy lejos y no se oyó ningún sonido, pero cuando regresó iba muy erguido y su rostro estaba desprovisto de toda expresión.
—Señorita Shirl —dijo—, preferiría que no entrara, pero creo que será mejor que eche una mirada al dormitorio.
Ahora Shirl estaba asustada, sabiendo que había ocurrido algo terrible, pero le siguió obedientemente a través del cuarto de estar y hasta el dormitorio.
Extrañamente, creyó que estaba allí de pie, sin hacer nada, cuando oyó el grito… hasta que descubrió que era su propia voz, que era ella la que estaba gritando.
IV
Mientras fue de noche, Billy Chung había encontrado soportable la espera. Se había acurrucado en un rincón contra la fría pared del sótano, y casi se había adormilado. Pero cuando detectó las grisáceas premoniciones del alba en la ventana sintió un repentino espasmo de miedo que fue haciéndose más agudo a medida que transcurría el tiempo. ¿Le descubrirían ocultándose aquí? La noche anterior había parecido muy fácil, y todo había salido bien. Igual que cuando los Tigres habían llevado a cabo aquellos trabajos. Había sabido dónde comprar una antigua llanta de hierro sin que le hicieran preguntas, y por diez centavos más afilaron la punta. La parte más difícil había sido cruzar el foso que rodeaba el edificio, pero nadie le había visto, y estaba seguro de que nadie estaba mirando cuando había abierto la ventana del sótano con la llanta de hierro. No, si alguien le hubiera visto, en estos momentos ya le habrían atrapado. Pero tal vez a la luz del día podrían localizar las huellas del escalo en la ventana… Se estremeció al pensarlo, y tuvo repentina consciencia de los fuertes latidos de su corazón. Tuvo que obligarse a sí mismo a abandonar el rincón sumido en sombras y avanzar lentamente a lo largo de la pared hasta llegar junto a la ventana, tratando de mirar a través de la película de polvo del cristal. Antes de cerrar la ventana detrás de él había frotado con saliva y hollín las marcas que había dejado la llanta de hierro; pero, ¿las habría disimulado? El único lugar transparente de la ventana era el corazón que había dibujado en el polvo, y doblando el cuello en un ángulo inverosímil logró ver que las muescas astilladas tenían un color oscuro. Profundamente aliviado, regresó rápidamente a su rincón, pero al cabo de unos instantes sus temores volvieron a hacerse presentes, más fuertes que nunca.