La luz del día estaba penetrando ahora a través de la ventana: ¿cuánto tardarían en descubrirle? Si alguien entraba por la puerta lo único que tenía que hacer era mirar hacia el rincón para verle; el pequeño montón de tablas viejas y llenas de telarañas detrás del cual se encontraba no le ocultaba del todo. Temblando de miedo, apoyó la espalda contra la pared de hormigón con tanta fuerza que su áspera superficie lastimó su carne a través de la delgada tela de su camisa.
No existía ningún método para medir esta clase de tiempo. Para Billy, cada minuto parecía interminable… y al mismo tiempo tenía la impresión de que había pasado toda una vida en aquel sótano. En un momento determinado se acercaron unos pasos… luego se alejaron… y durante aquellos breves segundos descubrió que el miedo que había experimentado antes había sido un simple aperitivo. Tendido allí, temblando y sudando al mismo tiempo, se odió a sí mismo por su debilidad, pero no podía hacer nada para evitarlo. Sus dedos nerviosos escarbaron en una antigua costra en su espinilla hasta arrancarla, y la herida empezó a sangrar. Apretó contra ella el trapo que le servía de pañuelo, y los segundos se deslizaron lentamente.
Decidirse a abandonar el sótano resultó todavía más difícil que permanecer en él. Tenía que esperar a que los inquilinos del apartamento salieran a realizar sus tareas cotidianas… suponiendo que las tuvieran. Otra cuchillada de miedo. Tenía que esperar, pero sólo podía calcular la hora mirando el ángulo del sol a través de la opaca ventana y escuchando el sonido del tráfico en la calle. Finalmente, llegó a convencerse a si mismo de que el camino estaba despejado para salir. Introdujo la llanta de hierro en el interior de la pretina de su pantalón corto, donde no podía ser vista, y se sacudió la mayor cantidad posible de polvo antes de hacer girar el pomo de la puerta.
Voces y el sonido de un martilleo llegaron desde alguna parte lejana del sótano, pero Billy no vio a nadie en el camino hacia la escalera. Mientras subía el tercer tramo oyó unos pasos rápidos que descendían hacia él, y retrocedió rápidamente para ocultarse en el rellano del segundo piso hasta que los pasos dejaron de oírse. Esta fue la última alarma, y un minuto después Billy estaba en el quinto piso, contemplando de nuevo el apellido O'Brien en letras doradas.
—Me pregunto si ella estará en casa —susurró casi en voz alta, y sonrió para sus adentros—. Ella puede acarrearte un disgusto… y lo que tú necesitas es dinero —añadió, pero su voz era ronca. Persistía el recuerdo de aquellos senos redondos, irguiéndose hacia él.
Cuando se abría la puerta exterior sonaba alguna señal dentro del apartamento, eso era lo que había ocurrido la noche anterior. Algo muy conveniente, ya que Billy tenía que asegurarse de que no había nadie dentro antes de pasar a la acción. Reuniendo todo su valor, empujó la puerta y penetró en el pequeño vestíbulo, volviendo a cerrarla detrás de él y apoyando su espalda contra la recia madera.
Podía haber alguien en el apartamento. Al pensarlo, notó que su rostro se humedecía, y se apartó rápidamente del campo visual de la mirilla de la puerta interior. Si ella me pregunta diré algo acerca de la Western Union, acerca de un mensaje. Las paredes del pequeño y vacío vestíbulo parecían cerrarse contra él, y esperó con el corazón palpitante, temiendo oír de un momento a otro el crujido del altavoz.
Permaneció silencioso. Billy trató de calcular cuánto duraba un minuto, contó hasta sesenta, supo que había contado demasiado aprisa y volvió a contar.
—Hola —dijo, y por si el circuito de TV no funcionaba llamó con los nudillos, tímidamente al principio, luego con más fuerza a medida que aumentaba su confianza—. ¿No hay nadie en casa? —inquirió.
Silencio. Entonces, Billy sacó la llanta de hierro y deslizó la punta afilada a través de la jamba de la cerrada puerta, inmediatamente por debajo del pomo. Cuando la hubo introducido lo más lejos que pudo, empujó fuertemente hacia arriba con las dos manos. Se oyó un leve chasquido y la puerta se abrió. Billy penetró en el apartamento, casi de puntillas, preparado para dar media vuelta y echar a correr.
El aire era frío, y el silencioso apartamento estaba sumido en una semipenumbra. Delante de él, al final del largo vestíbulo, Billy pudo ver una habitación y parte de un oscuro televisor. A su izquierda se hallaba la puerta del dormitorio, al otro lado de la cual se encontraba la cama en la que ella había estado tumbada. Tal vez todavía estaba allí, dormida, entraría y no la despertaría inmediatamente, sino que… Billy se estremeció. Pasando la llanta de hierro a su mano izquierda, abrió lentamente la puerta.
Sábanas arrugadas, revueltas y vacías. Billy pasó junto a la cama y no volvió a mirarla. ¿Qué otra cosa había esperado? Una muchacha como aquélla no querría saber nada de alguien como él. Maldiciendo en voz baja, abrió el cajón superior del gran tocador, violentándolo con el hierro. Estaba lleno de fina ropa interior, de color rosa y blanco e increíblemente suave al tacto. Billy la tiró al suelo.
Uno a uno abrió todos los demás cajones, esparciendo su contenido por el suelo, pero apartando a un lado las prendas que sabía que podría vender a buen precio en el zoco. Un ruido repentino hizo que cobrara de nuevo vida el miedo que había sido momentáneamente desplazado por la rabia, y Billy se inmovilizó. Tardó un largo rato en identificarlo como la vibración del agua en una cañería, en alguna parte de la pared. Se relajó un poco, recobró el control de sí mismo y, por primera vez, vio el joyero en un extremo del tocador.
Billy lo tenía en la mano y estaba contemplando los alfileres y las pulseras, preguntándose si eran joyas auténticas y cuánto podría obtener por ellas, cuando la puerta del cuarto de baño se abrió y Mike O'Brien entró en el dormitorio.
De momento no vio a Billy. Se quedó parado con la boca abierta ante el espectáculo del tocador violentado y las ropas esparcidas por el suelo. Vestía una bata salpicada de oscuras manchas de agua, y se estaba secando el pelo con una toalla. Luego vio a Billy, rígido de terror, y tiró la toalla a un lado.
—¡Maldito bastardo! —rugió—. ¿Qué diablos estás haciendo aquí?
Era como una montaña de muerte acercándose, con el rostro enrojecido por la ducha y todavía más por la rabia. Sobrepasaba en dos cabezas la estatura de Billy, había músculo debajo de la grasa de sus carnosos brazos, y lo único que deseaba hacer era destrozar al muchacho.
Mike se lanzó hacia adelante con las dos manos extendidas, y Billy notó la pared contra su espalda. Había algo pesado en su mano derecha y, cegado por el pánico, lo proyectó hacia adelante, golpeando salvajemente. Apenas se dio cuenta de lo que había ocurrido cuando Mike cayó a sus pies, sin proferir un solo sonido, únicamente el ruido de su pesado cuerpo al chocar contra el suelo.
Los ojos de Michael J. O'Brien estaban abiertos y miraban fijamente, pero no veían nada. La llanta de hierro le había golpeado en la sien, y la afilada punta se había hundido en el hueso, alcanzando el cerebro. La muerte había sido instantánea. Había muy poca sangre, ya que la llanta de hierro había quedado clavada en la herida.