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Sólo por casualidad, por una afortunada concatenación de circunstancias, Billy no fue capturado ni reconocido cuando abandonaba el edificio. Huyó ciegamente, aterrorizado, y no encontró a nadie en la escalera, pero equivocó el camino, y cuando quiso darse cuenta se encontró cerca de la entrada de servicio. Un nuevo inquilino iba a ocupar uno de los apartamentos y al menos una veintena de hombres, vestidos con la misma clase de prendas remendadas que llevaba Billy, estaban transportando muebles al interior del edificio. El uniformado portero de servicio controlaba únicamente a los hombres que entraban, y no prestó ninguna atención cuando Billy salió detrás de dos de los transportistas que acababan de dejar su carga.

Billy se encontraba casi en el muelle, cuando cayó en la cuenta de que en su huida lo había dejado todo atrás. Apoyó su espalda contra una pared y se deslizó lentamente hacia abajo, hasta quedar sentado sobre sus talones, jadeando de agotamiento y tratando de secar el sudor que formaba una especie de cortina delante de sus ojos a fin de poder comprobar si alguien le había estado siguiendo.

Nadie le prestaba la menor atención, había logrado escapar. Pero había matado a un hombre… absolutamente para nada. Un escalofrío recorrió su cuerpo, a pesar del calor,. y abrió la boca como si le faltase aire para respirar.

Absolutamente para nada, había cometido un asesinato absolutamente para nada.

V

—¿Así de sencillo? ¿Quiere que dejemos colgado todo lo que estamos haciendo y salgamos corriendo? —las furiosas preguntas del teniente Grassioli perdieron algo de su impacto cuando las terminó con un ruidoso eructo. Cogió un frasco de comprimidos blancos del cajón superior de su escritorio, dejó caer dos de ellos en su vaso, y los contempló con expresión de disgusto antes de introducirlos en su boca—. ¿Qué ha ocurrido allí? —Sus últimas palabras fueron acompañadas por un sonido seco y chirriante mientras masticaba los comprimidos.

—No lo sé, no me lo dijeron. —El hombre del uniforme negro se mantenía en posición de firmes, con una rigidez más bien exagerada, pero en sus palabras había un leve acento de insolencia—. No soy más que un mensajero, señor, me dijeron que fuera a la comisaría más próxima y entregara el siguiente mensaje: «Ha sucedido algo grave. Envíen inmediatamente un detective.»

—¿Se ha creído esa gente del Parque de Chelsea que puede dar órdenes al departamento de policía?

El mensajero no contestó, porque ambos sabían que la respuesta era sí y era preferible pasarla por alto. En aquellos edificios vivían muchos individuos importantes desde el punto de vista público y privado. El teniente parpadeó ante un pinchazo de dolor de su estómago.

—¡Que venga Rusch! —gritó.

Andy se presentó al cabo de unos instantes.

—¿Sí, señor?

—¿En qué está trabajando?

—Tengo un sospechoso, puede ser el tipo que ha estado pasando todos esos cheques falsos en Brooklyn, voy a…

—Olvídelo de momento. Acaba de llegar un informe, y quiero que se ocupe de él.

—No sé si podré hacerlo, señor…

—Si yo digo que puede hacerlo… lo hará. Esta es mi comisaría, Rusch, no lo olvide. Acompañe a este hombre e infórmeme personalmente cuando regrese —esta vez el eructo fue menos ruidoso, una especie de punto final.

—Su teniente tiene muy mal genio —dijo el mensajero cuando estuvieron en la calle.

—Cierre el pico —rezongó Andy, sin mirar al hombre. Había pasado otra mala noche, y estaba cansado. Y la ola de calor no remitía; el sol era casi insoportable cuando salieron de la sombra de la autopista elevada y se encaminaron hacia el norte. Andy parpadeó ante el resplandor, y notó el principio de una jaqueca latiendo en sus sienes. Había basura bloqueando la acera, y la apartó a un lado furiosamente, a puntapiés. Doblaron una esquina y se encontraron de nuevo a la sombra; las almenas y los torreones de los edificios de apartamentos se erguían como un acantilado delante de ellos. Andy olvidó su jaqueca mientras cruzaban el puente levadizo; sólo había estado dentro de aquel lugar una vez, sin pasar del vestíbulo. La puerta se abrió antes de que llegaran a ella, y el portero se hizo a un lado para dejarles pasar.

—Policía —dijo Andy, mostrando su placa al portero—. ¿Qué ha pasado aquí?

El hombre no contestó en seguida, limitándose a volver la cabeza siguiendo al mensajero en retirada hasta que éste estuvo fuera del alcance de su voz. Entonces se lamió los labios y susurró:

—Un asunto feo. —Trataba de aparecer deprimido, pero sus ojos brillaban de excitación—. Se trata de un crimen… han asesinado a alguien.

Andy permaneció impasible; en Nueva York se cometían siete asesinatos diarios, por término medio, y no era infrecuente que la cifra llegara a diez.

—Vamos a ver qué ha sido eso —dijo, y siguió al portero hacia el ascensor.

—Ha sido aquí —dijo el portero, abriendo la puerta exterior del apartamento 41-E; una ráfaga de aire refrescó el rostro de Andy.

—Esto es todo —le dijo al decepcionado portero—. Yo me encargaré del asunto.

Penetró en el vestíbulo, e inmediatamente observó las muescas en la jamba de la puerta interior; miró más allá de ellas, hacia las sillas en las que estaban sentadas dos personas. En el suelo había un capazo de la compra, apoyado contra la silla más próxima.

Los rostros de aquellas dos personas tenían una expresión muy parecida, con sus ojos desorbitados, todavía bajo los efectos del repentino impacto de lo absolutamente inesperado. La joven era una atractiva pelirroja, con una hermosa y larga cabellera y una tez suave y sonrosada. Cuando el hombre se puso rápidamente de pie, Andy vio que era un guardaespaldas, un robusto negro.

—Soy el detective Rusch, de la Comisaría 12-A.

—Me llamo Tab Fielding, y esta es la señorita Greene: ella vive aquí. Al regresar de la compra, hace unos instantes, me di cuenta de que la puerta interior había sido forzada. Me adelanté y entré allí —señaló con el pulgar una puerta cercana, cerrada—. Encontré al señor O'Brien. La señorita Greene entró un minuto después y también le vio. Registré todo el apartamento pero no había nadie. La señorita Shirl… la señorita Greene, se quedó en el vestíbulo mientras yo iba a llamar a la policía, y no nos hemos movido de aquí desde entonces. No hemos tocado nada.

Andy contempló pensativamente a la pareja, y sospechó que la historia era cierta; podía ser comprobada fácilmente interrogando al ascensorista y al portero. Sin embargo, no podía correr ningún riesgo.

—Hagan el favor de acompañarme.

—Yo no quiero entrar —se apresuró a decir la joven, retorciéndose nerviosamente las manos—. No quiero volver a verle con ese aspecto.

—Lo siento, pero temo que no puedo dejarla sola aquí.

Ella no discutió más, se puso en pie lentamente y alisó las arrugas de su vestido gris. Una muchacha muy guapa, pensó Andy mientras ella caminaba a su lado. El guardaespaldas abrió la puerta, y Andy siguió a la pareja al interior del dormitorio. Manteniendo el rostro vuelto hacia la pared, la muchacha entró rápidamente en el cuarto de baño y cerró la puerta detrás de ella.

—Está muy afectada —dijo Tab, siguiendo la mirada del detective—. No es una chica blandengue, pero no se le puede reprochar que no desee ver al señor O'Brien en ese estado.

Por primera vez, Andy miró al cadáver. Los había visto mucho peores. Michael O'Brien resultaba tan impresionante muerto como lo había sido en vida: tendido boca arriba, con los brazos y las piernas extendidas, los ojos abiertos y vidriados en una mirada fija. Tenía un hierro clavado en un lado de la cabeza, y un hilo de sangre oscura discurría por su mejilla hasta el suelo. Andy se arrodilló y tocó la piel desnuda de su antebrazo; estaba muy fría. El aire acondicionado tendría algo que ver con aquello. Se incorporó y fijó su mirada en la puerta del cuarto de baño.