La voz de Tab llegó desde el umbral de la puerta.
—Cuando toqué el cuerpo del señor O'Brien todavía estaba caliente. Quienquiera que le mató tuvo que hacerlo muy poco antes de nuestra llegada…
Vaya a sentarse y no vuelva a asomar la nariz aquí —exclamó Andy bruscamente, sin volver la cabeza. Bebió un sorbo de agua helada y se preguntó por qué estaba tan excitado. Quienquiera que hubiese liquidado a Big Mike le había hecho un favor a la ciudad. Todas las probabilidades estaban en contra de que lo hubiera hecho esta muchacha. ¿Cuál podría haber sido el motivo? la miró fijamente y ella captó su mirada y volvió la cabeza, tirando al mismo tiempo de su falda sobre sus rodillas.
—Lo que yo crea no tiene importancia —dijo, pero las palabras no le dejaron satisfecho ni siquiera a él mismo—. Mire, señorita Greene, soy un simple policía cumpliendo con su obligación. Dígame lo que quiero saber, para que pueda anotarlo y transmitirlo al teniente, para él pueda redactar un informe. Personalmente, no creo tenga usted nada que ver con este asesinato, pero todos modos tengo que formular las preguntas.
Fue la primera vez que la vio sonreír, y le gustó. Fue una sonrisa ancha y amistosa, que arrugó su naricita. Era una muchacha encantadora y saldría adelante, sí, conquistaría a alguien cargado de dólares. Andy inclinó la mirada hacia su cuaderno de notas y trazó una gruesa raya debajo de Big Mike.
Tab cerró la puerta detrás de Andy cuando el detective se marchó, y esperó unos minutos para asegurarse de que no iba a presentarse de nuevo. Entró en el cuarto de estar y se situó de modo que pudiera vigilar la puerta del vestíbulo y saber inmediatamente si alguien la abría.
—Señorita Shirl, hay algo que debe usted saber.
Shirl andaba por su tercer trago largo, pero el alcohol no parecía producirle ningún efecto.
—¿De qué se trata? —preguntó con tono cansado.
—No intento inmiscuirme en sus asuntos personales, ni mucho menos, y no sé nada acerca del testamento del señor O'Brien…
—Deja de pensar en él, Tab. Lo he visto, y todo irá a parar a manos de su hermana. Ninguna mención para mí… y tampoco para ti.
—No estaba pensando en mí mismo —dijo Tab, fríamente, y la expresión de su rostro se endureció. Shirl lamentó inmediatamente haber pronunciado aquellas palabras.
—Por favor, no quería decir eso. Me estoy portando como una estúpida. Pero todo ha sido tan repentino, tan horrible… No te enfades conmigo, Tab, por favor…
—No tiene importancia, señorita Shirl —Tab sonrió antes de hurgar en su bolsillo—. Me hago cargo de su estado de ánimo. Bien, no tengo ninguna queja del señor O'Brien como patrono, pero le tenía mucho apego a su dinero. Quiero decir que no se distinguía por su esplendidez, precisamente. Antes de que llegara el detective registré la cartera del señor O'Brien. Estaba en su chaqueta. Dejé en ella unos cuantos dólares, pero cogí el resto. Aquí está —extendió su mano con un fajo de billetes doblados en ella—. Son de usted, tiene derecho a ellos.
—No puedo…
—Son suyos. Las cosas van a ponerse difíciles, Shirl. Usted va a necesitar este dinero más que la familia del señor O'Brien. No está anotado en ninguna parte. Tiene usted derecho a quedárselo.
Dejó el dinero sobre la mesa, y Shirl lo contempló en silencio.
—Supongo que debería quedármelo —murmuró finalmente—. Esa hermana suya tiene más que suficiente sin esto. Pero vamos a repartirlo…
—No —dijo Tab secamente, en el preciso instante en que un sordo zumbido anunciaba que alguien acababa de abrir la puerta exterior desde el rellano.
—Departamento de Hospitales —dijo una voz, y Tab pudo ver a dos hombres con uniformes blancos en la pantalla de TV instalada cerca de la puerta. Portaban una camilla.
Tab se dirigió hacia la puerta para que entraran.
VI
—¿Vas a estar mucho tiempo fuera, Charlie?
—Eso es asunto mío… limítate a ocupar mi puesto hasta que regrese —gruñó el portero, y miró al uniformado guardián con lo que a él le gustaba pensar que era una expresión castrense—. He visto un montón de botones dorados con mejor aspecto que esos.
—Por favor, Charlie, sabes que son de plástico. Si trato de frotarlos se desintegran.
En la jerarquía oficiosa de empleados del Parque de Chelsea, Charlie era el jefe indiscutido. No era una cuestión de salario —este constituía probablemente la parte menor de sus ingresos—, sino de situación y diligencia. Charlie era el que veía a los inquilinos más a menudo, y no perdía nada con esta ventaja. Sus contactos en el exterior de los edificios eran los mejores y podía conseguir cualquier cosa que los inquilinos desearan… pagándolo. Todos los inquilinos le apreciaban y le llamaban Charlie. Todos los empleados le odiaban y nunca había oído lo que le llamaban.
El apartamento de Charlie en el sótano iba unido al empleo; aunque el administrador hubiera quedado más que sorprendido ante el número de mejoras que habían sido introducidas en él. Un antiguo acondicionador de aire jadeaba y rebajaba la temperatura al menos diez grados. Dos décadas de muebles desechados y restaurados habían aportado un mescolanza de estilos y de colores, en tanto que las paredes estaban cubiertas con un impresionante número de armarios cerrados. Contenían una amplia colección de alimentos envasados y bebidas embotelladas. Charlie no consumía nada de todo aquello, sino que lo revendía a los inquilinos con un interesante margen comercial. La ausencia de contadores de agua y electricidad no era la menor de las mejoras; sin saberlo, la administración del edificio costeaba aquellos gastos de Charlie, los más importantes.
Se necesitaban dos llaves para abrir la puerta, y ambas estaban encadenadas a su cinturón. Entró y colgó cuidadosamente en el armario su chaqueta de uniforme, poniéndose a continuación una camisa de deporte limpia aunque muy remendada. El nuevo ascensorista estaba aún dormido en la ancha cama doble, y Charlie golpeó el armazón del lecho con su zapato del número catorce.
—Levántate. Entrarás de servicio dentro de una hora.
De mala gana, todavía medio dormido, el muchacho se arrastró fuera del. lecho y se quedó de pie, desnudo y delgado, rascándose los costados. Charlie sonrió al agradable recuerdo de la noche anterior y dio una cariñosa palmada en las flacas nalgas del muchacho.
—Vas a estar muy bien, niño —dijo—. Pórtate como es debido con el viejo Charlie, y Charlie cuidará de ti.
—Desde luego, señor Charlie, desde luego —dijo el muchacho, fingiendo un entusiasmo que no sentía. Aquel asunto era nuevo para él y no le gustaba demasiado, pero le había proporcionado el empleo. Sonrió tímidamente.
—Bueno, basta de charla —dijo Charlie, y propinó otra palmada al muchacho, pero esta vez lo bastante fuerte como para dejar una huella rojiza en la blanca piel—. Asegúrate de que la puerta queda bien cerrada cuando salgas, y mantén la boca cerrada sobre el empleo.
Charlie se marchó.
En la calle hacia mucho más calor de lo que había pensado, de modo que decidió tomar un taxi. El trabajo de esta mañana le dejaría una ganancia suficiente para una docena de taxis. Dos vehículos vacíos acudieron a su silbido, y Charlie despidió al primero porque el conductor estaba demasiado delgado: el portero tenía prisa y pesaba más de 100 kilos.
—Al edificio del Empire State. Entrada de la Calle Treinta y Cuatro. Y no te entretengas.
—¿Con este tiempo? —gruñó el conductor, irguiéndose sobre los pedales y poniendo en movimiento el crujiente armatoste—. ¿Quiere matarme, general?
—Muérete. Me tiene sin cuidado. Te daré un dólar por la carrera.