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—¿Quiere que me muera de hambre, también? Con no puedo llevarle ni a la Quinta Avenida.

Regatearon el precio durante la mayor parte del trayecto, avanzando a través de las atestadas calles, gritando para ser oídos por encima del interminable ruido de ciudad, un sonido al cual estaban tan acostumbrados los dos que ni siquiera lo percibían.

Debido a la escasez de energía eléctrica y a la falta de piezas de recambio, en el edificio del Empire State sólo funcionaba un ascensor, que además tenía su parada final en el piso veinticinco. Una vez allí había que continuar subiendo a pie. Charlie trepó dos tramos de escaleras y saludó al guardaespaldas sentado en el rellano del piso veintiséis. Había estado aquí anteriormente y el hombre conocía, al igual que los otros tres guardianes que vigilaban el rellano, uno de los cuales le abrió la puerta.

Con su blanca cabellera descendiendo hasta sus hombros, el Juez Santini recordaba mucho a un profeta del Antiguo Testamento. Pero no hablaba como uno de ellos.

—Mierda, esto es una mierda. Pago una fortuna por la harina para poder comer un buen plato de pasta y, ¿en qué la conviertes?

Apartó bruscamente el plato de fideos que tenía delante y frotó la salsa de sus labios con la amplia servilleta que había colgado del cuello de su camisa.

—He hecho lo que he podido —replicó su esposa. Era bajita y morena y veinte años más joven que él—. Si querías alguien que te hiciera los fideos a mano, tenias que haberte casado con una contadina del viejo país, analfabeta y con bigote. Yo nací en esta ciudad, en la Calle Mulberry, lo mismo que tú, y lo único que sé de los fideos es que se compran en la tienda de comestibles…

El estridente timbre del teléfono sonó en aquel momento, y la mujer se calló de golpe. Ambos miraron hacia el aparato que estaba sobre el escritorio, y luego la mujer dio media vuelta y salió apresuradamente de la habitación, cerrando la puerta tras ella. No había muchas llamadas aquellos días, y las pocas que llegaban eran siempre importantes y acerca de asuntos de los que ella prefería no enterarse. Rosa Santini disfrutaba de todos los lujos que la vida podía proporcionar, y lo que no supiera sobre los negocios de su marido no sería motivo de preocupación para ella.

El Juez Santini se puso en pie, volvió a secarse la boca y dejó la servilleta sobre la mesa. No se apresuró, a su edad ya no lo hacía, pero tampoco se mostró excesivamente moroso. Se sentó detrás del escritorio, cogió su bloc de notas y su estilográfica, y alargó la mano hacia el teléfono. Era un viejo aparato con el rajado mango sujeto con tiras de esparadrapo, cuyo cable estaba deshilachado y tenía varios empalmes.

—Santini al habla —dijo, y escuchó atentamente, desorbitando los ojos a medida que escuchaba—. ¡Mike… Big Mike… Dios mío!

Después de esto apenas dijo nada, solamente si y no, y cuando colgó el receptor sus manos estaban temblando.

Big Mike —dijo el teniente Grassioli, casi sonriendo; incluso un repentino latigazo de su úlcera, no le deprimió como de costumbre—. Alguien ha hecho un buen trabajo. —La llanta de hierro manchada de sangre estaba sobre el escritorio, delante de él, y la miró como si fuera una obra de arte—. ¿Quién lo hizo?

—Es probable que se trate de un robo con fractura que salió mal —dijo Andy, de pie al otro lado del escritorio. Consultó su cuaderno de notas, resumiendo rápidamente los detalles relevantes. Cuando terminó, el teniente Grassioli gruñó y señaló las huellas de polvo blanco en el extremo del hierro.

—¿Qué me dice de esto? ¿Alguna huella buena?

—Muy clara, teniente. El pulgar y los tres primeros dedos de la mano derecha.

—¿Alguna posibilidad de que el guardaespaldas o la chica liquidaran al viejo bastardo?

—Yo diría que una entre mil, señor. No tenían ningún motivo: O'Brien les daba de comer a los dos. Y parecían realmente afectados, no por la muerte en sí, sino por haber perdido su medio de vida.

Grassioli. dejó caer de nuevo la llanta de hierro en la bolsa y se la entregó a Andy a través del escritorio.

—Eso es bastante bueno. Tenemos un mensajero que irá a la OIC la semana próxima, de modo que envíe las huellas allí entonces y un breve informe sobre el caso. Redacte el informe detrás de la tarjeta de las huellas: sólo estamos a diez y casi hemos gastado toda nuestra ración de papel. Deberíamos acompañar las huellas de la pájara y del guardaespaldas… pero al diablo con ello, no tenemos tiempo. Archívelo, olvídese del asunto y vuelva al trabajo.

Mientras Andy tomaba una nota en su cuaderno sonó el teléfono; el teniente cogió el receptor. Andy no escuchó la conversación, y estaba a medio camino de la puerta cuando Grassioli cubrió el micrófono con la mano.

—No se marche, Rusch —dijo, y volvió a dedicar su atención al teléfono.

—Sí, señor, es cierto —dijo—. Parece indudable que alguien forzó la puerta con la intención de robar y utilizó la misma palanqueta para el asesinato. Una llanta de hierro con el extremo afilado. —Escuchó unos instantes y su rostro enrojeció—. No, señor, no lo sabemos. ¿Qué otra cosa podíamos hacer? Sí, eso es SOBORNO. No, señor. De acuerdo, señor. Tengo a alguien trabajando en el caso, señor.

—Hijo de puta —añadió el teniente, pero sólo después de haber colgado el receptor—. Se ha portado usted como un novato en este caso, Rusch. Vuelva a ocuparse de él y procure hacerlo mejor. Entérese de cómo entró el asesino en el edificio… y si realmente existió el robo con fractura. Tome las huellas dactilares de esos dos sospechosos. Envíe un mensajero a la Oficina de Identificación Criminal con las huellas y deles prisa. Quiero un informe sobre el asesino si está fichado. Muévase.

—No sabía que Mike tuviera amigos…

—Amigos o enemigos, me importa un pepino. Pero alguien nos está presionando, exigiendo resultados. De modo que resuelva esto lo antes posible.

—¿Solo, mi teniente?

Grassioli masticó el extremo superior de su estilográfica.

—No, quiero el informe en seguida. Llévese a Kulozik —eructó dolorosamente, y abrió el cajón en busca de los comprimidos.

Los dedos del detective Kulozik eran cortos y gruesos, y daban la impresión de que habían de ser torpes; en realidad eran muy ágiles y bajo preciso control. Sujetó el pulgar derecho de Shirl con firme presión y lo hizo rodar a través del baldosín barnizado en blanco, dejando una huella limpia y clara en el interior del recuadro marcado PULGAR. Luego, uno a uno, apretó el resto de los dedos de Shirl contra el tampón entintado y el baldosín hasta que todos los recuadros estuvieron llenos.

—¿Puede decirme su nombre, señorita?

—Shirl Greene, con una e al final. —Contempló las puntas de sus dedos manchadas de negro—. ¿Esto me convierte en una delincuente, con una ficha?

—Nada de eso, señorita Greene —Kulozik escribió cuidadosamente el nombre con un pincel delgado y grasiento en el espacio correspondiente en la parte inferior del baldosín—. Esas huellas no se hacen públicas, y sólo serán utilizadas en relación con este caso. ¿Puede decirme su fecha de nacimiento?

—Doce de octubre de 1977.

—Creo que es todo lo que necesitamos, por ahora —deslizó el baldosín en una caja de plástico juntamente con el tampón entintado.

Shirl fue a lavarse la tinta de las manos, y Steve estaba guardando en un estuche el equipo de huellas cuando zumbó el llamador de la puerta.

—¿Tienes las huellas de la muchacha? —preguntó Andy cuando hubo entrado.

—Todo listo.

—Bien, lo único que falta ahora son las huellas del guardaespaldas. Está esperando abajo, en el vestíbulo. Y he descubierto una ventana en el sótano que parece haber sido forzada; será mejor que compruebes si hay alguna huella allí. El ascensorista te dirá dónde está.