—Coge dos: hace mucho calor. Y no dejes la puerta abierta demasiado tiempo.
Andy abrió el pequeño refrigerador apoyado contra la pared y sacó rápidamente el envase de plástico de la margarina; luego dejó caer dos cubitos de hielo de la bandeja en un vaso y cerró la puerta de golpe. Llenó el vaso de agua del tanque de la pared y lo colocó sobre la mesa, junto a la margarina.
—¿Has comido ya? —preguntó.
—Lo haré contigo. Este cacharro debe estar ya sobrecargado.
Dejó de pedalear, y el chirrido fue extinguiéndose con una especie de lamento hasta que se desvaneció del todo.
Desconectó los cables del generador eléctrico montado en el eje trasero de la bicicleta y los enrolló cuidadosamente para dejarlos junto a las cuatro negras baterías de automóvil colocadas encima del refrigerador. Luego, después de secarse las manos en su manchada toalla-sarong empujó uno de los asientos de cuero, rescatados de un antiguo Ford 1975, y se sentó frente a Andy.
—He oído las noticias de las seis —dijo—. Los Ancianos están organizando otra marcha de protesta para hoy sobre la oficina central de beneficencia. ¡Ahí verás coronarias!
—No las veré, a Dios gracias, ya que no entro de servicio hasta las cuatro, y la Plaza de la Unión no pertenece a nuestro distrito. —Abrió el envase del pan y sacó una de las rojizas galletas de quince centímetros de lado; luego empujó el envase hacia Sol. Extendió una delgada capa de margarina sobre la galleta y dio un bocado, frunciendo la nariz mientras masticaba—. Creo que esta margarina se ha puesto rancia.
—¿Cómo puedes decir eso? —gruñó Sol, mordiendo a su vez una de las galletas, sin untaría—. Cualquier cosa fabricada con aceite de máquinas y esperma de ballena sabe a rancio desde el primer momento.
—Estás hablando como un naturista —dijo Andy, engullendo su galleta con la ayuda de un trago de agua fría—. Las grasas elaboradas con productos petroquímicos apenas tienen sabor, y sabes que ya no quedan ballenas, de modo que no pueden utilizar esperma: no es más que un buen aceite de clorela.
—Ballenas, plancton, aceite de arenque, todo es lo mismo. Sabe a pescado. Yo renuncio a la margarina para que no me salgan aletas. —Resonó un súbito repiqueteo de nudillos contra la puerta, y Sol gruñó—: Aún no son las ocho de la mañana, y ya vienen a por ti.
—Podría ser cualquier otra cosa —dijo Andy, dirigiéndose hacia la puerta.
—Podría serlo, pero no lo es: esa es la llamada del chico de los recados, y la conoces tan bien como yo, y te apuesto lo que quieras a que es él. ¿Ves?—. Asintió con lúgubre satisfacción cuando Andy abrió la puerta y vieron al flaco mensajero, con las piernas al aire, de pie en el oscuro rellano.
—¿Qué es lo que quieres, Woody? —preguntó Andy.
—No es azunto mío —ceceó Woody a través de sus desnudas encías. Aunque tenía poco más de veinte años, no había un solo diente en su boca—. El teniente dize que traiga, y yo traigo —Tendió a Andy la tablilla-mensaje con su nombre escrito en la parte exterior.
Andy la volvió hacia la luz y la abrió, leyendo la picuda caligrafía del teniente sobre el rectángulo de pizarra; luego cogió el pizarrín y garabateó sus iniciales detrás antes de devolvérselo al mensajero. Tras cerrar la puerta, volvió a sentarse a la mesa para terminar su desayuno, con el ceño fruncido.
—No me mires así —dijo Sol—, yo no he enviado el mensaje. ¿Me equivoco al suponer que no es la más agradable de las noticias?
—Se trata de los Ancianos. Se están concentrando ya en la Plaza y la comisaría necesita refuerzos.
—Pero, ¿por qué tú? Esto parece un trabajo más propio de los toros con arnés.
—¡Toros con arnés! ¿Dónde has aprendido ese jerga medieval? Desde luego, se necesitan patrulleros para la multitud, pero tienen que haber detectives allí para localizar agitadores, carteristas, bolsilleras, etcétera. Hoy habrá jaleo. Tengo que presentarme a las nueve, de modo que me queda tiempo para ir en busca de un poco de agua.
Andy se puso lentamente unos pantalones y una camisa sin mangas, y luego colocó una cacerola llena de agua en la repisa de la ventana para que se calentara al sol. Cogió las dos latas de plástico de diez litros, y cuando se disponía a salir Sol levantó los ojos del televisor, mirando por encima de sus anticuadas gafas.
—Cuando traigas el agua te prepararé un trago… ¿O crees que es demasiado temprano?
—Tal como me siento hoy, no.
El rellano quedó completamente a oscuras después de que la puerta se hubo cerrado tras él, y Andy avanzó cuidadosamente a lo largo de la pared hasta la escalera, maldiciendo y casi cayendo al tropezar con un montón de basura que alguien había tirado allí. Dos tramos más abajo la pared había sido agujereada para practicar en ella una especie de ventanuco por el cual penetraba la claridad suficiente como para alumbrar el camino en los otros dos tramos hasta la calle. Al salir del húmedo zaguán, el calor de la Calle Veinticinco le golpeó como una oleada de moho, un miasma sofocante compuesto de putrefacción, suciedad y humanidad sin lavar. Tuvo que abrirse paso a través de las mujeres que llenaban las gradas del edificio, andando cuidadosamente para no pisar a los niños que estaban jugando debajo. La acera quedaba todavía en la sombra, pero estaba tan atestada de gente que Andy avanzó por la calzada, lejos del bordillo para evitar los escombros y la basura acumulados allí. Los días de calor habían ablandado el asfalto hasta el punto de que cedía al pisarlo, y luego se pegaba a las suelas de los zapatos. Había la habitual cola que conducía al columnario punto de agua rojo en la esquina de la Séptima Avenida, pero empezó a deshacerse en medio de un furioso griterío y de puños agitándose en el preciso instante en que Andy llegaba allí. La multitud se dispersó, sin dejar de murmurar, y Andy vio que el patrullero de servicio estaba cerrando la puerta de acero del punto de agua.
—¿Qué pasa? —preguntó Andy—. Creí que este punto estaba abierto hasta mediodía.
El patrullero se volvió, acercando maquinalmente la mano a la funda de su revólver, hasta que reconoció al detective de su propia comisaría. Se echó hacia atrás su gorra de uniforme y secó el sudor de su frente con el dorso de la mano.
—Acabo de recibir órdenes del sargento: todos los puntos permanecerán cerrados durante veinticuatro horas. El nivel del depósito está muy bajo a causa de la sequía, y hay que ahorrar agua.
—Malas noticias para mí —dijo Andy, contemplando la llave todavía en la cerradura—. Voy a entrar de servicio ahora, y esto significa que me quedaré sin agua un par de días…
Tras echar una cuidadosa ojeada a su alrededor, el patrullero abrió la puerta y cogió una de las latas de manos de Andy.
—Tendrá que arreglárselas con una lata —dijo. La sostuvo debajo del grifo mientras se llenaba, y a continuación bajó el tono de su voz—: No lo comente, pero se rumorea que han vuelto a dinamitar el acueducto en la parte alta del Estado.
—¿Otra vez esos agricultores?
—Probablemente. Yo estuve de servicio allí antes de que me destinaran a esta comisaría, y aquello es un infierno: continuamente se corre el peligro de que le hagan volar a uno junto con. el acueducto. Pretenden que la ciudad les está robando el agua.
—Tienen la suficiente —dijo Andy, cogiendo la lata llena—. Más de la que necesitan. Y aquí en la ciudad hay treinta y cinco millones de personas que padecen sed.
—No seré yo quien se lo discuta —dijo el patrullero, volviendo a cerrar la puerta.
Andy emprendió el camino de regreso a través de la multitud, y se dirigió directamente al patio trasero del edificio. Todos los retretes estaban ocupados y tuvo que esperar, y cuando finalmente pudo entrar en uno de los cubículos metió dentro también las latas; cualquiera de los chiquillos que jugaban en el montón de escombros se las robaría con toda seguridad si las dejaba afuera.