—Usted no estará en condiciones de ejercer la presión suficiente, Juez —dijo el señor Briggs con su voz más tranquila. Ahora, las manos de Santini estaban temblando—. Pero yo nunca le pido a un hombre que realice lo imposible. Me ocuparé personalmente de este asunto. Hay un par de personas a las que puedo recurrir en busca de ayuda. Quiero saber exactamente lo que está ocurriendo aquí.
VIII
A través de la abierta ventana penetraban el calor y el hedor, el sonido de la ciudad, un rugido compuesto de múltiples voces que ascendía y caía con la martilleante persistencia de olas rompiéndose sobre una playa; un estruendo interminable. Destacando súbitamente contra aquel fondo de ruido llegó el sonido de cristales rotos y un fragor metálico; se alzaron voces gritando, y en el mismo instante resonó un prolongado alarido.
—¿Qué? ¿Qué pasa…? —gruñó Solomon Kahn, removiéndose en la cama y frotándose los ojos. Los holgazanes nunca se callaban, nunca le dejaban a uno descabezar un sueño. Se levantó y se acercó a la ventana, pero no pudo ver nada. Todavía estaban gritando. ¿Qué podía haber causado el ruido? ¿Otra escalera de incendios desplomándose? Ocurría con bastante frecuencia, e incluso lo daban por TV si las desgracias personales permitían ofrecer un espectáculo horripilante. No, probablemente no, sólo unos chiquillos rompiendo ventanas otra vez o algo por el estilo. El sol estaba bajo detrás de los edificios, pero el aire era todavía cálido y hediondo.
—Un tiempo asqueroso —murmuró, mientras se dirigía al fregadero. Incluso las tablas del suelo ardían bajo las plantas de sus descalzos pies. Se humedeció el sudoroso rostro con un poco de agua, y luego conectó el canal Música y Hora Exacta en el televisor. Un ritmo de jazz llenó la habitación, y la pantalla indicó 18:47 con 6:47 p.m. debajo en números más pequeños para todos los imbéciles que se habían arrastrado por la vida sin lograr aprenderse el reloj de veinticuatro horas. Eran casi las siete y Andy estaba hoy de servicio, lo cual significaba que debió quedar libre a las seis, aunque en la policía nunca se cumplía el horario. De todos modos, podía empezar ya a preparar la cena.
—Para esto me dio el Ejército una excelente educación como mecánico de aviación —dijo, dando unos golpecitos a la estufa—. La mejor inversión que hicieron nunca—. La estufa había surgido a la vida como un hornillo de gas, que Sol había convertido en hornillo eléctrico cuando los suministros de gas empezaron a fallar. Cuando el suministro de electricidad se hizo demasiado errático —y caro— para cocinar, había instalado un tanque a presión con un mechero variable que quemaba cualquier líquido inflamable. Había funcionado satisfactoriamente durante varios años, consumiendo petróleo, metanol, acetona y otros muchos combustibles, fallando únicamente con la gasolina de aviación, que había proyectado un chorro de llama de un metro de longitud, chamuscando la pared antes de que consiguiera encontrar la solución al problema. Su adaptación final había sido la más sencilla… y la más deprimente. Había practicado un agujero en la parte posterior del horno, instalando una chimenea que salía al exterior a través de otro agujero practicado en la pared de ladrillo. Cuando se encendía un combustible sólido sobre la rejilla en el interior del horno, una abertura en el aislamiento encima de él permitía que saliera el calor hasta el hornillo propiamente dicho.
—Incluso las cenizas hieden a pescado —se lamentó mientras recogía la delgada capa de polvorienta ceniza del día anterior. Luego la arrojó por la ventana en forma de nube gris, e inmediatamente llegó a sus oídos el grito de queja procedente de la ventana del piso inferior.
—¿No te gusta eso? —gritó a su vez—. Diles a tus asquerosos hijos que no pongan el televisor a todo volumen la noche entera, y tal vez decida no tirar las cenizas por la ventana.
Aquel desahogo le relajó, y canturreó al compás de la Suite de «Cascanueces» que había reemplazado a la anónima composición de jazz… hasta que una serie de crujidos reemplazaron a su vez a la música y el sonido se apagó. Maldiciendo entre dientes, se acercó al aparato y golpeó uno de sus lados con el puño. Esto no tuvo el menor efecto. Los crujidos continuaron hasta que, de mala gana, Sol desconectó el aparato. Todavía murmuraba furiosamente cuando se inclinó para encender la estufa.
Colocó tres grasientas pastillas de carbón-de-mar, de color gris, sobre la rejilla, y alargó la mano hacia la estantería para coger su maltrecho encendedor Zippo. Un buen encendedor, comprado en el PX… ¿cuándo? Hacia unos cincuenta años. Desde luego, la mayoría de las piezas habían sido reemplazadas desde entonces, pero ya no se fabricaban encendedores como éste. De hecho, no se fabricaban ya encendedores de ninguna clase. El carbón-de-mar chisporroteó y prendió, ardiendo con una pequeña llama azul. Hedía —a pescado—, lo mismo que sus manos, y se dirigió al fregadero para lavárselas. Se suponía que aquel «carbón» estaba fabricado con desechos de celulosa procedentes de las cubas de fermentación de la fábrica de alcohol, secados y empapados con aceite de plancton de baja graduación para que no dejara de arder. Pero se rumoreaba que en realidad era fabricado con tripas de pescado secadas y prensadas, y Sol prefería esta versión, verdadera o no, a la oficial.
Su huerta en miniatura medraba en la jardinera de la ventana. Arrancó los últimos tallos de salvia y los colocó sobre la mesa para que se secaran, y luego levantó la hoja de plástico para comprobar si medraban las cebollas. Estaban creciendo muy bien, y pronto podría ponerlas en conserva. Cuando fue a lavarse las manos en el fregadero, contempló burlonamente su barba en el espejo.
—Necesita una poda, Sol —le dijo a su imagen—. Pero la luz casi ha desaparecido, de modo que puede esperar hasta mañana. Sin embargo, no te perjudicaría peinarla antes de vestirte para la cena.
Pasó un peine a través de su barba unas cuantas veces, y luego sacó un pantalón corto del armario. La prenda había sido originalmente un pantalón caqui del Ejército, cortado y remendado tantas veces en el transcurso de los años que se había convertido en algo que no recordaba en absoluto su procedencia. Acababa de ponérselo cuando alguien llamó a la puerta.
—Sí —gritó—. ¿Quién es?
—Electrónica Alcover's —fue la apagada respuesta.
—Empezaba a creer que te habías muerto o que se había incendiado tu tienda —dijo Sol, abriendo la puerta—. Sólo han pasado dos semanas desde que dijiste que arreglarías rápidamente este aparato… cobrándome la reparación por adelantado.
—Son cosas de la electrónica —dijo el recién llegado tranquilamente, dejando sobre la mesa su caja de herramientas del tamaño de una maleta—. Ese viejo aparato tiene un tubo quemado y varias piezas gastadas. ¿Qué podía hacer? Ya no fabrican ese tubo, y si lo fabricaran no podría comprarlo, ya que tendría que haberlo pedido con mucha antelación. —Sus manos estaban ocupadas mientras hablaba, transportando el televisor a la mesa y empezando a desatornillar la tapa trasera—. De modo que, ¿cómo podía reparar el aparato? Tuve que acudir a los desguazadores de radios de la Calle Greenwich y pasar un par de horas rebuscando. No encontré el tubo, de modo que compré un par de transistores e improvisé un circuito que hará el mismo trabajo. No ha sido fácil, se lo aseguro.
—Mi corazón sangra por ti —dijo Sol, contemplando suspicazmente cómo el obrero sacaba la tapa del aparato y extraía un tubo.
—Quemado —dijo el hombre, mirando el tubo con el ceño fruncido antes de introducirlo en su caja de herramientas. De la bandeja superior sacó un rectángulo de plástico delgado al cual habían sido pegadas varias piezas pequeñas, y empezó a insertarlo en el circuito del televisor—. Todo es un tapaagujeros —dijo—. Hay que desnudar a un santo para vestir a otro. Tengo que aprovechar incluso la soldadura de los aparatos desguazados. Menos mal que en este país hay un par de miles de millones de aparatos, y la mayoría de los más recientes tienen circuitos muy sólidos… —Encendió el aparato, y un chorro de música inundó la habitación—. Esto serán cuatro dólares por mano de obra.