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—No estoy tratando de justificar nada, Andy, pero quiero que lo sepas. Crecí en el seno de una de esas familias realmente estrictas, nunca salía sola ni hacía nada que mereciera un reproche, y mi padre me vigilaba muy de cerca. No creo que yo le importara mucho, pero sencillamente no tenía otra cosa que hacer. En el fondo, papá me quería, y probablemente pensaba que estaba haciendo lo más conveniente para mi. Estaba jubilado, le obligaron a jubilarse cuando tenía cincuenta y cinco años, y tenía su pensión y el dinero de la casa, de modo que se limitaba a pasear y a beber. Luego, cuando tenía veinte años, me presenté a un concurso de belleza y gané el primer premio. Recuerdo que le entregué el dinero del premio a mi padre para que me lo guardara… y aquella fue la última vez que le vi. Uno de los jueces me había invitado a salir con él aquella noche, de modo que acepté su invitación, y luego me marché a vivir con él.

¿Así de fácil?, se dijo Andy a si mismo, pero no hizo ningún comentario en voz alta. Sonrió para sus adentros: ¿qué derechos tenía él?

—¿No te estás riendo de mí? —preguntó Shirl con voz dolorida, tocando con su dedo índice los labios de Andy.

—¡Dios mío, no! Me estaba riendo de mí mismo porque, si quieres saberlo, estaba empezando a sentirme un poco celoso, ¿sabes? Y no tengo ningún derecho a sentir celos.

—Tienes todo el derecho del mundo —dijo Shirl, besándole lenta y prolongadamente—. Al menos para mí, esto es muy distinto. He conocido a muchos hombres, y todos eran hombres como Mike. Nunca había tenido la suerte de conocer a alguien como tú, y siento…

—Cállate —dijo Andy—. No me importa. —Hablaba sinceramente—. Lo único que me importa es tenerte conmigo aquí y ahora, y ninguna otra cosa en el mundo.

X

Andy estaba llegando al final de su lista, y le dolían los pies. La Novena Avenida hervía a fuego lento bajo el sol de la tarde, y cada retazo de sombra estaba lleno de figuras tumbadas, ancianos, madres amamantando a sus hijos, jóvenes con las cabezas muy juntas, riendo con los brazos entrelazados. Personas de todas las edades en todos lados, con las extremidades desnudas y polvorientas, esparcidas como cadáveres después de una batalla. Sólo los niños jugaban al sol, pero se movían lentamente y gritaban sin levantar la voz. Súbitamente, los gritos subieron de tono mientras los niños se arremolinaban en torno a dos muchachos que llegaban al parecer de los muelles, con los brazos llenos de mordeduras y regueros de sangre sin cuajar. Del extremo de un cordel colgaba su presa, una enorme rata gris, muerta. Esta noche comerían bien. En el centro de la atestada calle el tráfico de remolques avanzaba a paso de tortuga, con las bestias de tiro humanas dobladas sobre sí mismas y boqueando en busca de aire. Andy pasó entre ellos, en busca de la oficina de la Western Union.

Sería imposible localizar a todas las personas que habían entrado o salido del apartamento de O'Brien durante la semana anterior, pero Andy deseaba interrogar al mayor número posible de ellas. Cualquier visitante del edificio podía haber descubierto la alarma desconectada en el sótano, pero sólo alguien que hubiese estado en el apartamento podía haber visto que tampoco allí funcionaba la alarma. Se había producido un cortocircuito ocho días antes del crimen, y la alarma de la puerta había sido desconectada hasta que arreglasen la avería. El asesino, o algún informador, podía haberlo visto fácilmente si había estado en el apartamento. Andy había hecho una lista de posibilidades y estaba comprobándolas. Todas eran negativas. Ningún lector de contadores había visitado el apartamento, y todas las entregas habían sido efectuadas por hombres que acudían al edificio desde hacía años. Todo negativo, hasta entonces.

La Western Union era otra de aquellas posibilidades. Durante aquella semana habían sido entregados muchos telegramas en el edificio, y el portero estaba seguro de que algunos de ellos eran para O'Brien. El mismo portero y el ascensorista habían recordado un telegrama llegado la noche anterior al crimen y al mensajero que lo había traído, un muchacho chino al que nunca habían visto. Las probabilidades de que aquello no significara nada eran mil contra una… pero sin embargo era preciso comprobarlo. Cualquier pista, por insignificante que fuese, tenía que ser investigada. En cualquier caso, serviría para presentar un informe al teniente, para demostrarle que hacía algo. El letrero amarillo y azul colgaba sobre la acera, y Andy supo que había llegado.

Un largo mostrador dividía la oficina en dos partes, y en su extremo más alejado había un banco en el que estaban sentados tres muchachos. Un cuarto muchacho se encontraba ante el mostrador, hablando con el expedidor. Ninguno de ellos era chino. El muchacho del mostrador cogió la tablilla que le entregó el hombre y se marchó. Andy avanzó hacia el expedidor, pero antes de que pudiera decir nada el hombre sacudió la cabeza furiosamente.

—¡Aquí no! —ladró—. El mostrador de enfrente para los telegramas. ¿No ve que soy el expedidor?

Andy captó de una sola ojeada la fatiga y las profundas arrugas grabadas en el rostro del hombre por las comisuras de su boca perpetuamente abatidas, y el montón de tablillas y pizarrines y cinta de teletipo lavable sobre el escritorio delante de él, y la desconchada pintura dorada en el pequeño rótulo que decía Sr. Burgger. Todos los años de amargura se reflejaban claramente en el desordenado escritorio y en la expresión de resentimiento de los ojos del hombre. Haría falta mucha paciencia para conseguir la colaboración de aquel individuo. Andy mostró su placa.

—Policía —dijo—. Usted es el hombre con el que quiero hablar, señor Burgger.

—Yo no he hecho nada, no tiene usted ningún motivo para hablar conmigo.

—Nadie le está acusando. Lo que necesito es información que me ayude en una investigación…

—Yo no puedo ayudarle. No tengo ninguna información para la policía.

—Permítame que sea yo quien decida eso. ¿Pertenece la Calle Veintiocho a su zona de reparto?

Burgger vaciló, y luego asintió lentamente y con visible desagrado, como si le estuvieran obligando a revelar un secreto de estado.

—¿Hay algún muchacho chino entre sus mensajeros?

—No.

—Pero ha tenido al menos un muchacho chino trabajando para usted…

—No.

Burgger garabateó algo en una tablilla, ignorando a Andy. Sobre su calva cabeza brillaban las gotas de sudor, que se deslizaban hacia los mechones de pelo gris de los costados. A Andy no le gustaba presionar a la gente, pero sabía hacerlo en caso necesario.

—Tenemos leyes en este estado, Burgger —dijo, en tono inexpresivo—. Puedo sacarle de aquí ahora mismo, y llevarle a la comisaría, y encerrarle treinta días en un calabozo por desacato a un oficial de la policía. ¿Quiere que lo haga?

—¡Yo no he hecho nada!

—Sí, me ha mentido. Me ha dicho que nunca había tenido a un muchacho chino trabajando aquí.

Burgger se removió en su asiento, luchando entre su miedo y su deseo de no comprometerse en Dios sabe qué. Ganó el miedo.

—Bueno, aquí estuvo un muchacho chino, pero trabajó un solo día y no volvió a presentarse.

—¿Qué día fue?

La respuesta llegó de mala gana.

—El lunes de esta semana.

—¿Fue a entregar algún telegrama?

—¿Cómo diablos puedo saberlo?

—Tiene que saberlo, porque esa es su tarea —dijo Andy, poniendo de nuevo en su voz un leve tono de amenaza—. ¿Qué telegramas fue a entregar?

—Estuvo sentado aquí todo el día, no le necesité. Era su primera jornada de trabajo. El primer día no envío nunca a un muchacho nuevo, les dejo que se acostumbren al banco. Pero aquella noche tuvimos una sobrecarga de trabajo. Me vi obligado a utilizarle. Una sola vez.