Cuando hubo trepado una vez más los oscuros tramos de escalera y abrió la puerta del cuarto, oyó el claro sonido de unos cubitos de hielo tintineando contra cristal.
—Lo que está interpretando es la Quinta Sinfonía de Beethoven —murmuró, soltando las latas y dejándose caer sobre una silla.
—Es mi melodía favorita —dijo Sol, sacando dos vasos helados del refrigerador. Con la solemnidad de un rito religioso, dejó caer una diminuta cebolla semejante a una perla en cada uno de ellos. A continuación entregó uno de los vasos a Andy, el cual sorbió lentamente y con visible fruición el helado líquido.
—Cuando saboreo uno de estos tragos, Sol, casi llego a creer que no estás loco, después de todo. ¿Por qué los llaman Gibsons?
—Eso es un secreto perdido más allá de las brumas del tiempo. ¿Por qué un Stinger es un Stinger, o un Pink Lady un Pink Lady?
—No lo sé… ¿Por qué? Nunca los he probado.
—Yo tampoco lo sé, pero esos son sus nombres. Igual que esas cosas verdes que sirven en algunas partes, los Panamás. No significa nada, es simplemente un nombre.
—Gracias —dijo Andy, apurando el contenido de su vaso—. El día empieza a tener mejor aspecto.
Entró en su cuarto, sacó su revólver y su funda del cajón del armario y los colgó de su cinturón. Su placa estaba sobre el llavero, donde siempre los guardaba, y Andy deslizó su agenda encima de ellos. Luego vaciló unos instantes. La jornada sería larga y dura y podía ocurrir cualquier cosa. Sacó sus pinzas de debajo de sus camisas, y luego el tubo de plástico lleno de perdigones. Con todos aquellos viejos armando jaleo, podría necesitarlo: resultaría más útil y más seguro que un revólver.
No sólo eso, sino que con las nuevas normas de austeridad había que tener motivos muy justificados para gastar munición.
Se lavó lo mejor que pudo con el agua que habla puesto a calentar al sol, y se frotó la cara con la pequeña barra de gris y arenoso jabón hasta que sus patillas se ablandaron un poco. Su hoja de afeitar empezaba a mostrar visibles muescas en los dos lados, y mientras la afilaba contra la pared interior de un vaso pensó que había llegado el momento de adquirir una hoja nueva. Tal vez el próximo otoño…
Sol estaba regando la jardinera de su ventana cuando Andy salió, irrigando cuidadosamente las hileras de hierbas y de cebollas enanas.
—No cojas ningún níquel de madera —dijo, sin levantar la vista de su tarea. Sol tenía un millón de ellos, todos antiguos. ¿Qué diablos era un níquel de madera?
El sol estaba más alto ahora, y el calor pegada más fuerte en el valle de asfalto y de hormigón de la calle. La franja de sombra era más pequeña, y el graderío estaba tan lleno de gente que Andy no podía salir del zaguán. Apartó cuidadosamente a una chiquilla con la nariz llena de mocos que cubría su desnudez con una simple combinación ajada y sucia, y descendió un peldaño. Las flacas mujeres se hicieron a un lado de mala gana, pero los hombres le miraron fijamente con una fría expresión de odio impresa en sus semblantes que les hacía parecer extrañamente iguales, como si todos fueran miembros de la misma enfurecida familia. Andy se abrió paso a través del último de ellos y, al llegar a la acera, tuvo que saltar por encima de la pierna de un viejo tendido allí. Parecía muerto, no dormido, sin que a nadie le importara la diferencia. Su pie estaba descalzo y sucio, y un cordel atado alrededor de su tobillo conducía hasta un niño desnudo, sentado en la acera y masticando un doblado plato de plástico. La suciedad del niño corría parejas con la del hombre, y llevaba el cordel atado en torno a su pecho debajo mismo de los esqueléticos brazos debido a la hinchazón de su vientre. ¿Estaba muerto el viejo? No es que importara demasiado: lo único que tenía que hacer en el mundo era servir de anda al niño, una tarea que podía realizar igualmente estando vivo que estando muerto.
Cristo, qué morboso estoy esta mañana, pensó Andy. Debe ser el calor, no puedo dormir bien y llegan las pesadillas. Es este interminable verano y todos los problemas, una cosa parece conducir a otra. Primero el calor, luego la sequía, los ladrones de almacenes, y ahora los Ancianos. Están locos para echarse a la calle con este tiempo. O tal vez el tiempo les ha enloquecido.
Hacía demasiado calor para pensar, y cuando Andy dobló la esquina la resplandeciente longitud de la Séptima Avenida ardió delante de él, y pudo sentir la fuerza del sol en su rostro y en sus brazos. Su camisa se estaba pegando ya a su espalda, y sólo eran las nueve menos cuarto.
Se estaba mejor en la Calle Veintitrés, gracias a la larga sombra proyectada por la autopista elevaba que cruzaba la ciudad de parte a parte, y Andy avanzó lentamente en la semipenumbra, atento al intenso tráfico de vehículos de tracción a pedal y de camiones con remolque. En torno a cada una de las columnas sustentadoras había un pequeño grupo de personas, arracimadas contra ellas como percebes alrededor de una estaca, con sus piernas casi entre las ruedas del tráfico. En lo alto resonaba un estruendo decreciente cuando un camión pesado pasaba por la autopista, y Andy pudo ver delante de él otro camión estacionado frente a la comisaría. Unos patrulleros uniformados trepaban lentamente por la parte posterior, y el teniente de detectives Grassioli estaba de pie junto al vehículo con una tablilla en la mano, hablando con el sargento. Miró a Andy con aire enfurruñado, y un tic nervioso sacudió su ojo izquierdo, como un furioso parpadeo.
—Ya es hora de que se presente usted, Rusch —dijo, haciendo una anotación en la tablilla.
—Era mi día libre, señor, y he venido en cuanto el mensajero me ha transmitido la orden. —Si uno se achicaba con Grassy, estaba perdido: el teniente tenía úlceras, diabetes y un hígado enfermo.
—Un policía está de servicio las veinticuatro horas del día, de modo que no pierda más tiempo y ocupe su puesto en el camión. Y quiero que Kulozik y usted justifiquen su paga. Estoy harto de recibir quejas de Centre Street.
—Sí, señor —dijo Andy a la espalda del teniente, que se encaminaba ya hacia la comisaría. Subió los tres peldaños soldados a la caja del camión y se sentó en el banco al lado de Steve Kulozik, que había cerrado los ojos y empezado a dormitar apenas el teniente se hubo marchado. Era un hombre robusto, cuya carne temblequeaba en alguna parte entre grasa y músculo, y llevaba unos pantalones arrugados de algodón y camisa de manga corta igual que la de Andy, con los faldones también por encima del cinturón para ocultar el revólver y la funda. Abrió a medias un ojo cuando Andy se dejó caer a su lado, y luego volvió a cerrarlo.
El mecanismo de arranque gimió irritablemente, una y otra vez, hasta que por fin el combustible de mala calidad prendió y el motor diesel trepidó, se estremeció y acabó por latir con un pulso regular mientras el camión se apartaba del bordillo y avanzaba hacia el este. Todos los policías de uniforme iban sentados en los bancos laterales, de modo que les diese en el rostro la brisa generada por el camión en movimiento y al mismo tiempo pudieran vigilar las calles densamente pobladas: este verano, la policía no era muy popular. Si les arrojaban algo, querían verlo llegar. Una súbita vibración sacudió el camión, y el conductor desembragó para cambiar la marcha e hizo aullar la sirena, abriéndose camino a través de la hormigueante muchedumbre y las hordas de vehículos de tracción humana. Cuando llegaron a Broadway el avance se hizo todavía más lento, ya que la multitud inundaba literalmente la avenida contigua a la Plaza Madison, convertida en zoco. La situación no mejoró cuando giraron hacia la parte baja de la ciudad, dado que los Ancianos se habían reunido ya en gran número y se dirigían hacia el sur, abriendo muy lentamente sus filas para dejar paso al camión. Los policías sentados les miraban con indiferencia mientras les iban dejando atrás: