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Chung, William —leyó—. Nacido en 1982, en la Enfermería del Barrio de los Barcos…

Se puso en pie con tanta rapidez que derribó la silla. El teniente estaría ahora en su casa, posiblemente acostado, y se pondría de un humor de perros si le despertaban. No importaba.

El asesino había sido localizado.

XI

A lo lejos, en el río, la sirena de un barco aulló dos veces, luego dos veces más, y el sonido rebotó contra los flancos de acero de los buques hasta que no tuvo ninguna fuente ni dirección y se convirtió en un lúgubre lamento que llenó la cálida noche. Billy Chung rodó de un lado a otro sobre su apelmazado colchón, completamente desvelado después de horas enteras de permanecer tendido allí mirando fijamente a la oscuridad. Contra la pared del fondo, los gemelos respiraban roncamente en sueños. La sirena resonó otra vez, repercutiendo en sus oídos. ¿Por qué no se había limitado a agarrar lo que tenía a mano y salir corriendo del apartamento? Podía haber actuado con más rapidez. ¿Por qué tenía que haberse presentado aquel bastardo precisamente entonces? Le estaba bien empleado lo que le había pasado, por imbécil. Había sido defensa propia, ¿no? El bastardo había sido el primero en atacar. El mismo recuerdo se repitió de nuevo como un interminable rollo de película en un proyector: la llanta de hierro oscilando, la expresión en el rostro abotagado y enrojecido. La visión del hierro hundido en su cabeza y el fino reguero de sangre. Billy se retorció, moviendo su cabeza de un lado a otro, apretando sus dedos contra la húmeda piel de su pecho.

¿Iban a ser todas las noches como ésta? ¿Con el calor y el sudor y los recuerdos, una y otra vez? Si no hubiera entrado en el dormitorio precisamente entonces. Billy gruñó, y ahogó el sonido antes de que saliera por su garganta. Se incorporó y se tapó los ojos con las palmas de las manos, apretando con fuerza hasta que la mellada rojez de su presión llenó la oscuridad ante él. ¿Y el polvo? ¿Debía utilizarlo ahora? Lo había comprado para una ocasión como ésta, le había costado dos dólares, tal vez ahora era el momento adecuado. Decían que no producía hábito, pero todos mentían.

Palpando en la oscuridad, deslizó su mano por el cable blindado sobre la pared de acero hasta la caja de derivación en desuso. El polvo seguía estando allí; sus dedos se engarfiaron sobre el trozo de politeno en el que estaba envuelto. ¿Debía utilizarlo ahora? La sirena aulló de nuevo a través del calor, y Billy descubrió que había clavado sus uñas en los costados de sus piernas. Sus pantalones cortos estaban contra la pared donde los había tirado; los recogió, lo mismo que el paquetito, y abrió la puerta que daba al pasillo lo más silenciosamente que pudo. Sus pies descalzos no producían el menor ruido sobre el suelo de metal.

Todas las portañolas y ventanillas estaban abiertas, ojos negros y ciegos en las paredes manchadas de herrumbre. Había gente durmiendo allí, en todas partes, en todos los camarotes y compartimientos. Billy trepó a la cubierta superior, y los ojos ciegos continuaron abiertos. mirándole. La última escalerilla conducía al puente, otrora precintado e inviolado antes de que dos generaciones de niños hubieran destrozado pacientemente las cerraduras. Ahora, la puerta había desaparecido y los marcos y los cristales de las ventanas se habían volatilizado hacía mucho tiempo. Durante el día este era uno de los lugares favoritos de la chiquillera del Columbia Victoria para sus juegos, pero ahora estaba desierto y silencioso: el. único vestigio de la presencia infantil era el acre olor a orines en los rincones. Billy entró.

Sólo quedaban en pie los instrumentos náuticos más sólidos: una mesa de derrota de acero soldada a la pared, el telégrafo del barco, la rueda del timón sin la mitad de sus cabillas. Billy abrió cuidadosamente el paquete de polvo sobre la mesa de derrota y hurgó con el dedo en la masa gris apenas visible a la luz de las estrellas. ¿Cómo lo llamaban? ¿LSD? Le daban el nombre de polvo para despistar, aunque en realidad contenía cierta cantidad de alguna clase de polvos para que cundiera más. Había que tomárselo todo para que los efectos del LSD se dejaran sentir. Había visto a Sam-Sam y a alguno de los otros Tigres sorberlo por la nariz, pero él nunca lo había hecho. ¿Cómo lo hacían? Levantó el arrugado plástico y lo acercó a su nariz, bloqueando una fosa nasal con su pulgar, e inhaló profundamente. La única sensación fue un molesto hormigueo, y apretó fuertemente su nariz con los dedos índice y pulgar a fin de no estornudar todo el polvo. Cuando la irritación desapareció, inhaló el resto por la otra fosa nasal, y tiró el trozo de plástico al suelo.

No sintió nada, absolutamente nada, el mundo seguía siendo el mismo, y Billy supo que había sido estafado. A dos dólares la toma… y ninguna sensación. Asomó la cabeza por una de las ventanas sin marco y sin cristales, y las lágrimas se mezclaron al sudor en su rostro. Lloró, y pensó en ello unos instantes, y se alegró de que todo estuviera a oscuras y nadie pudiera verle llorar, a él, con sus dieciocho años recién cumplidos. Debajo de sus dedos, el áspero metal de la abertura de la ventana tenía el tacto de picos montañosos y valles miniaturizados. Dentado, liso, suave, duro. Se inclinó más y pasó rápidamente las puntas de los dedos por el metal, y el placer del tacto envió escalofríos de deleite a largo de su espina dorsal. ¿Por qué no había sentido nunca aquella sensación? Encorvándose, lamió el acero, y su sabor agridulce era delicioso, y cuando sus dientes tocaron el metal tuvo la impresión de que había mordido un trozo de acero tan grande como medio puente.

La sirena de un barco llenó el mundo con su sonido, en alguna parte del río o muy cerca de él y Billy supo que era algo más que el aullido de una sirena: era música, una música que le rodeaba por todas partes, y abrió la boca de par en par a fin de poder saborearla mejor. ¿Era su barco el que había hecho sonar la sirena? Los oscuros contornos de vergas, mástiles, cables, chimeneas, antenas, estays y embarcaciones se movían sin tregua a su alrededor, negras formas danzando contra la otra negrura del cielo. Todos estaban navegando, desde luego; Billy siempre había sabido que lo harían, y este era el momento. Hizo un gesto en dirección a la sala de máquinas y agarró la rueda del timón —¡con la madera de las empuñaduras tan llena y redonda como órganos tumescentes, una para cada mano!—, haciéndola girar y enviando al barco a través del espeso bosque de esqueletos negros.

Y la tripulación trabajaba también, una buena tripulación. Les susurró órdenes porque eran tan buenos que podían oír sus órdenes aunque él sólo las pensara, y pasó el dorso de su mano por su destilante nariz. Los tripulantes estaban en las cubiertas inferiores haciendo todas las cosas buenas que hacía una buena tripulación, mientras él guiaba el barco para todos ellos. Dos de los tripulantes se detuvieron debajo mismo del puente y Billy oyó que uno de ellos preguntaba: «¿Están todos los hombres en sus puestos?», lo cual resultaba agradable oír, y el otro dijo: «Si, señor», lo cual era agradable oír, y pudo ver a algunos de sus hombres moviéndose sobre las cubiertas, y otros en las pasarelas, y otros descendiendo a las entrañas del barco. En sus manos, el timón era grande y fuerte, y Billy lo hacía girar a uno y otro lado guiando su barco a través de los otros barcos.

Luces. Voces. Debajo. Gente. Sobre cubierta.

—No está en el apartamento, teniente.

—El bastardo ha escapado cuando le ha oído llegar.

—Es posible, señor, pero tenemos hombres en todas las escotillas y escaleras. Y en las pasarelas que conducen a los otros barcos. Tiene que estar aún a bordo. Su madre ha dicho que se acostó a la misma hora que todos los demás.

—Bien, encuéntrele. Dispone usted de la mitad de la fuerza para capturarle, de modo que ¡captúrele!