—¿Fumas tabaco? —le preguntó Shirl mientras levantaba la mesa. Andy se retrepó en la silla, con los ojos semicerrados y completamente relajado.
—¿Con el sueldo de un policía? No. Shirl, eres un verdadero genio en la cocina. Me mimarás demasiado con tus guisos.
—A los hombres hay que mimarlos, así resulta más fácil vivir con ellos. Es una lástima que no fumes, porque he encontrado dos cigarros en una caja que Mike guardaba para los huéspedes especiales.
—Llévalos al zoco, te los pagarán bien.
—No, no podría hacer eso, no me parece correcto.
Andy se incorporó de su asiento.
—Si te parece bien, sé que Sol acostumbraba a fumar. Es el tipo del que ya te hablé y que vive en el cuarto contiguo. Podrías darle una alegría. Es un buen amigo mío.
—Es una gran idea —dijo Shirl, captando el leve acento de preocupación en las palabras de Andy. Quien quiera que fuese ese Sol, ella deseaba resultarle simpática, viviendo como iba a vivir en la habitación contigua a la suya—. Les pondré en mi maleta. —Se llevó la bandeja cargada a la cocina.
Cuando terminó de fregar los platos, Shirl se dirigió al dormitorio para terminar de empaquetar sus cosas, y llamó a Andy para que le alcanzara una maleta en el estante superior del armario. Luego tuvo que cambiarse de vestido para salir a la calle, y Andy la ayudó con una cremallera rebelde… y esto provocó las consecuencias que Shirl había esperado que provocaría.
Era más de medianoche cuando la última maleta quedó cerrada, y Shirl se había puesto su vestido gris de calle y estaba preparada para abandonar el apartamento.
—¿No olvidas nada? —preguntó Andy.
—No lo creo, pero echaré una última ojeada.
—Shirl, cuando viniste a vivir aquí, ¿trajiste alguna toalla, ropa de cama o cosas así? —inquirió Andy.
Señaló la revuelta cama, como si estuviera pensando algo que no se atrevía a expresar claramente.
—No, nada de eso, sólo traje una maleta con algunas prendas personales. ¿Por qué lo preguntas?
—No, por nada… Tenía la esperanza de que algunas de estas sábanas fueran tuyas. Verás, yo sólo tengo una y está muy usada, y ahora cuestan una fortuna, incluso las de segunda mano.
Shirl se echó a reír.
—Parece como si estuvieras planeando pasar mucho tiempo en la cama. Sí, ahora que lo dices, recuerdo que dos de estas sábanas son mías. —Dobló rápidamente un par de sábanas para meterlas en una de las maletas—. Mike me debía esto, al menos.
Andy llevó las maletas al rellano y reclamó el ascensor. Shirl permaneció unos instantes inmóvil, contemplando cómo se cerraba la puerta del apartamento, y luego fue a reunirse apresuradamente con Andy.
—¿No duerme nunca? —preguntó Andy mientras cruzaban el vestíbulo en dirección a Charlie, que ocupaba el puesto en la puerta principal.
—No estoy segura —dijo Shirl—. Siempre parece estar presente cuando ocurre algo.
—Siento mucho que se marche, señorita Greene —dijo Charlie cuando llegaron junto a él—. Me haré cargo de las llaves del apartamento, si tiene la bondad de entregármelas.
—Tendrá que extenderle un recibo —dijo Andy, mientras Shirl entregaba las llaves.
—Lo haría con mucho gusto —dijo Charlie imperturbablemente—, si tuviera algo con qué escribir.
—Hágalo aquí, en mi cuaderno de notas —dijo Andy.
Miró por encima del hombro del portero y vio a Tab que salía del cuarto de los guardianes.
—Tab… ¿qué estás haciendo aquí a estas horas de la noche? —preguntó Shirl.
—La estaba esperando. Me enteré de que se marchaba, y pensé que podría echarle una mano con su equipaje.
—Pero es muy tarde…
—Mi último día en el empleo. Voy a terminarlo como es debido. Y no querrá usted que la vean por la calle a estas horas de la noche cargada de maletas… Mucha gente la degollaría por mucho menos. —Tab cogió dos de las maletas, y Andy se hizo cargo de la tercera.
—A ver quién es el guapo que se mete conmigo —rió Shirl—. Un guardaespaldas de lujo y un detective de la ciudad… sólo para escoltarme a lo largo de un par de manzanas.
—Vale más prevenir que curar —dijo sentenciosamente Andy, recuperando su cuaderno de notas y saliendo en primer lugar a través de la puerta que Charlie mantenía abierta.
Cuando salieron a la calle, la lluvia había cesado y podían verse estrellas a través de los claros abiertos en las nubes. El aire era maravillosamente fresco. Shirl se cogió del brazo de los dos hombres y echaron a andar hacia la oscuridad, alejándose del charco de luz que brillaba delante del Parque de Chelsea.
XIII
Había resultado extraño trepar por la escalera a oscuras, barriendo con el haz luminoso de la linterna a las figuras dormidas sobre los peldaños, mientras Andy la seguía cargado con las maletas. Su amigo Sol estaba durmiendo, y habían cruzado su cuarto silenciosamente hacia el de Andy. La cama no era demasiado ancha pero cabían los dos, y Shirl estaba cansada y se enroscó con la cabeza apoyada en el hombro de Andy, y durmió tan profundamente que ni siquiera se enteró de que él se había levantado, vestido y marchado. Despertó para ver el sol penetrando por la ventana hasta el pie de la cama y, cuando se arrodilló con los codos sobre el alféizar, Olió el aire limpio, recién lavado; los únicos momentos en los que la ciudad estaba así era después de una tormenta. Desaparecidos el polvo y el hollín, todo era maravillosamente claro, y Shirl pudo ver los edificios de Bellevue irguiendo sus nítidos perfiles por encima de un paisaje de tejados ennegrecidos y de manchadas paredes de ladrillo. Y el calor había desaparecido con la lluvia, esta era la mejor parte. Shirl bostezó con placer y se volvió para examinar la habitación.
Era lo que cabía esperar de un hombre soltero; bastante limpio… pero tan desprovisto de encanto como un zapato viejo. Había una delgada pátina de polvo sobre todos los muebles, pero eso era probablemente por culpa suya, ya que últimamente Andy no había pasado demasiado tiempo aquí. Si podía conseguir pintura en alguna parte, una capa de ella no le haría ningún daño al viejo armario: ahora parecía recién sacado de una casa derruida por un terremoto. Al menos, tenía un espejo de cuerpo entero y perchas para colgar sus vestidos. No podía quejarse; en realidad, con un poco de trabajo la habitación quedaría estupenda. Lo primero sería eliminar los millones de telarañas que colgaban del techo.
Un tanque de agua con un grifo pendía del tabique junto a la puerta, y cuando Shirl lo abrió un delgado chorro de color turbio cayó sobre la palangana situada debajo, sobre una repisa. El agua olía intensamente a productos químicos, un olor que Shirl casi había olvidado, puesto que toda la que llegaba al Parque de Chelsea era cuidadosamente filtrada. No encontró jabón, de modo que se limitó a mojarse la cara y las manos para frotárselas luego con una desgastada toalla que colgaba junto al tanque. Estaba entregada a esta última tarea cuando llegó a sus oídos un sonido rechinante que procedía del otro lado del tabique frente a ella. No logró imaginar lo que podía ser, aunque no cabía duda de que se estaba produciendo en el cuarto contiguo, donde vivía Sol. De todos modos, el ruido no había empezado hasta que Sol la oyó moverse y oyó correr el agua, lo cual era muy amable por su parte. Y, por otro lado, significaba que en esta habitación gozaría de tanta intimidad como si estuviera en una pajarera. Bueno, no había manera de evitarlo. Shirl se cepilló el pelo, se puso el mismo vestido que había llevado la noche anterior y se maquilló ligeramente. Cuando terminó de arreglarse, respiró a fondo y abrió la puerta.