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—Buenos días… —dijo, y no pudo añadir nada más: se quedó de pie en el umbral, esforzándose en disimular su asombro. Sol estaba sentado sobre una bicicleta sin ruedas que no iba a ninguna parte… pero el anciano pedaleaba con increíble energía, con sus cabellos grises ondeando en todas direcciones y su barba moviéndose arriba y abajo sobre su pecho. El sonido chirriante procedía de un objeto negro situado en la parte trasera de la bicicleta—. ¡Buenos días! —repitió Shirl, esta vez en tono más alto, y Sol la miró de reojo y su pedaleo se hizo más lento hasta que cesó del todo—. Soy Shirl Greene —añadió la joven.

—¿Quién podrías ser, sino? —dijo Sol fríamente, bajando de la bicicleta y secándose el sudor de la frente con su antebrazo. La única prenda que llevaba era un pantalón corto, viejo y muy remendado.

—Nunca había visto una bicicleta como esa. ¿Sirve para algo? —no iba a luchar con él, por mucho que él lo deseara.

—Sí. Fabrica hielo —respondió Sol, yendo en busca de su camisa.

De momento, Shirl pensó que se trataba de uno de aquellos chistes que ella no entendía, pero luego vio los hilos eléctricos que discurrían desde aquel objeto negro semejante a un motor situado detrás de la bicicleta hasta unas baterías colocadas encima del refrigerador.

—Ya sé —dijo Shirl, feliz ante su descubrimiento—. Hace usted funcionar la nevera con la bicicleta. Creo que es maravilloso. —Esta vez, la única respuesta de Sol fue un gruñido, sin ningún comentario, de modo que Shirl supo que estaba haciendo progresos—. ¿le gusta el café?

—No lo sé. Hace demasiado tiempo que no lo he probado.

—Tengo media lata en mi bolso. Si tuviéramos agua caliente, podríamos hacer un poco. —Sin esperar respuesta, se dirigió al otro cuarto y regresó con la lata. Sol contempló unos instantes el recipiente de color oscuro, luego se encogió de hombros y fue a llenar un pote de agua.

—Apuesto a que sabe a veneno —dijo, mientras colocaba el pote sobre la estufa. Antes que nada encendió la luz que colgaba en el centro del cuarto y estudió el brillante filamento de la bombilla; luego, gruñó—: Hoy para variar, tenemos un poco de fluido; esperemos que dure lo suficiente como para hacer hervir un par de centímetros de agua —y encendió el calentador eléctrico de la estufa.

Yo sólo he bebido café durante los dos últimos años —dijo Shirl, sentándose en la silla junto a la ventana—, Me decían que no tenía el sabor del verdadero café, pero yo no podía saberlo.

—Yo puedo decírtelo. No lo tiene.

—¿Ha tomado usted café auténtico? ¿Más de una vez? —Shirl no había conocido nunca a un hombre que no disfrutara hablando de sus experiencias.

—¿Más de una vez? Pimpollo, yo vivía a base de café. Tú eres una chiquilla y no tienes la menor idea de cómo eran las cosas en los viejos tiempos. Uno se tomaba tres cuatro tazas, incluso una olla entera de café, y ni siquiera pensaba en ello. En cierta ocasión padecí una intoxicación de café, la piel se me llenó de manchas oscuras y todo lo demás, porque solía tomarme más de veinte tazas al día. En un campeonato de bebedores de café podría haber ganado una medalla.

Shirl se limitó a sacudir la cabeza, en un gesto de visible admiración, y luego sorbió su café. Estaba aún demasiado caliente.

—Ahora que me acuerdo —dijo, poniéndose en pie de un salto y dirigiéndose al otro cuarto. Regresó en seguida y le tendió los dos cigarros a Sol—. Andy me dijo que le diera estos cigarros: dijo que usted solía fumarlos.

El aire de masculina superioridad de Sol se derrumbó, y casi boqueó de emoción.

—¡Cigarros! —fue lo único que pudo decir.

—Sí; Mike tenía una caja, pero sólo quedaban esos dos. No sé si son buenos o no.

Sol trató de recordar el ritual con el que en otro tiempo había controlado un juicio de este tipo. Olfateó suspicazmente el extremo de uno de los cigarros.

—Al menos, huelen a tabaco. —cuando lo acercó a su oreja y apretó con dos dedos el extremo más delgado, se oyó un sonido decididamente crujiente—. ¡Ajá! Demasiado secos. Debí imaginarlo. Hay que saber cuidar los cigarros, conservarlos en un clima adecuado. Estos están completamente secos. Tenían que haber estado en un humefactor. Así no pueden fumarse.

—¿Quiere usted decir que no son aprovechables? ¿Que tendremos que tirarlos? —era una idea horrible.

—Nada de eso, tranquilízate. Cogeré una caja, pondré una esponja húmeda en ella junto con estos dos cigarros, y esperaré tres o cuatro días. Los cigarros tienen eso de bueno: si se secan demasiado pueden ser resucitados como Lázaro, y con ventaja, ya que Lázaro no podía oler demasiado bien después de permanecer enterrado cuatro días. Te demostraré lo que puede conseguirse si se entiende en la materia.

Shirl sorbió su café y sonrió. Todo saldría a pedir de boca. A Sol no le había gustado la idea de que alguien viniera a vivir con Andy, pensó que sería un trastorno. Pero era un tipo agradable y contaba divertidas historias con un lenguaje divertido y anticuado, y ella supo que todo marcharía sobre ruedas.

—Este brebaje no sabe del todo mal —dijo Sol—, si uno puede olvidar el sabor del verdadero café. O del jamón de Virginia, o de la carne asada, o del pavo. Y, a propósito de pavos… Fue durante la guerra y yo estaba de guarnición en el mismo culo de Texas, y todos los suministros llegaban de St. Louis y nosotros nos encontrábamos al final de la línea de abastecimientos. Lo que nos llegaba era tan malo que había visto a sargentos de cocina estremecerse cuando abrían las latas de conservas. Pero una vez, sólo una vez, la cosa funcionó en sentido contrario. Aquellos tejanos criaban millones de pavos en sus ranchos para enviarlos al norte cuando se acerca la Navidad o el Día de Acción de Gracias, ya sabes —Shirl asintió, a pesar de que no sabía nada—. Bueno, en plena guerra no había manera de transportar todos aquellos pavos, de modo que las Fuerzas Aéreas los compraron a un precio irrisorio, y aquello fue lo que comimos durante casi un mes. ¡Imagínate! Pavo asado, pavo frito, sopa de pavo, hamburguesas de pavo, picadillo de pavo, croquetas de pavo…

Se oyó el sonido de uno pasos rápidos en el rellano, y alguien sacudió el pomo de la puerta con tanta fuerza que la madera tembló. Sol abrió rápidamente el cajón de la mesa y sacó de él un largo cuchillo.

—Sol, ¿estás ahí? —gritó Andy desde el rellano, volviendo a sacudir el pomo—. Abre.

Sol tiró el cuchillo sobre la mesa y se dirigió apresuradamente hacia la puerta. La abrió, y Andy entró sudando y respirando fatigosamente, cerrando la puerta tras él y hablando en voz baja a pesar de lo apremiante de su tono.

—Escucha; llena el tanque y todas latas. Y llena también todo lo que pueda contener agua. Tal vez puedas taponar el fregadero: llénalo también. Llena tantas latas como puedas en nuestro punto de agua, pero si se dan cuenta de que haces demasiados viajes puedes ir al otro de la Calle Veintiocho. Pero no pierdas tiempo, Sol… Shirl te ayudará.

—¿Qué pasa?

—¡Cristo, déjate de preguntas y haz lo que te digo! Y no des a entender que te lo he dicho, o nos veremos metidos en un lío. Tengo que regresar antes de que me echen de menos. —Se marchó con la misma rapidez con que había llegado, dando un portazo.

—¿Qué es lo que sucede? —inquirió Shirl.

—Lo sabremos más tarde —dijo Sol, atándose las sandalias—. Ahora, hagamos lo que Andy ha dicho. Es la primera vez que le veo llegar así, y yo soy un viejo… y me asusto fácilmente. Hay otra lata en tu cuarto.

Ellos eran los únicos que parecían preocupados, y Shirl se preguntó a qué podía obedecer la actitud de Andy. En el punto de agua sólo había dos mujeres en la fila y una de ellas quería llenar únicamente una botella. Sol ayudó a transportar las latas llenas, pero Shirl insistió en subirlas hasta el cuarto.