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Aquello era algo. Tal vez un centenar de kilómetros de tierra deshabitada, cerrada y olvidada. Si lograba entrar allí sin que el guardián le viera, podía ocultarse para siempre en un lugar como aquel. Si había manera de entrar. Billy siguió andando a lo largo de la pared, hasta que la piedra y el cemento dieron paso a una valla de eslabones de cadena, herrumbrosa y colgante. Estaba protegida también por alambre de espino, pero éste aparecía arrancado a trechos. Era un trozo de calle en la que tampoco había muchas personas, sólo paredes de antiguos almacenes. No sería difícil pasar al otro lado de la valla.

Un minuto más tarde, mientras estudiaba la valla, Billy comprobó que no era el primero en haber tenido aquella idea. Se produjo un movimiento al otro lado, un hombre, no mucho mayor que él, se hizo visible, se paró un momento, mirando al exterior calle arriba y calle abajo para asegurarse de que no había nadie demasiado cerca, y luego se inclinó hacia la parte inferior de la valla y empujó un trozo de maltratado hormigón hasta colocarlo debajo de ella. Después, con una facilidad que demostraba que no era la primera vez que lo hacía, se arrastró por debajo de la valla, empujó el zoquete de hormigón de modo que la valla volviera a descender a la posición normal, se puso en pie y se alejó calle abajo.

Billy esperó hasta que el desconocido estuvo fuera de la vista, y luego se acercó al lugar por el que había aparecido. Una leve depresión había sido escarbada en suelo, poco profunda para no llamar la atención pero lo bastante profunda para arrastrarse por ella cuando la parte inferior de la valla era levantada. Billy empujo el hormigón como había hecho el otro, miró a su alrededor —nadie a la vista le estaba prestando atención— y se deslizó por debajo. Volvió a empujar el hormigón de modo que la valla cayera y echó a correr hacia el edificio más próximo.

Había algo atemorizador en todas aquellas hectáreas de vacío silencio; Billy no había estado nunca tan solo, sin nadie en alguna parte cerca de él. Echó a andar, ahora lentamente, pegado contra los ladrillos calentados por el sol del edificio, parándose y atisbando cautelosamente, cuando llegó a la esquina. Delante de él se extendía una amplia avenida sembrada de escombros. Se disponía a cruzarla cuando se produjo un movimiento al fondo de la calle y Billy se dejó caer al suelo, pegado a la pared, mientras un guardián con uniforme gris pasaba lentamente por el otro lado. Cuando desapareció, Billy echó a correr en dirección contraria, refugiándose en las sombras de las oxidadas vigas de acero de un dique flotante seco.

Avanzó de ruina en ruina, buscando algún refugio en el que pudiera deslizarse para ocultarse y dormir. Había otros guardianes por allí, pero resultaban fáciles de localizar, ya que permanecían en las avenidas más anchas y nunca se acercaban a los edificios. Si lograba descubrir la manera de introducirse en una de las estructuras cerradas estaría bastante a salvo de ser descubierto. Una de ellas tenía un aspecto prometedor, un edificio alargado y bajo con un techo derruido y ventanas sin cristales. Las paredes eran de tablas revestidas de amianto, y muchos de los paneles estaban rotos, y uno de ellos había sido casi completamente arrancado. Billy se acercó, miró al interior y sólo pudo ver oscuridad. El techo derruido se encontraba muy cerca del suelo, formando una oscura y silenciosa caverna. Justo lo que él necesitaba. Bostezó y se arrastró a través de la abertura.

El gran trozo de hierro le alcanzó en el costado, y Billy lanzó un grito de agonía.

La oscuridad se llenó de rojas lenguas de dolor mientras Billy retrocedía y salía de la abertura, apretándose el costado con una mano. Algo pesado hendió el aire muy cerca de su cabeza y se estrelló contra la pared, astillándola. Billy se puso en pie, alejándose de la entrada, pero nadie le siguió. No hubo más que silencio dentro de la negra abertura mientras Billy se alejaba con la mayor rapidez posible, apretándose el costado, mirando temerosamente hacia atrás. Cuando dobló una esquina y creyó que no podían verle, se detuvo y levantó su camisa para examinar la zona despellejada inmediatamente debajo de sus costillas, que estaba adquiriendo ya un color negro azulado. No parecía ser más que una fuerte magulladura pero le dolía mucho.

Necesitaba algo que le permitiera defenderse. No es que pensara regresar a aquel edificio —¡ni hablar!—, sino que en un lugar como este le haría falta algún tipo de arma. A su alrededor había trozos de hormigón, y recogió uno que encajaba en su mano y del que además sobresalía un trozo de oxidada varilla de hierro. A otras muchas personas debió ocurrírseles la idea de ocultarse aquí, tuvo que haberlo imaginado cuando vio al individuo que salía por debajo de la valla. Permanecían fuera de la vista de los guardianes, lo cual parecía bastante fácil. Y cuando encontraban un buen lugar para ocultarse se hacían dueños de él, alejando a cualquiera que se acercara por allí. Era posible que existiera una vía de acceso a cada uno de aquellos edificios… y alguien oculto en cada uno de ellos. Billy se estremeció al pensarlo y apretó su mano contra su dolorido costado mientras se alejaba del edificio. Tal vez debería marcharse de aquí ahora que aún podía hacerlo por su propio pie… Pero este era un lugar demasiado bueno para abandonarlo. Si encontraba un agujero para ocultarse sería perfecto, exactamente lo que él necesitaba. Tenía que buscar un poco más antes de renunciar. Y encontrar algo mejor que aquel trozo de hormigón para defenderse. Rebuscó mientras andaba y comprobó que, a pesar del desmoronado y ruinoso paisaje, no había nada suficientemente pequeño y manejable como para ser utilizado como un arma. Era como si otros muchos hubiesen pasado por aquí antes que él, buscando lo mismo. Agarrando con más fuerza el trozo de hormigón, avanzó cojeando.

Un poco más tarde quiso escapar de aquella selva de ruinas, pero se había extraviado y no logró encontrar la salida. El sol pegaba fuerte sobre su cabeza, rebotando en el agrietado pavimento a su alrededor. Avanzó a lo largo de la orilla de un vasto y silencioso dique seco, sucio y olvidado, un valle de silencio alfombrado de escombros, sintiéndose como un insecto arrastrándose a lo largo del borde del mundo. Más allá discurría el grasiento East River, separándole de las lejanas torres de Manhattan; el costado le dolía al respirar, y la soledad era un peso que deprimía sus hombros.

Un barco desmantelado reposaba sobre unos bloques a orillas del agua que no volvería a surcar, despellejado con sus oxidadas costillas al aire, como el esqueleto de un monstruo marino muerto. Pero la tarea de desmantelamiento no había sido completada; la parte posterior del barco estaba casi intacta, y parte de la cubierta de popa no había sido tocada. No había ninguna abertura al nivel del suelo, el barco había sido un petrolero y el mamparo transversal continuaba en su lugar, pero más arriba habían portañolas e incluso una puerta. No sería difícil trepar por el entramado, y Billy se preguntó si alguien había estado allí antes que él. Tal vez sí, tal vez no, no había modo de saberlo. Tenía que descansar, y el barco le recordaba su hogar. Tenía que encontrar algún refugio. El trepar con el trozo de hormigón en la mano hacía difícil la ascensión, pero Billy lo conservó.

Delante de la puerta de la camareta sólo quedaba un trozo de cubierta de bordes dentados y de muy poca anchura. Billy se arrastró hasta allí y se encaró con la abertura sin puerta de la cabina, sujetando con fuerza el trozo de hormigón.

—¿Hay alguien ahí? —inquirió, sin levantar demasiado la voz. Las aberturas circulares que en otro tiempo habían contenido portañolas proyectaban rayos de luz al interior, brillantes manchas luminosas que hacían mas intensa la oscuridad circundante—. Hola —insistió Billy, pero no obtuvo ninguna respuesta, sólo silencio.

De mala gana, avanzó a través del umbral y penetró en la oscura estancia. Esta vez nadie le golpeó, nada se movió, y Billy parpadeó, cegado por la brillante luz del sol del exterior, mirando a una forma oscura, pero no era más que un montón de escombros. Había otro montón en el rincón más lejano, y tuvo que mirarlo dos veces antes de comprobar que era un hombre, sentado en el suelo con la espalda apoyada en la pared y las piernas extendidas ante él, mirándole fijamente.