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Shirl evitó mencionar su vida en común con Mike tan cuidadosamente como lo hacia Andy. Era algo de lo que nunca hablaban.

—Mi padre vive en una vecindad como esta —dijo—. Las cosas no son tan diferentes.

—No estoy hablando de eso —Andy se sentó en cuclillas, abrió su revólver y pasó el cepillo a través del cañón una y otra vez—. Cuando te marchaste de tu casa las cosas fueron mucho mejores para ti, lo sé. Eres bonita, mucho más que bonita, y pudiste escoger entre muchos hombres que seguramente bebían los vientos por ti.

Andy hablaba con lentitud, aparentemente concentrado en su tarea.

—Estoy aquí porque deseo estar aquí —dijo Shirl, expresando con palabras lo que Andy no había sido capaz de decir—. El ser atractiva hace las cosas más fáciles para una chica, lo sé, pero no lo resuelve todo. Quiero… no lo sé con exactitud… ser feliz, supongo. Tú me ayudaste cuando realmente necesitaba ayuda, y contigo lo pasé mejor de lo que lo había pasado en toda mi vida. Nunca te lo había dicho, pero estaba deseando que me pidieras que viniera aquí, por lo bien que lo habíamos pasado.

—¿Es ése el único motivo?

Nunca habían hablado de esto desde la noche que Andy le había pedido que viniera aquí, y ahora él deseaba saberlo todo acerca de los sentimientos de Shirl, sin revelar ninguno de los suyos.

—¿Por qué me pediste que viniera aquí, Andy? ¿Cuáles eran tus motivos? —inquirió Shirl, eludiendo su pregunta.

Andy volvió a colocar el cilindro en el revólver sin levantar la mirada y lo hizo girar con el pulgar.

—Me gustabas… me gustabas mucho. En realidad, si quieres saberlo —bajó la voz como si las palabras que iba a pronunciar fueran algo vergonzoso—, te amo.

Shirl no supo qué decir, y el silencio se prolongó. La dinamo de la linterna zumbó, y al otro lado del tabique rechinaron unos muelles y Sol gruñó en voz baja mientras se acostaba.

—¿Qué me dices de ti, Shirl? —inquirió Andy en voz muy baja, para que Sol no pudiera oírles. Por primera vez alzó su rostro y miró a Shirl.

—Yo… soy feliz aquí, Andy, y quiero estar aquí. No he pensado mucho en todo eso.

—¿Amor, matrimonio, hijos? ¿Has pensado en esas cosas? —Andy hablaba ahora en tono casi incisivo.

—Todas las muchachas piensan en esas cosas, pero…

—Pero no con un don nadie como yo, en una ratonera como esta, ¿es eso lo que quieres decir?

—No pongas palabras en mi boca, yo no he dicho eso, y si siquiera lo he pensado. No me quejo de nada… excepto quizá de lo prolongado de tus ausencias.

—Tengo que atender a mi trabajo.

—Lo sé… pero eso no impide que lamente no verte casi nunca. Creo que pasábamos mucho más tiempo juntos durante aquellas primeras semanas, después de conocernos. Era divertido.

—Gastar dinero siempre es divertido, pero la vida no puede ser una diversión continua.

—¿Por qué no? No quiero decir continuamente, pero sí de vez en cuando, o por las noches, e incluso un domingo… ¿Cuánto tiempo hace que no habíamos hablado como lo estamos haciendo ahora? No digo que la vida tenga que ser un continuo romance…

—Tengo mi trabajo. ¿Cuánto romance crees que habría en nuestras vidas si renunciara a él?

Shirl notó que unas lágrimas pugnaban por asomar a sus ojos.

—Por favor, Andy… No quiero discutir contigo, es lo último que desearía hacer. ¿No comprendes…?

—Lo comprendo perfectamente. Si fuera un hombre importante en el sindicato y me dedicara a traficar con muchachas y con marihuana y con LSD, las cosas podrían ser distintas. Pero no soy más que un modesto policía que trata de mantener la ley y el orden, en tanto que otros bastardos se dedican a alterarlos.

Andy introducía los proyectiles en el cilindro mientras hablaba, sin mirar a Shirl y sin ver las silenciosas lágrimas que resbalaban por sus mejillas. Shirl no había llorado en la mesa durante la cena, pero ahora no podía contener el llanto. El tiempo frío, el muchacho con la navaja, la escasez de agua… y ahora esto.

Cuando dejó la linterna en el suelo, la luz se amortiguó y casi se apagó al dejar de funcionar la palanca. Antes de que se reavivara en la mano de Andy, Shirl se había vuelto de cara a la pared y se había tapado la cabeza con las ropas de la cama.

Andy le gustaba, lo sabía… pero, ¿le amaba? Era algo que resultaba muy difícil de decidir teniendo en cuenta lo poco que le veía. ¿Por qué no lo comprendía Andy? Ella no trataba de ocultarle nada ni de evitar nada. Pero Andy apenas estaba a su lado, y ella pasaba su vida en este horrible cuarto, y cuando salía a la calle era para rozarse con personas como el muchacho de la navaja…

Shirl se mordió el labio rabiosamente, pero las lágrimas no cesaron de afluir a sus ojos.

Cuando Andy se acostó no dijo absolutamente nada, y Shirl no supo lo que ella podía decir. El calor del cuerpo de Andy resultaba muy agradable, aunque Shirl podía percibir el olor del aceite con el que Andy había engrasado el revólver: se le había pegado a las manos y no había podido eliminarlo del todo. Cuando Andy se acercó un poco más a ella Shirl se sintió mucho mejor.

Tocó su brazo y susurró «Andy», pero ya era demasiado tarde. Andy estaba profundamente dormido.

II

—Me da en la nariz que va a haber jaleo —dijo el detective Steve Kulozik mientras terminaba de ajustar el barbuquejo del casco de fibra de cristal. Se lo puso, visiblemente enfurruñado.

—¡Te da en la nariz que va a haber jaleo! —Andy agitó la cabeza—. Tienes un olfato maravilloso. Nos han reunido a todos, patrulleros y detectives, como tropas de choque. Nos han proporcionado cascos y material antidisturbios a las siete de la mañana, nos han encerrado aquí sin darnos ninguna orden… y te da en la nariz que va a haber jaleo. ¿Cuál es tu secreto, Steve?

—Un talento natural —dijo plácidamente el obeso detective.

—¡Presten atención! —gritó el capitán. Las voces y el arrastrar de pies se apagaron, y los hombres quedaron silenciosos, mirando con expectación hacia el extremo más alejado de la gran sala donde se encontraba el capitán—. Hoy tendremos un trabajo especial —continuó este—, y el Detective Dwyer, de la Brigada del Cuartel General, se lo explicará a ustedes.

Se oyeron unos apagados murmullos mientras los hombres de las últimas filas trataban de ver más allá de los compañeros situados delante de ellos. Los de la Brigada del Cuartel General eran especialistas en la represión de disturbios, tenían su sede en Centre Street y recibían órdenes directamente del Inspector de Detectives Ross.

—¿Pueden oírme todos? —inquirió Dwyer, y luego se encaramó a una silla. Era un hombre robusto, con la barbilla y el arrugado cuello de un bulldog y una voz de bajo ligeramente ronca—. ¿Están cerradas las puertas, capitán? —preguntó—. Lo que tengo que decir es únicamente para esos hombres.

El capitán asintió, y Dwyer se encaró con los hileras de patrulleros uniformados y detectives vestidos de gris.

—Esta noche habrán muerto un par de centenares, o quizás un par de miles de personas de esta ciudad —dijo—. Su tarea va a consistir en que esa cifra sea lo más baja posible. Cuando salgan de aquí deben de hacerlo con la idea de que hoy se van a producir motines y algaradas, y de que cuando antes acaben con ellos más fáciles van a resultar las cosas para todos. Los almacenes de la Beneficencia no abrirán hoy, y no se suministrará ningún alimento durante tres días, como mínimo.

Su voz se elevó por encima de los repentinos murmullos.

—¡Silencio! —gritó—. ¿Qué son ustedes… oficiales de policía o un rebaño de viejas? Les hablo sin tapujos a fin de que puedan estar preparados para lo peor. ¿O prefieren que les dore la píldora?