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—Son casi las ocho —dijo Andy, vigilando continuamente a las personas que les rodeaban—. Esta es la hora en que suelen abrir los almacenes de la Beneficencia. Supongo que transmitirán el aviso por televisión al mismo tiempo.

Avanzaron lentamente hacia la Calle Veintitrés, andando por la calzada debido a que los tenderetes del zoco se habían extendido hasta cubrir la mayor parte de la acera.

—Punzones de troquelar, tengo los mejores punzones de troquelar —pregonó un comerciante mientras pasaban por delante de su tenderete, un hombre bajito casi perdido entre los deshilachados pliegues de un inmenso abrigo, proyectando su afeitada cabeza por encima del cuello de la prenda como la de un buitre de un collarín de plumas desgreñadas. Se frotó su goteante nariz con los nudillos y siguió canturreando—: Compre punzones de troquelar aquí, oficial, los mejores, lo troquelan todo, tazones, cacerolas, escudillas, orinales, cualquier cosa…

Los dos detectives pasaron de largo.

A las nueve había una sensación distinta en el aire, una tensión que no había estado allí antes. La multitud parecía tener una voz más sonora y removerse más aprisa, como agua a punto de hervir. Cuando los detectives pasaron de nuevo por delante del tenderete de los punzones de troquelar vieron que la mayor parte del género no estaba ya a la vista, y que los pocos punzones que quedaban sobre el mostrador estaban oxidados y no podían tentar a ningún ladrón. Su propietario permanecía agachado entre ellos sin pregonar ya su mercancía, moviendo únicamente sus agresivos ojos.

—¿Has oído eso? —preguntó Andy, y ambos se volvieron hacia el mercado. Por encima del creciente zumbido de voces habla resonado un grito furioso, seguido de otros—. Vamos a echar una mirada —añadió Andy abriéndose camino por uno de los estrechos senderos que discurrían a través del mercado.

Una multitud vociferante estaba sólidamente instalada entre los tenderetes y los carritos de mano, y sólo se removió sin apartarse a un lado cuando los dos detectives hicieron sonar sus silbatos. Las porras dieron mejor resultado, golpeando las barricadas de tobillos y piernas hasta que abrieron un pasillo para ellos, de mala gana. En el centro de la muchedumbre había tres tenderetes dedicados a la venta de galleta desmigajada, uno de ellos patas arriba, con bolsas de migajas esparcidas por el suelo.

—¡Han subido el precio! —gritó una arpía de rostro delgado—. Eso va contra la ley. Piden el doble de las migajas.

—Ninguna ley nos prohibe pedir lo que nos dé la gana —replicó el dueño de uno de los tenderetes, despejando la zona delante de él con una vieja barra de conexión que agitaba salvajemente. Estaba dispuesto a defender con su vida sus existencias de migajas de galleta. Migajas de galleta, el alimento más barato y más insípido consumido nunca por el hombre.

—¡No tenéis ningún derecho, esos precios son ilegales! —gritó un hombre, y la multitud asintió con un aullido.

Andy hizo sonar su silbato.

—¡Calma! —gritó por encima de la voz de la muchedumbre—. Yo arreglaré esto, pero conserven la calma. —Steve se irguió y se enfrentó con la enfurecida multitud, haciendo oscilar su porra delante de él, mientras Andy se volvía hacia el dueño del tenderete y hablaba en voz baja—. No sea estúpido. Pida un precio razonable y venda sus existencias…

—Puedo pedir el precio que me dé la gana. No hay ninguna ley… —empezó a protestar el hombre, pero se interrumpió cuando Andy golpeó con su porra el lado del tenderete.

—Es cierto… no hay ninguna ley que le impida perderlo todo, incluida su estúpida cabeza. Fije un precio y venda, porque si no lo hace voy a marcharme de aquí y dejar que esa gente haga lo que quiera.

—Tiene razón, Al —dijo el dueño del tenderete contiguo, que se había acercado para escuchar a Andy—. Vamos a venderlo todo y marcharnos de aquí, porque si no lo hacemos nos quedaremos sin nada. Yo voy a rebajar el precio.

—¡Estás loco… piensa en el dinero! —protestó Al.

—¡Y un cuerno! Pienso en el agujero en mi cabeza si no lo hacemos. Voy a vender.

El griterío iba en aumento, pero en cuanto los vendedores empezaron a despachar su mercancía a un precio más bajo hubo bastante gente que deseaba comprar, de modo que la unidad de la multitud se rompió. Podían oírse otros gritos, procedentes del lado de la Plaza que daba a la Quinta Avenida.

—Esto ha quedado resuelto —dijo Steve—. Vámonos de aquí.

Ahora, la mayoría de los tenderetes estaban cerrados, y entre ellos habían espacios vacíos donde los propietarios de carritos de mano habían dejado de vender y se habían marchado. Una mujer harapienta estaba caída, sollozando, entre los restos de su tenderete, con sus existencias de habas cocidas aplastadas por el suelo a su alrededor.

—Asquerosos polizontes —tartamudeó cuando pasaron los dos detectives—. ¿Por qué no hacen algo, por qué no les mantienen a raya? Asquerosos polizontes —repitió.

Se alejaron sin mirarla en dirección a la Quinta Avenida. Les costó Dios y ayuda abrirse paso entre el remolino de gente.

—¿Oyes eso, procedente del norte? —preguntó Steve—. Suena como cantos o gritos.

La corriente humana parecía seguir ahora una dirección predeterminada, en un movimiento más unitario que avanzaba hacia la parte alta de la ciudad. A cada instante, el canto de la masa se hacía más ruidoso, contrapunteado por el sonido estridente de una voz amplificada:

«Dos, cuatro, seis, ocho: las raciones de la Beneficencia llegan demasiado tarde.

Tres, cinco, siete, nueve: los medicamentos se retrasan todavía más

—Son los Ancianos —dijo Andy—. Están marchando de nuevo sobre la Plaza Times.

—Han escogido el mejor día para hacerlo: hoy está ocurriendo todo.

Mientras la multitud se apretujaba en las aceras aparecieron los primeros manifestantes, precedidos por media docena de patrulleros uniformados que hacían oscilar sus porras en desenvueltos arcos delante de ellos. Seguía la primera oleada de la legión de los ancianos, un grupo de hombres de cabellos grises o más o menos calvos encabezado por Kid Reeves. Cojeaba un poco al andar, pero marchaba al frente, portando un voluminoso megáfono que funcionaba con una batería: una trompeta de metal gris con un micrófono en el lugar correspondiente a la boquilla. Lo acercó a sus labios, y su voz amplificada retumbó por encima del griterío de la multitud.

—«Todos los que estáis en las aceras, marchad con nosotros. Uníos a esta protesta, levantad vuestras voces. No estamos manifestándonos únicamente por nosotros mismos, sino también por todos vosotros. Si sois ciudadanos de cierta edad estáis con nosotros en vuestros corazones, porque nos manifestamos para ayudaros. Si sois más jóvenes tenéis que saber que nos manifestamos para ayudar a vuestros padres, para obtener la ayuda que vosotros mismos necesitaréis algún día…»

Había gente que estaba siendo empujada desde la desembocadura de la Calle Veinticuatro, impulsada a través del camino de los manifestantes, mirando hacia atrás por encima de sus hombros mientras la presión de la multitud tras ellos les obligaba a avanzar. La marcha de los Ancianos se ralentizó un poco, hasta que se paró del todo en una maraña de cuerpos. Unos silbatos de la policía resonaron estridentemente a lo lejos, y los patrulleros que habían estado marchando al frente de los Ancianos lucharon inútilmente para interrumpir el avance, pero fueron desbordados y tragados en unos instantes, y la estrecha salida de la Calle Veinticuatro vomitó una estampida de figuras que corrían. Se incrustaron en la multitud y se fusionaron con la guardia de avanzada de los Ancianos.