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—«¡Alto, alto!», retumbó el grito amplificado de Reeves. «Estáis obstaculizando esta marcha, una marcha legal…

Los recién llegados cargaron contra él y un hombre robusto, con un lado de la cabeza manchado de sangre, alargó una mano hacia el megáfono.

—¡Dame eso! —ordenó, y sus palabras quedaron amplificadas y mezcladas con las de Reeves en estruendosa confusión.

Andy podía ver claramente lo que estaba ocurriendo, pero no podía hacer nada para evitarlo, dado que la muchedumbre le había separado de Steve y le empujaba hacia atrás contra la temblequeante hilera de tenderetes.

—¡Dame eso! —aulló de nuevo la voz, seguida de un grito de Reeves mientras el megáfono era arrancado violentamente de sus manos.

—«¡Están tratando de matarnos de hambre!», martilleó a través de la multitud el amplificado sonido; rostros pálidos se volvieron hacia él. «El almacén de la Beneficencia está lleno de comida, pero lo han cerrado y no nos dan nada. ¡Vamos a abrirlo y a sacar la comida! ¡Vamos a abrirlo!»

La multitud rugió su asentimiento y refluyó hacia la Calle Veinticuatro, atropellando a los Ancianos y derribando a muchos de ellos al suelo, estimulada por la rencorosa voz. La multitud estaba abocada al desenfreno, y el desenfreno se convertiría en motín si la muchedumbre no era contenida. Andy golpeó con su porra a las personas más próximas para abrirse paso a través de ellas, tratando de acercarse al hombre del megáfono a fin de hacerle callar. Un grupo de Ancianos había entrelazado sus brazos en torno a su jefe herido, Reeves, que estaba gritando algo sin que pudiera oírsele, sujetando su antebrazo derecho con su mano izquierda para protegerlo; colgaba, en un extraño ángulo, fracturado. Andy trató de avanzar pero comprendió que no lograría su propósito de atravesar aquella marea humana.

—«…guardándose la comida para ellos. ¿Conocéis a algún polizonte que esté desnutrido? ¡Y los políticos se están comiendo lo que nos corresponde y no les importa si nos morimos de hambre!»

La estruendosa voz empujaba a la multitud más y más cerca del motín. Mucha gente, principalmente ancianos, había caído ya y había sido pisoteada. Andy abrió su bolsa y sacó una de las bombas antidisturbios. Estaban sincronizadas para estallar y soltar sus nubes de gas tres segundos después de haber tirado del seguro. Andy tiró de la anilla y lanzó la bomba apuntando al hombre del megáfono. La lata verde trazó un amplio arco en el aire y cayó muy cerca del objetivo. Pero no estalló.

—«¡Bombas!», aulló la voz del hombre en el megáfono. «Los polizontes tratan de matarnos para que no consigamos esa comida. ¡No podrán detenernos! ¡Vamos a por ella! ¡Bombas!»

Andy blasfemó y sacó otra granada de gas. Esta tendría que funcionar mejor, la primera sólo había servido para empeorar las cosas. Empujó a las personas más próximas con su porra a fin de disponer de espacio suficiente para maniobrar, tiró de la anilla, y contó hasta dos antes de lanzar la granada.

La lata estalló con un sordo estampido casi encima del hombre del megáfono robado, cortando en seco su perorata bajo el efecto de la violenta náusea. La multitud reaccionó inmediatamente, perdida su unidad de propósitos mientras la gente trataba de escapar de la nube de vapor, cegada por el gas lacrimógeno, con los intestinos retorcidos por los regurgitantes. Andy sacó la máscara antigás y se la colocó rápidamente, repitiendo de un modo casi maquinal los movimientos aprendidos en el cursillo de instrucción. Su casco quedó colgado por el barbuquejo de su brazo izquierdo, mientras utilizaba las dos manos, con los pulgares hacia dentro, para sacudir la máscara y liberar las gomas sujetadoras. Conteniendo la respiración, introdujo su barbilla en la mascara y, con un solo y rápido movimiento, pasó por encima de su cabeza las gomas sujetadoras. Luego, con la palma de la mano derecha empotró contra su boca la válvula de escape mientras expulsaba violentamente el aire de sus pulmones, con lo cual empujó los lados vibrantes de la máscara eliminando cualquier rastro de gas. Mientras realizaba esta operación, utilizó su mano libre para volver a ponerse el casco. Aunque la operación de colocarse la máscara no había durado más de tres segundos, la escena delante de él había cambiado espectacularmente. La gente huía en todas direcciones, tratando de escapar de la nube de gas que se extendía en una tenue neblina sobre una zona cada vez mayor de la calzada. Los únicos que quedaban estaban tendidos en el suelo o doblados sobre si mismos, afectados de violentos vómitos. Era un gas muy potente. Andy corrió hacia el hombre que habla agarrado el megáfono. Estaba de rodillas, sentado sobre sus talones, cegado y salpicado por sus propios vómitos, pero agarrando todavía el megáfono y maldiciendo entre dolorosos espasmos. Andy trató de arrancárselo, pero el hombre luchó obstinadamente, aferrándolo como si le fuera la vida en conservarlo, hasta que Andy se vio obligado a golpearle en la base del cráneo con su porra. El hombre se desplomó sobre el manchado pavimento y Andy se apoderó del megáfono.

Esta era la parte más difícil. Rascó el micrófono con el dedo Indice y sonó un repiqueteo amplificado:

el aparato seguía funcionando. Andy aspiró profundamente, llenando sus pulmones contra la resistencia de los filtros de la caja, y luego se arrancó la máscara.

—Habla la policía —dijo, y unos rostros se volvieron hacia su voz amplificada—. La situación se ha normalizado. Hagan el favor de dispersarse, regresen a sus hogares sin provocar más problemas, la situación se ha normalizado. No habrá más gases si se dispersan en paz. —Se produjo un cambio en el sonido de la multitud cuando oyeron la palabra «gases», y la fuerza de su movimiento empezó a cambiar. Andy luchó contra la náusea que se aferraba a su garganta—. La policía se ha hecho cargo de la situación, que vuelve a ser normal…

Tapó el micrófono con la mano para silenciarlo mientras se doblaba sobre sí mismo y vomitaba.

III

La ciudad de Nueva York estaba abocada al desastre. Cada almacén cerrado era un núcleo de protesta, rodeado por' muchedumbres que estaban hambrientas y asustadas y buscaban a alguien sobre quien descargar sus reproches. Su rabia les incitaba al motín, y del motín al pillaje no había más que un paso. La policía luchaba hasta el límite de sus fuerzas, pero sólo se erguía la más delgada de las barreras entre la protesta furiosa y el caos sangriento.

Al principio, los chuzos y las porras emplomadas controlaron a los revoltosos, y cuando esto falló el gas dispersó a las multitudes. La tensión fue en aumento, ya que la gente se dispersaba únicamente para volverse a reunir en un lugar distinto. Los sólidos chorros de agua de los camiones antidisturbios detenían fácilmente a los que trataban de asaltar los almacenes de la Beneficencia, pero no había suficientes camiones, ni habría más agua una vez se hubiera agotado la de sus tanques. El Departamento de Sanidad habla prohibido utilizar agua del río: habría sido como rociar a la gente con veneno. La poca agua disponible se necesitaba de un modo apremiante para los incendios que brotaban en toda la ciudad. Con las calles bloqueadas en numerosos lugares, los equipos de bomberos no podían pasar, y los camiones se veían obligados a dar largos rodeos. Algunos de los incendios se estaban extendiendo, y al mediodía todos los efectivos del cuerpo de bomberos habían sido movilizados.