El primer revólver fue disparado unos minutos después de las doce, por un guardián del Departamento de Beneficencia que mató a un hombre que había forzado una ventana del depósito de alimentos de la Plaza Tompkins y había tratado de introducirse por ella. Había sido el primero pero no el último de los disparos… y aquella no sería la última persona que perdería la vida.
El alambre de espino bloqueó algunas de las zonas conflictivas, pero las existencias de alambre eran muy limitadas. Cuando se agotaron, los helicópteros revolotearon por encima de las atestadas calles y actuaron como puestos de observación aéreos para la policía, localizando los lugares en los que eran más necesarias las reservas. Era una tarea infructuosa debido a que no existían reservas, todo el mundo estaba en primera línea.
Después del primer conflicto en la Plaza Madison, ya nada produjo una fuerte impresión en Andy. Durante el resto del día y la mayor parte de la noche, junto con todos los otros policías de la ciudad, se enfrentó a la violencia y devolvió violencia para restablecer la ley y el orden en una ciudad desgarrada por la lucha. El único descanso que tuvo fue después de haber caído víctima de su propio gas y de haber conseguido llegar a la ambulancia del Departamento de Hospitales para ser tratado. Un enfermero le lavó los ojos y le suministró una tableta para contrarrestar las náuseas. Se tumbó en una de las camillas del interior, apretando su casco, sus bombas y su porra contra su pecho mientras se recuperaba. El conductor de la ambulancia estaba sentado sobre otra camilla junto a la puerta, armado con una carabina — del calibre .30, para desalentar a cualquiera que pudiera sentirse demasiado interesado por la ambulancia o por su valioso contenido quirúrgico. A Andy le hubiera gustado permanecer allí tendido un poco más, pero la fría niebla penetraba en el vehículo abierto y empezó a temblar con tanta intensidad que sus dientes castañetearon. Le resultó difícil ponerse en pie y descender de la ambulancia pero una vez en movimiento se sintió un poco mejor… y más caliente. El asalto al centro de la Beneficencia había sido evitado, posiblemente gracias a su acción para apoderarse del megáfono, y Andy avanzó lentamente para unirse al grupo más próximo de figuras vestidas de azul frunciendo la nariz ante el desagradable olor que se desprendía de sus ropas.
A partir de aquel momento, la fatiga no le abandono y sólo conservó recuerdos de rostros vociferantes, pies corriendo, el sonido de disparos, gritos, el estallido de granadas de gas, de algo invisible que le habían arrojado y que golpeó el dorso de su mano, produciéndole una enorme magulladura.
Al caer la noche empezó a llover, una fría llovizna mezclada con aguanieve, y esto y el agotamiento, más que la policía, fue lo que expulsó a la gente de las calles. Sin embargo, cuando las multitudes desaparecieron, la policía descubrió que su trabajo no había hecho más que empezar. Puertas y ventanas forzadas tenían que ser vigiladas hasta que pudieran ser reparadas, había que encontrar a los heridos para llevarlos a un lugar en el que pudieran ser atendidos, en tanto que el cuerpo de bomberos necesitaba ayuda para combatir los incontables incendios. Estas tareas se prolongaron durante toda la noche, y al amanecer Andy se encontró derrumbado sobre un banco de la Comisaría, oyendo que el teniente Grassioli pronunciaba su nombre al final de una lista que había estado leyendo.
—Y estos son todos los que pueden irse —añadió el teniente—. Recojan sus raciones antes de marcharse y devuelvan su equipo antidisturbios. Quiero verles aquí de nuevo a las seis de la tarde, y no quiero pretextos… Nuestros problemas no han terminado todavía.
En algún momento durante la noche había cesado de llover. El sol naciente proyectaba largas sombras sobre las calles, poniendo una pátina dorada en el mojado y negro pavimento. Un inmueble de lujo incendiado humeaba todavía, y Andy tuvo que evitar cuidadosamente los chamuscados restos que alfombraban la calle delante del edificio. En la esquina de la Séptima Avenida vio los restos aplastados de dos vehículos a pedales, desprovistos ya de cualquier pieza utilizable, y unos metros más allá el cuerpo de un hombre tendido en el suelo. Podía estar dormido, pero cuando Andy pasó junto a él, su rostro vuelto hacia el cielo le reveló sin lugar a dudas que el hombre estaba muerto. Siguió andando, ignorándole. Hoy, el Departamento de Salubridad sólo recogerla cadáveres.
Los primeros trogloditas estaban saliendo de la entrada del Metro, parpadeando a la luz. Durante el verano todo el mundo se reía de los trogloditas —las personas a las que la Beneficencia había asignado como vivienda las estaciones del Metro, que había dejado de funcionar hacía mucho tiempo, pero cuando llegaba el invierno las risas se trocaban en envidia. Las estaciones podían ser sucias, polvorientas, oscuras, pero siempre había en ellas unas cuantas estufas eléctricas encendidas. No vivían en el lujo, pero al menos la Beneficencia no permitía que se helaran. Andy llegó a su propia manzana.
Subiendo la escalera de su edificio, pisó con fuerza a algunos de los durmientes, pero estaba demasiado cansado para lamentarlo… e incluso para darse cuenta. Hurgó en la cerradura con la llave sin lograr introducirla, y Sol le oyó y acudió a abrir la puerta.
—Acabo de preparar un poco de sopa —dijo Sol—. Llegas muy a tiempo.
Andy sacó unos trozos de galleta del bolsillo de su abrigo y los dejó caer sobre la mesa.
—¿Has estado robando comida? —preguntó Sol, cogiendo uno de los trozos y mordisqueándolo—. Creía que no iban a suministrar nada durante dos días más…
—Es la ración de la policía.
—Me parece muy justo. No puedes andar por ahí golpeando a los ciudadanos con el estómago vacío. Pondré unas cuantas en la sopa, así tendrá más cuerpo. Supongo que ayer no viste la televisión, de modo que no estarás enterado de las payasadas del Congreso. La cosa está que arde…
—¿No se ha despertado aún Shirl? —preguntó Andy quitándose el abrigo y dejándose caer pesadamente sobre una silla.
Sol permaneció silencioso unos instantes y luego dijo lentamente:
—No está aquí.
Andy bostezó.
—Es muy temprano para que haya salido. ¿Por qué…
—No ha salido hoy, Andy —Sol removió la sopa, vuelto de espaldas—. Se marchó ayer, un par de horas después de que tú lo hicieras. Y todavía no ha regresado.
—¿Quieres decir que estuvo fuera todo el tiempo durante las algaradas… y también anoche? ¿Y qué hiciste tú?
Andy se sentó muy erguido, olvidada su fatiga.
—¿Qué podía hacer? —dijo Sol—. ¿ Salir a la calle para que me pisotearan como a la mayoría de los viejos carcamanes? Apuesto a que no le ha ocurrido nada malo, probablemente vio todo el jaleo y decidió quedarse con unos amigos en vez de volver aquí.
—¿Qué amigos? ¿De qué estás hablando? Tengo que encontrarla.
—¡Siéntate! —ordenó Sol—. ¿Qué puedes hacer en la calle? Toma un poco de sopa y duerme un rato, es lo mejor que puedes hacer. Ella está bien. Lo sé —añadió a regañadientes.
—¿Qué es lo que sabes, Sol? —inquirió Andy, cogiendo a Sol por los hombros, y girándole a medias de la estufa.
—¡No manosees la mercancía! —gritó Sol, soltándose de las manos de Andy. Luego, con voz más tranquila, añadió—: Lo único que sé es que Shirl no se marchó porque sí, tenía algún motivo. Se puso el abrigo viejo, pero pude ver que debajo llevaba un vestido muy elegante. Y medias de nilón. Una fortuna en sus piernas. Y cuando me dijo hasta luego, vi que se había maquillado cuidadosamente.
—Sol… ¿qué es lo que tratas de decir?
—No trato de decirlo: lo estoy diciendo. Shirl se había vestido para ir de visita, no para ir de compras, como si se dispusiera a ir a ver a alguien. Tal vez ha ido a visitar a su viejo.