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—Habla con él, Shirl —dijo Andy—. Convéncele de que es un viejo zoquete. El peso de los años, sin duda.

Le dio un beso antes de marcharse. Habían transcurrido tres semanas desde la pelea, y en la superficie las cosas marchaban como antes, aunque en el fondo algo había cambiado, parte de la sensación de seguridad —o quizá del amor— había sufrido una irreparable erosión. Nunca hablaban de ello.

—¿Qué pasa? —preguntó Shirl, despojándose de las capas exteriores de ropa que la envolvían.

Andy se detuvo en el umbral de la puerta.

—Pregúntaselo a Sol, estoy seguro de que se sentirá feliz contándotelo con todo detalle. Pero cuando haya terminado de contártelo recuerda una cosa: está equivocado.

—Cada hombre tiene su propia opinión —dijo Sol plácidamente, frotando la grasa de una vieja lata sobre un par de botas del Ejército todavía más viejas.

—No se trata de opinar —dijo Andy—. Lo único que harás será buscarte algún disgusto. Te veré esta noche, Shirl. Si las cosas siguen tan tranquilas como ayer, no llegaré demasiado tarde.

Cerró la puerta tras él, y Shirl echó la llave.

—¿A qué diablos se refería? —preguntó Shirl, calentando sus manos sobre la briqueta de carbón marino que ardía sin llama en la estufa. En la calle hacía mucho frío, y el viento ponía un continuo repiqueteo en el marco de la ventana.

—Se refería a la protesta —dijo Sol, admirando el bruñido cuero de la bota—. Mejor dicho, protestaba contra la protesta. ¿Has oído hablar del Proyecto de Ley de Emergencia? Durante la última semana no han hablado de otra cosa en la televisión.

—¿Es ese al que ellos llaman el Proyecto de Ley Mata-niños?

—¿Ellos? —gritó Sol, frotando furiosamente la bota—. ¿Quiénes son ellos? Una pandilla de imbéciles, eso es lo que son. Individuos que viven mentalmente anclados en la Edad Media e incapaces de apartarse de un camino trillado, ni más ni menos.

—Pero, Sol… no se puede obligar a la gente a practicar algo en lo que no cree. Muchos de ellos opinan que ese Proyecto de Ley equivale a asesinar niños.

—Una opinión equivocada. ¿Tengo yo la culpa de que el mundo esté lleno de imbéciles? Sabes perfectamente que el control de la natalidad no tiene nada que ver con asesinar niños. En realidad, sirve para salvarlos. ¿No es un crimen mayor permitir que los niños mueran de enfermedad y de hambre, que evitar que nazcan los que no se desean?

—Planteado de esa manera, suena diferente. Pero, ¿no olvida usted la ley natural? ¿No viola esa ley el control de la natalidad?

—Querida, la historia de la medicina es la historia de la violación de la ley natural. En la Iglesia —y eso incluye a los Protestantes lo mismo que a los Católicos— algunos trataron de impedir el uso de anestésicos porque era una ley natural que la mujer pariera con dolor. Y era una ley natural que la gente muriera de enfermedad.' Y una ley natural que el cuerpo no fuera sajado por el bisturí y reparado. Existió incluso un individuo llamado Bruno que murió ajusticiado en la hoguera porque no creía en la verdad absoluta ni en leyes 'naturales como esas. Hubo una época en la que todo iba contra la ley natural, y ahora el control de la natalidad ha venido a unirse al resto. Porque todos nuestros problemas actuales proceden del hecho de que hay demasiado gente en el mundo.

—Eso es demasiado simplista, Sol. Las cosas no son realmente blancas y negras, sin más…

—¡Oh, si! lo son; lo que pasa es que nadie quiere admitirlo, eso es todo. Mira, estamos viviendo en un mundo asqueroso, y todos nuestros males tienen una sola causa: el exceso de población. Ahora bien, ¿cómo es posible que durante el 99 por ciento del tiempo que la gente ha estado viviendo en esta tierra no hayan existido nunca problemas de exceso de población?

—No lo sé… nunca he pensado en ello.

—No eres la única. El motivo, dejando aparte cosas sin importancia como las guerras, las inundaciones y los terremotos, era que todo el mundo enfermaba como perros. Morían muchos recién nacidos, morían muchos niños, y todos los demás morían jóvenes. En China, un culí que se alimentaba a base de arroz solía morir de vejez antes de cumplir los treinta años. Anoche lo dijeron en la televisión, y yo lo creo. Y uno de los Senadores leyó en una cartilla, que era un libro escolar para los niños en la América colonial, algo así: «Sé amable con tu hermanita o tu hermanito, no estará contigo mucho tiempo.» La gente procreaba como moscas y moría como moscas. ¡Mortalidad infantil… muchacha! Y no hace tanto tiempo, te lo digo yo. En 1949, después de licenciarme del Ejército, estuve en Méjico. Los niños morían allí de más enfermedades de las que tú o yo hayamos oído hablar nunca. No bautizaban a los niños hasta que habían cumplido un año porque la mayoría de ellos morían antes de cumplirlo y el bautizo costaba mucho dinero. Por eso no existía nunca un problema de población. El mundo entero era un Méjico a gran escala, procreando y muriendo y manteniendo un nivel de población inalterado.

—Entonces… ¿Qué fue lo que cambió?

—Te diré lo que cambió —dijo Sol, agitando la bota delante de Shirl—. Llegó la medicina moderna. Todo podía curarse. La malaria fue erradicada, junto con todas las otras enfermedades que habían estado matando a gente joven y manteniendo bajo el nivel de la población. Llegó el control de la muerte. Los viejos vivían muchos más años. Se salvaban muchos niños que antes hubieran muerto. Pero el ritmo de procreación era el mismo, y continuaba siéndolo: por cada dos personas que mueren nacen tres. De modo que la población empezó a duplicarse… y sigue duplicándose a un ritmo cada vez más rápido. Padecemos una plaga de gente, una enfermedad de gente infestando el mundo. Tenemos más gente que vive más tiempo. Tiene que nacer menos gente, esa es la respuesta. Tenemos que contrarrestar el control de la muerte con el control de la natalidad.

—No comprendo cómo será posible hacerlo mientras la gente siga opinando que tiene algo que ver con matar niños.

—¡Deja de hablar de niños muertos! —gritó Sol, lanzando la bota al otro lado del cuarto—. No hay niños involucrados en esto, ni vivos ni muertos, excepto en los obtusos cerebros de los idiotas que repiten lo que han oído sin comprender una sola palabra. Exceptuando lo presente —añadió, con una voz no demasiado sincera—. ¿Cómo puede matarse a alguien que nunca existió? Todos nosotros somos ganadores en la carrera ovárica, pero nunca he oído que alguien se lamentara por, si disculpas el término biológico, los espermatozoides que resultaron perdedores en la carrera.

—Sol… ¿de qué diablos está hablando?

—De la carrera ovárica. Cada vez que un óvulo es fecundado, hay un par de millones de espermatozoides que tratan de llegar antes que sus compañeros. Sólo uno de ellos puede ganar la carrera, dado que en el momento en que se produce la fecundación todos los demás quedan condenados a morir. ¿Le importan un pepino a alguien los millares de espermatozoides que pierden la carrera? La respuesta es no. Y, ¿qué son todos los complicados calendarios de ritmo menstrual, mecanismos, píldoras, preservativos y drogas utilizados para el control de la natalidad? Simples medios para impedir que un espermatozoide consiga lo que los otros no pueden conseguir. De modo que, ¿dónde están los niños? Yo no veo ningún niño.