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—Una algarada que puede convertirse en un verdadero motín… ¡Fuera de aquí! —Esgrimió de nuevo su porra, y un hombre calvo que andaba apoyándose en unas muletas de aluminio se detuvo, vaciló unos instantes y luego dio media vuelta y volvió a adentrarse en el parque—. En Klein's había una de esas ventas relámpago, ya sabe, ponen súbitamente anuncios en los escaparates y venden algún artículo que desaparece en un santiamén, lo han hecho antes sin que surgieran problemas. Sólo que esta vez tenían una partida de filetes de carne sintética… —Levantó la voz para hacerse oír por encima del rugido de los dos helicópteros verdes y blancos que se acercaban—. Algún bocazas compró los suyos y al doblar la esquina se topó con unos de esos reporteros ambulantes de la TV, y le contó lo que pasaba. Está acudiendo gente creo que hasta del mismo infierno, y no creo que estén bloqueadas aún la mitad de las calles. Aquí llega el alambre para bloquear este lado.

Andy prendió su placa al bolsillo de su camisa y ayudó al patrullero a empujar a la muchedumbre lo más lejos posible. La. gente no protestó; el rugido de los helicópteros parecía aterrorizarles, impulsándoles a apretujarse como un rebaño de ovejas asustadas. Los helicópteros descendieron, y los rollos de alambre cayeron de sus vientres. Oxidados rollos de alambre de espino que rebotaron contra el suelo con la fuerza suficiente para que estallara su precintada envoltura.

No era un alambre de espino corriente. Tenía un ánima de acero templado dotada de «memoria», un metal que, no importa cómo se doblara o enroscara, retornaba a su forma original cuando las trabas eran eliminadas. En tanto que el alambre corriente habría permanecido en el lugar donde cayera hecho una maraña, este luchaba por recobrar su forma primitiva, moviéndose torpemente como un animal ciego a medida que las ataduras eran soltadas, desenrollándose y extendiéndose a lo largo de la calle. Policías provistos de guantes especiales agarraban los extremos y los guiaban en la dirección correcta para formar una barrera en medio de la calzada. Dos espirales en expansión se encontraban y entablaban una lucha insensata, enroscándose la una en la otra y trepando al aire sólo para caer y luchar de nuevo y serpentear en una retorcida unión. Cuando el último cable dejó de moverse a través del pavimento, la calle estaba bloqueada por una pared de alambre de espino de un metro de altura y un metro de anchura.

Pero el problema no estaba resuelto; desde el sur seguía llegando gente a lo largo de las calles que todavía no habían sido bloqueadas por el alambre. Otras barreras de alambre podrían contener aquella riada, pero antes de dejarlo caer era preciso hacer retroceder a la multitud y dejar un espacio despejado. Los patrulleros se las veían y se las deseaban para contener al populacho, y encima de sus cabezas los helicópteros zumbaban como abejas enfurecidas.

Una súbita explosión fue seguida de gritos estridentes. La presión de los cuerpos apiñados había hecho estallar la luna de unos de los escaparates de Klein's, y las aristas del cristal roto se hincaban en carne blanda; al espectáculo de la sangre hacían coro los gemidos de dolor. Andy luchó contra la marca humana para abrirse paso hacia el escaparate; una mujer con los ojos desorbitados y una ensangrentada brecha en la frente tropezó contra ~ para desaparecer inmediatamente de su campo visual. Ahora, Andy apenas podía moverse, y por encima del griterío pudo oír el estridente silbato de un policía. Había gente trepando a través del escaparate destrozado, incluso andando sobre los cuerpos ensangrentados de los heridos, agarrándose a las cajas amontonadas allí. Era la parte trasera del departamento de alimentación. Andy gritó mientras se acercaba un poco más, apenas pudo oír su propia voz en medio de aquella barahúnda, y trató de agarra a un hombre con los brazos llenos de paquetes que salía por el escaparate. No pudo alcanzarle… pero otros pudieron, y el hombre se retorció y cayó bajo las ávidas manos que en un abrir y cerrar de ojos le desposeyeron de los paquetes.

¡Alto! —gritó Andy—. ¡Alto! —repitió, tan inútilmente como si estuviera encerrado en una pesadilla. Un delgado muchacho chino con pantalón corto y una camisa llena de remiendos salió del escaparte casi rozándole las puntas de los dedos, apretando una caja blanca de filetes de carne sintética contra su pecho, y Andy sólo pudo extender una vez más sus manos inútilmente. El muchacho le miró, no vio nada, apartó la mirada de él y, doblando su cuerpo casi por la mitad para ocultar su carga, empezó a deslizarse a lo largo del borde de la multitud contra la pared, aprovechando hábilmente su delgadez. Luego sólo fueron visibles sus piernas, con los músculos anudados como si estuviera luchando contra una marea creciente y los pies medio salidos de las sandalias con suela de neumático. Desapareció, y Andy se olvidó de él, mientras alcanzaba el escaparate roto y se situaba al lado del patrullero con la camisa desgarrada que le había precedido allí. El patrullero blandió su porra, descargándola contra los brazos que le rodeaban, y despejó un espacio. Andy se unió a él y golpeó hábilmente a un saqueador que trataba de salir por el escaparte con su botín; luego empujó el cuerpo inconsciente y los paquetes caldos hacia el interior de la tienda. Aullaron unas sirenas y una lluvia blanca empezó a caer sobre la multitud, mientras los camiones antidisturbios hacían su aparición, con las mangueras de agua funcionando.

II

Billy Chung logró introducir el envase de plástico lleno de filetes de carne sintética debajo de su camisa y, cuando hubo doblado su cuerpo casi por la mitad, apenas era perceptible. Pudo avanzar un trecho, pero luego la presión se hizo excesiva y Billy se pegó a la pared, tratando de eludir el bosque de piernas que apretaban su rostro contra los ladrillos recalentados. No se movió, y súbitamente una rodilla le golpeó en un lado de la cabeza, dejándole medio atontado. Después, la primera cosa de que tuvo consciencia fue un chorro de agua fría sobre su espalda. Los camiones antidisturbios habían llegado, y sus mangueras a presión estaban dispersando a la multitud. Una de las columnas de agua le alcanzó de lleno, le aplastó contra la pared y se alejó. La presión de la muchedumbre no se dejaba ya sentir, y Billy se levantó sobre sus piernas temblorosas, mirando a su alrededor para ver si alguien se había dado cuenta de lo que llevaba, pero nadie lo había notado. Los restos de la multitud, algunos de ellos ensangrentados y magullados, todos completamente empapados, se escurrían más allá de los pesados camiones antidisturbios. Billy se unió a ellos y se dirigió hacia la Plaza Irving, donde había menos gente, y miró desesperadamente a su alrededor buscando un escondrijo, un lugar en el que pudiera disfrutar de unos instantes de soledad, la cosa más difícil de encontrar en esta ciudad. La algarada había terminado, y no pasaría mucho tiempo sin que alguien se fijara en él y se preguntara qué llevaba debajo de la camisa y, lo que es peor, se dispusiera a averiguarlo. Este no era su territorio, ni siquiera había un chino en esta vecindad; le localizarían, le verían… Corrió un poco, pero empezó a jadear y convirtió la carrera en un paso rápido. Tenía que encontrar algo…

Allí. Reparaciones o algo por el estilo junto a uno de los edificios, un hoyo profundo excavado basta los cimientos, con tuberías y un charco de agua fangosa en el fondo. Billy se sentó junto al roto bordillo de la acera de hormigón, se reclinó contra una de las vallas que rodeaban el hoyo, se inclinó hacia adelante y miró a su alrededor con el rabillo del ojo. Nadie le estaba mirando, pero habla mucha gente cerca, gente que salía de las casas o estaba sentada en las gradas para contemplar la retirada de la maltrecha multitud. Llegó un hombre corriendo por el centro de la calle, con un gran paquete debajo del brazo y dirigiendo furtivas miradas a su alrededor. Alguien le puso la zancadilla y el hombre aulló mientras caía, y las personas más próximas se precipitaron sobre él, peleándose por las galletas que se hablan esparcido por el suelo. Billy sonrió, ya que de momento nadie miraba en la dirección en que él se encontraba, y se deslizó al interior del hoyo, hundiéndose hasta los tobillos en el fango. Habían excavado alrededor de una oxidada tubería de hierro de unos treinta centímetros de diámetro, abriendo en la pared una cueva poco profundo en la cual se introdujo. No era un escondrijo perfecto, pero serviría para el caso: desde arriba sólo podían verle los pies. Se tendió de costado sobre el frescor de la tierra y arrancó la tapa del envase.