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Billy se dejó caer al suelo, respirando penosamente y frotándose los magullados dedos, mientras Peter miraba tranquilamente hacia atrás, hacia el barco que había sido su hogar y su fortuna. Tres pequeñas figuras bailaban grotescamente sobre la alta cubierta, y sus carcajadas llegaban débilmente a través del viento frío que soplaba desde la bahía. Billy empezó a temblar.

—Vamos —dijo Peter amablemente, y le ayudó a ponerse en pie—. No podemos quedarnos aquí, esto no es ya para nosotros. Sé dónde podemos encontrar refugio en Manhattan, he estado allí muchas veces.

—No quiero ir allí —dijo Billy, echándose hacia atrás, recordando a la policía.

—Tenemos que ir. Allí estaremos seguros.

Billy echó a andar lentamente detrás de Peter. ¿Por qué no?, pensó; los policías se habrían olvidado de él desde hacía mucho tiempo. Todo podía ir bien, especialmente si Peter conocía algún lugar al que pudieran ir, Si se quedaba aquí tendría que quedarse solo; y el miedo a la soledad era mayor que cualquier recordado miedo a la policía. Peter y él podían salir adelante mientras permanecieran juntos.

Habían cruzado medio Puente de Manhattan cuando Billy se dio cuenta de que en la pelea con aquellos dos hombres le habían desgarrado uno de sus bolsillos.

—Espera —le dijo a Peter; y luego, más asustado—: ¡Espera! —Rebuscó a través de sus ropas con creciente pánico—. Han desaparecido —declaró finalmente, apoyándose contra la barandilla—. Las cartillas de la Beneficencia. Debieron perderse durante la pelea. ¿No las tiene usted?

—No, recuerda que ayer te las llevaste para ir a buscar la ración de agua. No son importantes.

—¡No son importantes! —sollozó Billy.

El puente era para ellos solos, una dolorosa soledad invernal. El color gris pizarra de las aguas se reflejaba en las nubes bajas arrastradas por el viento helado que penetraba incisivamente a través de sus ropas. Hacía demasiado frío para permanecer allí, y Billy echó a andar de nuevo. Peter le siguió.

—¿Adónde vamos? —preguntó Billy cuando salieron del puente y descendieron por la Calle División. Aquel lugar parecía menos frío, con la gente moviéndose a su alrededor. Billy se sentía siempre mejor rodeado de gente.

—A un cementerio de coches. Hay un gran número de ellos cerca de los barrios extremos —dijo Peter.

—Está usted loco, los cementerios de coches están llenos, siempre lo han estado.

—No en esta época del año —respondió Peter, señalando el hielo sucio que llenaba la cuneta de la calle—. Vivir en los cementerios de coches resulta siempre incómodo, y en esta época del año es particularmente duro para los viejos y los lisiados.

Billy sólo había visto las calles de la ciudad llenas de automóviles en la pantalla de la televisión. Para él era un hecho histórico —y en consecuencia desprovisto de interés—, debido a que los cementerios de coches habían estado allí desde hacía tanto tiempo como él podía recordar, una parte permanente y descompuesta del paisaje. A medida que el tráfico rodado había disminuido y los automóviles en funcionamiento se habían hecho más raros, los centenares de solares destinados a aparcamiento alrededor de la ciudad habían dejado de ser necesarios. Empezaron a llenarse gradualmente de automóviles abandonados, algunos remolcados por la policía y otros empujados a mano. Cada uno de los solares era ahora un pequeño pueblo con gente viviendo en los automóviles debido a que, por incómodos que resultaran, siempre eran mejores que la calle. Y aunque cada uno de los automóviles tenía completa desde hacía tiempo su cuota de habitantes, en invierno, cuando los más débiles morían, quedaban plazas vacantes.

Iniciaron su recorrido a través del gran solar detrás de las Seward Park Houses, pero fueron expulsados por una pandilla de jovenzuelos armados con trozos de ladrillo y navajas que se habían fabricado ellos mismos. Descendiendo por la calle Madison vieron que la valla alrededor del pequeño parque contiguo a las La Guardia Houses había sido derribada hacía muchos años, y que el parque estaba ahora lleno de restos de vehículos oxidados y sin ruedas. Aquí no había jovenzuelos agresivos, y las escasas personas a la vista andaban arrastrando los pies con un aire de total desesperanza. Sólo salía humo de una de las chimeneas que coronaban los techos de la mayoría de los automóviles. Peter y Billy avanzaron entre los vehículos, atisbando a través del parabrisas y ventanillas cuarteadas, rascando la escarcha pegada al cristal cuando les impedía la visión. Rostros pálidos y fantasmales alzaban la mirada hacia ellos o unas formas se removían con visible inquietud en el interior a medida que avanzaban a través del cementerio.

—Ese parece bueno —dijo Billy, señalando un antiguo y espacioso Buick sedán con motor a turbina y los rodillos de sus frenos de disco semihundidos en el barro.

Se acercaron a examinarlo. Las ventanillas de ambos lados estaban cubiertas con una gruesa capa de escarcha, y no se oyó absolutamente nada en el interior cuando Peter y Billy tiraron inútilmente de los pomos de todas las portezuelas cerradas.

—Me pregunto cómo se las arreglan para entrar —murmuró Billy, y luego se encaramó al techo. Encima del asiento delantero había un tejadillo corredizo, y cuando Billy tiró de él se movió un poco. Sube la tubería aquí, este puede ser el camino-— le dijo a Peter.

El tejadillo se deslizó hacia atrás cuando lo apalancaron con la tubería. La luz grisácea se derramó sobre el rostro y los ojos inmóviles de un anciano. Una de sus manos empuñaba una porra de extraño aspecto pero que infundía respeto: una barra de algún tipo de material forrada por así decirlo con trozos de cuerda anudada alrededor de puntiagudas astillas de cristal. El hombre estaba muerto.

—Debió de ser una tarea difícil para él mantenerse en un automóvil tan grande como este sin la ayuda de nadie —dijo Billy.

Era un hombre robusto y su cuerpo estaba rígido a causa del frío, y Peter y Billy tuvieron que trabajar duramente para sacarlo a través de la abertura del techo. No necesitaban los sucios harapos que le envolvían, pero se apoderaron de su cartilla de la Beneficencia. Peter le arrastró hasta la calle para que el Departamento de Salubridad lo recogiera, mientras Billy esperaba en el interior del automóvil, asomando la cabeza por la abertura del techo, vigilando en todas direcciones, con la porra tachonada de cristales preparada por si alguien pretendía disputarles la ocupación de su nuevo hogar.

VI

—Hum, eso tiene buen aspecto —dijo la señora Miles, esperando en el extremo del largo mostrador y observando cómo el empleado de la Beneficencia deslizaba hacia Shirl el pequeño paquete a través del mostrador—. ¿Hay algún enfermo en su familia?

—¿Dónde está el envoltorio usado, señora? —se quejó el empleado—. Ya sabe que no puede llevarse este paquete nuevo sin entregar el envoltorio viejo. Y tres dólares.

—Lo siento —dijo Shirl, sacando el arrugado envoltorio de plástico de su cesta de la compra y entregándoselo al empleado junto con el dinero.

El hombre gruñó algo y efectuó una anotación en una de sus tablillas de registro.

—El siguiente —dijo.

—Sí —le dijo Shirl a la señora Miles, que estaba mirando de soslayo el paquete y formando lentamente las palabras con la boca mientras leía la etiqueta—. Se trata de Sol. Sufrió un accidente. Comparte el apartamento con nosotros y tiene más de sesenta años. Se fracturó la cadera, y no puede moverse de la cama; esto es para él.

—«Copos de carne». Suena bien, desde luego —dijo la señora Miles, siguiendo el paquete con los ojos mientras desaparecía en la cesta de Shirl—. ¿Cómo los prepara?