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—Se puede hacer cualquier cosa con ellos, pero yo preparo una sopa espesándola con galleta, de ese modo resulta más fácil de comer. Sol no puede sentarse, ni si quiera en la cama.

—Un hombre en esas condiciones tendría que estar en el hospital, especialmente siendo tan viejo.

—Estuvo en el hospital, pero ahora no hay camas disponibles. En cuanto se enteraron de que vivía en un apartamento, se pusieron en contacto con Andy y le obligaron a llevarse a Sol a casa. Cualquiera que tenga un lugar adonde ir tiene que marcharse. Bellevue está lleno, y han estado trasladando unidades enteras a Peter Cooper Village y poniendo más camas, pero no hay suficiente espacio —Shirl se dio cuenta de que hoy había algo distinto en la señora Miles: era la primera vez que la veía sin el niño cogido de su mano—. ¿Cómo está Tommy… ha empeorado?

—Ni ha mejorado ni ha empeorado. El kwash no varía en ningún sentido, lo cual es una ventaja porque así puedo seguir sacando la ración —señaló el tazón de plástico en su cesta, en el cual habían dejado caer una pequeña pella de manteca de cacao—. A Tommy le gusta quedarse en casa cuando hace tanto frío, no tenemos ropa suficiente para todos los niños, y Winny tiene que ir a la escuela todos los días. Es muy lista. Hará los tres cursos. Hace mucho tiempo que no la veo en la cola del agua…

—Andy se ocupa de eso: yo tengo que quedarme con Sol.

—Está usted de suerte al tener un enfermo en casa, puede venir aquí a buscar una ración. El resto de la ciudad tendrá que pasar el invierno a base de galletas y agua, desde luego.

¿Suerte?, pensó Shirl, anudando su pañuelo debajo de su barbilla y mirando a su alrededor, la oscura y desnuda sala de la sección de Raciones Especiales de la Beneficencia. El mostrador partía la sala por la mitad, con los empleados y las hileras de estanterías semivacías a un lado, y las cansinas colas de gente en el otro. Aquí estaban los rostros demacrados y miembros temblorosos de los enfermos, de los que necesitaban dietas especiales: diabéticos, inválidos crónicos, personas con enfermedades carenciales y las numerosas mujeres embarazadas. ¿Eran esos los afortunados?

—¿Qué van a cenar ustedes mañana? —preguntó la señora Miles, atisbando a través de la sucia ventana, tratando de ver el cielo en el exterior.

—No lo sé, supongo que lo mismo de siempre. ¿Por qué?

—Podría nevar. Tal vez tengamos un Día de Acción de Gracias blanco como solíamos tener cuando yo era niña. Nosotros vamos a comer pescado, he estado ahorrando para ello. Mañana es jueves, veintiocho de noviembre. ¿Lo había olvidado?

Shirl se encogió de hombros.

—Creo que sí. La enfermedad de Sol lo ha trastornado todo.

Echaron a andar, con las cabezas inclinadas para no recibir en pleno rostro el azote del viento, y cuando doblaron la esquina de la Novena Avenida con la Calle Diecinueve, Shirl se dio de bruces con alguien que llegaba en dirección contraria: era una mujer, y el golpe la proyectó de espaldas contra la pared.

—Lo siento —se disculpó Shirl—. No la había visto…

—No está usted ciega —refunfuñó la otra mujer—. No se puede andar por la calle atropellando a la gente… —Sus ojos se agrandaron al mirar a Shirl—. ¡Usted!

—Ya le he dicho que lo siento, señora Haggerty. Fue un accidente.

Echó a andar, pero la otra mujer se colocó delante de ella, cerrándole el paso.

—Sabía que la encontraría —dijo la señora Haggerty con aire triunfal—. Voy a llevarla a los tribunales, usted robó todo el dinero de mi hermano, él no me dejó ninguno, ni un solo centavo. Y no sólo eso, sino que he tenido que pagar todas las facturas, la factura del agua, todas. Eran tan elevadas que tuve que vender todos los muebles para pagarlas, y no fue suficiente, y me están apremiando para que abone el resto. ¡Usted va a pagarlo!

Shirl recordó a Andy tomando las duchas, y algo de lo que pensaba debió reflejarse en su rostro porque los gritos de Mary Haggerty se convirtieron en estridentes chillidos.

—¡No se ría de mí! ¡Yo soy una mujer honrada! Una individua como usted no puede reírse de mí en una calle pública. Todo el mundo sabe lo que es usted, es una…

Sus palabras fueron interrumpidas por la intervención de la señora Miles, que se había adelantado y le propinó un sonoro bofetón.

—Métase su asquerosa lengua donde le quepa, niña —dijo la señora Miles—. Nadie le habla a. una amiga mía de esa manera.

—¡Usted no puede hacerme esto! —gritó la hermana de Mike.

—Ya se lo he hecho… y la cosa no acabará aquí si no la pierdo de vista inmediatamente.

Las dos mujeres se encararon una con otra, y Shirl fue momentáneamente olvidada. Tenían la misma edad y procedían de la misma capa social, aunque Mary Haggerty había subido un poco de categoría cuando se había casado. Pero había crecido en aquellas calles y conocía las normas. Tenía que luchar o emprender una vergonzosa retirada.

—Este asunto no es de su incumbencia —dijo.

—Lo estoy haciendo mío —dijo la señora Miles, cerrando el puño y echando el brazo hacia atrás.

—Este asunto no es de su incumbencia —repitió la hermana de Mike, pero al mismo tiempo retrocedió unos cuantos pasos.

—¡Pegue! —dijo la señora Miles triunfalmente.

—¡Tendrán ustedes noticias mías! —gritó Mary Haggerty por encima de su hombro, mientras reunía los harapos de su dignidad y empezaba a alejarse. La señora Miles rió fríamente y escupió a la espalda que se alejaba.

—Lamento que se haya visto mezclada en esto —dijo Shirl.

—Ha sido un placer —dijo la señora Miles—. Lástima que no haya tenido agallas para enfrentarse conmigo. La hubiera machacado. Conozco a las de su clase.

—Le juro que no le debo ningún dinero…

—¿A quién le importa eso? Aunque sería mejor que se lo debiera. Sería un placer estafar a alguien como ella.

La señora Miles se despidió de Shirl delante del edificio de esta última, y se alejó andando muy erguida. Súbitamente deprimida, Shirl subió los largos tramos de escalera hasta el apartamento y empujó la puerta que no estaba cerrada con llave.

—Tienes mal aspecto —le dijo Sol. Tenía las mantas subidas hasta la barbilla y llevaba el gorro de lana encasquetado hasta las orejas—. Apaga ese trasto, ¿quieres? Será un verdadero milagro si no me quedo ciego o sordo.

Shirl dejó su cesta sobre la mesa y desconectó el ruidoso televisor.

—En la calle hace mucho frío —dijo—. E incluso aquí. Voy a encender el fuego y calentaré un poco de sopa al mismo tiempo.

—No más copos de carne, por favor —suplicó Sol, haciendo una mueca.

—No debería decir eso —le reprochó Shirl cariñosamente—. Es carne de verdad, lo que usted necesita precisamente.

Lo que yo necesito ya no puedes conseguirlo. ¿Sabes lo que son esos copos de carne? Me he enterado hoy a través de la televisión, no porque deseara saberlo, pero no podía apagar ese maldito trasto. Son el fruto de uno de esos inefables programas dietéticos ideados por mentes calenturientas. En este caso procede de Florida. Granjas de caracoles… ¿qué te parece eso? En vez de criar gallinas, o pavos, crían caracoles gigantes del Africa Oriental, trescientos gramos de carne en cada cáscara. Pelados, cortados, deshidratados, irradiados, empaquetados y enviados a los ciudadanos hambrientos del helado Norte. Copos de carne. ¿Qué opinas de eso?

—No me parece tan horrible —dijo Shirl, removiendo los oscuros filamentos de carne, semejantes a astillas de madera, en la cacerola—. Recuerdo que vi una película en la televisión, en la que comían caracoles, creo que era en Francia. Se suponía que se trataba de algo muy exquisito.

—Para los franceses tal vez, pero no para mí… —Sol tuvo un acceso de tos que le dejó débil y pálido sobre la almohada, respirando rápidamente.