—Sol… no debe hablar así.
—¿Por qué no? Tengo una enfermedad incurable: vejez.
Empezó a toser de nuevo, esta vez durante mucho más tiempo, y cuando el acceso remitió se quedó muy quieto en la cama, agotado. Shirl se acercó para arreglarle las mantas, y su mano tocó la de Sol. Una expresión alarmada apareció en su rostro.
—Está usted muy caliente… ardiendo. ¿Tiene fiebre?
—¿Fiebre? —Sol trató de sonreír, pero se vio acometido por otro acceso de tos que le dejó más débil que antes. Cuando volvió a hablar lo hizo en voz muy baja—: Mira, querida soy un viejo carcamán. Estoy tendido de espaldas en la cama, enyesado como una momia, y no puedo moverme, y aquí hace el bastante frío como para congelar a un mono de latón. Lo único que debería padecer son encantamientos, pero hay muchas más probabilidades de que pille una pulmonía.
—¡No!
—Sí. No se llega a ninguna parte huyendo de la verdad. Si la he pillado, la he pillado. Ahora, sé buena chica y cómete la sopa. Yo no tengo hambre, intentaré dormir un poco. —Apoyó la cabeza en la almohada, y cerró los ojos.
Eran más de las siete cuando Andy llegó a casa. Shirl reconoció sus pasos en el rellano y salió a recibirle con un dedo en los labios; luego le condujo silenciosamente hacia el otro cuarto, señalando a Sol, que seguía durmiendo y respirando con una especie de jadeo.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó Andy, desabotonando su empapado abrigo—. ¡Vaya una noche! Lluvia mezclada con nieve…
—Tiene fiebre —dijo Shirl, retorciéndose las manos—. El dice que es pulmonía. ¿Es posible? ¿Qué hacemos?
Andy no terminó de quitarse el abrigo.
—¿Está muy caliente? ¿Ha estado tosiendo? —preguntó.
Shirl asintió. Andy abrió la puerta y escuchó la respiración de Sol, luego volvió a cerrarla silenciosamente y empezó a abotonarse de nuevo el abrigo.
—Me advirtieron acerca de esto en el hospital —dijo—. Siempre existe una posibilidad en las personas ancianas que tienen que permanecer en cama. Me dieron unas píldoras antibióticas. Se las daremos a Sol y luego iré a Bellevue y veré si puedo conseguir alguna más… y si quieren readmitirlo. Tendría que estar en una tienda de oxígeno.
Sol apenas despertó cuando se tragó las píldoras, y su piel ardía cuando Shirl sostuvo en alto su cabeza. Seguía durmiendo cuando Andy regresó, menos de una hora más tarde. El rostro de Andy estaba vacío de toda expresión, inescrutable, lo que Shirl llamaba su rostro profesional. Sólo podía significar una cosa.
—No hay antibióticos —susurró—. Debido a la epidemia de gripe. Ocurre lo mismo con las tiendas de oxígeno y las camas. No hay ninguna disponible, todas están ocupadas. Ni siquiera he visto a ninguno de los médicos, sólo a la chica recepcionista.
—No pueden hacer eso. Sol está muy enfermo. Es un asesinato.
—Si vas a Bellevue, te parecerá que la mitad de la ciudad está enferma. Hay gente en todas partes, incluso fuera, en la calle. No hay bastantes medicamentos, Shirl. Creo que sólo los suministran a los niños, todos los demás tienen que correr el albur.
—¡Correr el albur! —Shirl apoyó su rostro contra el mojado abrigo de Andy y empezó a sollozar desesperadamente—. Aquí, Sol no tiene ninguna probabilidad. Es un asesinato. Un hombre tan anciano como él necesita ayuda, no puede ser abandonado a la muerte.
Andy la apretó contra su pecho.
—Nosotros estamos aquí y podemos cuidarle. Todavía quedan cuatro píldoras. Haremos todo lo que esté nuestro alcance, Shirl. Ahora, descansa un poco. Vas a enfermar tú también si no te cuidas.
VII
—No, Rusch, imposible. No puedo autorizarlo… y usted debería saberlo y no ponerme en la disyuntiva de tener que negárselo —el teniente Grassioli apoyó su nudillo contra la comisura de su ojo, pero ello no interrumpió las contracciones.
—Lo siento, teniente —dijo Andy—. No estoy pidiendo nada para mí. Es un problema familiar. Llevo nueve horas de servicio, y tengo rondas dobles el resto de la semana…
—Un oficial de policía está de servicio veinticuatro horas al día.
Andy realizó un gran esfuerzo para dominar su impaciencia.
—Lo sé, señor —dijo—. No trato de eludir nada.
—La respuesta es no. Y no se hable más del asunto.
—Entonces, concédame un permiso de media hora. Sólo quiero ir a mi casa, y luego me presentaré directamente a usted. Después de eso puedo trabajar hasta que lleguen los hombres del servicio diurno. Después de medianoche no le sobrará personal aquí, y si me quedo puedo terminar esos informes que Centre Street ha estado reclamando toda la semana.
Eso significaría trabajar veinticuatro horas sin ningún descanso, pero era la única manera de conseguir un permiso a regañadientes de Grassy. El teniente no podía ordenarle que trabajara tantas horas seguidas —si no era una emergencia—, pero podía utilizar la ayuda. La mayoría de los detectives de la plantilla habían sido destinados de nuevo a servicios antidisturbios, de modo que el trabajo rutinario se había retrasado considerablemente. Y el Cuartel General de Centre Street no aceptaba como válido el pretexto.
—Nunca le pido a un hombre que preste más servicio del que le corresponde —dijo Grassioli, mordiendo el cebo—. Pero creo en el juego limpio, toma y daca. Puede usted salir media hora… pero ni un minuto más, desde luego, y prestar servicio media hora más cuando regrese. Si quiere quedarse hasta más tarde, eso queda a su elección.
—Sí, señor —dijo Andy.
A su elección. Estaría aquí cuando saliera el sol.
La lluvia que había estado cayendo durante los últimos tres días se había convertido en nieve: grandes, lentos copos de nieve que caían silenciosamente a través de los charcos de luz ampliamente espaciados a lo largo de la Calle Veintitrés. Circulaba muy poca gente por las calles, aunque podían verse numerosas figuras arracimadas alrededor de las columnas que sostenían la autopista elevada. La mayoría de los otros que dormían en la calle habían buscado alguna clase de refugio contra el mal tiempo y, aunque eran invisibles, su masa numérica, junto con los otros habitantes de la ciudad, preñaba los edificios con una presencia casi tangible. Detrás de cada pared había centenares de personas, vistas ahora únicamente como formas oscuras en zaguanes o la repentina silueta contra una ventana. Andy inclinó la cabeza para que la nieve no azotara su rostro y apresuró el paso, empujado por la preocupación, hasta que tuvo que aminorarlo, jadeando, para recobrar el aliento.
Shirl no había querido que se marchara aquella mañana, pero Andy no tenía otra elección. Sol no estaba mejor —ni peor— que durante los últimos tres días. Andy le hubiera gustado quedarse con él, ayudar a Shirl, pero no podía elegir. Tenía que marcharse, estaba en servicio. Shirl no lo había comprendido y casi se habían peleado por ello, sin levantar la voz para que Sol no pudiera oírles. Andy creyó que podría regresar temprano, pero el servicio antidisturbios lo había impedido. Al menos podría estar unos minutos con ellos y ver si podía ayudar en algo. Sabía que para Shirl no resultaba fácil estar sola con el anciano enfermo, pero… ¿qué otra cosa se podía hacer?