—No es preciso que grite tanto —dijo Belicher, apartándose rápidamente como un perro que ha sido apaleado con demasiada frecuencia—. Tengo mis derechos. La ley dice que puedo mirar lo que quiera con una orden de ocupación. —Se apartó un poco más cuando Andy dio un paso hacia él—. No es que dude de su palabra, desde luego: le creo. Este cuarto es muy bonito, tiene una buena mesa, sillas, una cama…
—Esas cosas me pertenecen. Este es un cuarto vacío, y además pequeño. No es bastante grande para usted y toda su familia.
—Hay espacio de sobra. Vivíamos en otro más pequeño…
—¡Andy… mira lo que están haciendo! —el grito de Shirl hizo que Andy girara en redondo, y vio que dos de los muchachos habían encontrado los paquetes de hierbas que Sol había cultivado tan cuidadosamente en su jardinera de la ventana, y los estaban abriendo, pensando que eran algo para comer.
—¡Soltad eso! —gritó, pero antes de que pudiera alcanzarles habían probado las hierbas, para escupirías inmediatamente.
—¡Me he quemado la boca! —chilló el mayor de los muchachos, y esparció el contenido del paquete por el suelo.
Su hermano empezó a brincar, excitado, haciendo lo mismo con el resto de las hierbas. Antes de que Andy pudiera evitarlo, los paquetes estaban vacíos.
En cuanto Andy se volvió de espaldas, el muchacho más joven, todavía excitado, se encaramó a la mesa —manchándola con el barro del que estaban llenos los harapos en los cuales estaban envueltos sus pies— y encendió el televisor. Una música estridente resonó por encima de los chillidos de los niños y de las ineficaces llamadas al orden de su madre. Tab apartó a Belicher del armario cuando se disponía a abrirlo para ver lo que había dentro.
—Saque a estos niños de aquí— dijo Andy, pálido de rabia.
—Tengo una orden de ocupación, tengo derechos —gritó Belicher, retrocediendo y agitando un rectángulo de plástico con algo impreso en él.
—Me tienen sin cuidado sus derechos —dijo Andy, abriendo la puerta del apartamento—. Hablaremos de eso cuando esas fieras hayan salido del cuarto.
Tab resolvió la cuestión agarrando al chiquillo más próximo del cuello y empujándole a través de la puerta.
—El señor Rusch tiene razón —dijo—. Los niños pueden esperar fuera mientras arreglamos esto.
La señora Belicher se sentó pesadamente en la cama y cerró los ojos, como si todo aquello no tuviera nada que ver con ella. El señor Belicher se retiró contra la pared, diciendo algo que nadie oyó ni se molestó en escuchar. En el rellano resonaron unos gritos estridentes y unos enfurecidos sollozos cuando el último de los niños fue expulsado.
Andy miró a su alrededor y comprobó que Shirl se había marchado a su cuarto; oyó girar la llave de la cerradura.
—Supongo que debo resignarme a esta invasión —dijo mirando fijamente a Tab.
El guardaespaldas se alzó de hombros con aire desolado.
—Lo siento, Andy, de veras que lo siento. ¿Qué otra cosa puedo hacer? Es la ley, y si quieren quedarse aquí no puede usted echarles.
—Es la ley, es la ley —repitió Belicher en tono inexpresivo.
No había nada que Andy pudiera hacer con sus puños cerrados, y tuvo que obligarse a sí mismo a abrirlos.
—¿Quiere ayudarme a llevar estas cosas al otro cuarto, Tab? —dijo.
—Desde luego —dijo Tab, y agarró el otro extremo de la mesa—. Trate de explicarle a Shirl mi papel en este asunto, ¿quiere? No creo que ella comprenda que se trata de una obligación que tengo que cumplir.
Sus pasos crujieron sobre las hierbas secas que alfombraban el suelo, y Andy no le contestó.
X
—Andy, tienes que hacer algo, esa gente me está volviendo loca.
—Tranquilízate, Shirl, no hay para tanto —dijo Andy. Estaba encaramado a una silla, llenando el tanque de agua con una lata, y cuando se volvió para contestar a Shirl derramó un poco de agua, que cayó al suelo—. Déjame terminar esto antes de que discutamos, ¿quieres?
—No estoy discutiendo… sólo te estoy diciendo cómo me siento. Escucha eso.
El sonido llegaba claramente a través del delgado tabique. El bebé estaba llorando, era algo que hacía continuamente, día y noche, hasta el punto de que tenían que utilizar tampones para los oídos para poder dormir un poco. Algunos de los niños se estaban peleando, ignorando por completo la débiles recriminaciones de su padre. Por si fuera poco, uno de ellos estaba golpeando repetidamente el suelo con algo pesado. Las personas que vivían en el apartamento de abajo no tardarían en subir de nuevo a quejarse: otra complicación. Shirl se sentó en el borde de la cama, retorciéndose las manos.
—¿Oyes eso? —dijo—. Es algo continuo, no sé cómo pueden vivir así. Tú estás fuera, y no oyes lo peor. ¿No podemos echarles de aquí? Tiene que haber algo que podamos hacer.
Andy terminó de vaciar la lata y bajó de la silla, y se abrió paso a través de la atestada habitación. Habían vendido el armario y la cama de Sol, pero todo lo demás estaba amontonado aquí, y apenas había medio metro cuadrado de espacio libre en el suelo. Se dejó caer pesadamente sobre una silla.
—Lo he estado intentando, sabes que lo he hecho. Dos de los patrulleros, que ahora viven en los barracones, están dispuestos a trasladarse aquí si podemos echar a los Belicher. Pero lo difícil es eso. Tienen la ley de su parte.
—¿Existe una ley que dice que estamos obligados a soportar a gente como esa? —Shirl continuaba retorciéndose las manos con desesperación, mirando hacia el tabique.
—Mira, Shirl, ¿no podemos hablar de eso en cualquier otro momento? Tengo que marcharme en seguida…
—Quiero hablar de ello ahora. Lo has estado aplazando desde que llegaron, hace ya dos semanas, y yo no puedo soportarlo más.
—Vamos, no hay para tanto. No es más que ruido.
El cuarto estaba muy frío. Shirl encogió la piernas y envolvió su cuerpo con la vieja manta; los muelles de la cama crujieron bajo su peso. En la otra habitación resonaron unos murmullos rematados por risas estridentes.
—¿Oyes eso? —preguntó Shirl—. ¿Qué tipo de cerebros tienen? Cada vez que oyen que la cama se mueve estallan en carcajadas. No tenemos ninguna intimidad, absolutamente ninguna, ese tabique es tan delgado como el cartón, y ellos escuchan para enterarse de todo lo que hacemos, y oyen todas las palabras que pronunciamos. Si no se marchen ellos… ¿no podríamos marcharnos nosotros?
—¿Adónde? Ten un poco de sentido común, ¿quieres? Somos muy afortunados al disponer de tanto espacio para nosotros solos. ¿Sabes cuantas personas duermen todavía en las calles… y cuantos cadáveres son recogidos cada mañana?
—Ni lo sé ni me importa. Lo que me preocupa es mi propia vida.
—Ahora no, por favor —Andy alzó la mirada hacia la parpadeante bombilla. Por un momento pareció que iba a apagarse, pero luego volvió a brillar normalmente. Hubo un súbito repiqueteo de granizo contra la ventana—. Podemos hablar de eso cuando regrese, no será muy tarde.
—No, tiene que ser ahora. Lo has estado aplazando una y otra vez. No puedes marcharte ahora.
Andy cogió su abrigo, haciendo un esfuerzo por dominarse.
—La cosa puede esperar hasta mi regreso. Te dije que habíamos tenido finalmente noticias de Billy Chung: un confidente le vio abandonando el Barrio de los Barcos, y es probable que estuviera visitando a su familia. Son noticias antiguas, también, puesto que la cosa ocurrió hace quince días, pero el soplón no creyó que fuera demasiado importante para comunicárnosla inmediatamente. Supongo que esperaba ver regresar al muchacho, pero no volvió a aparecer por allí. Tengo que hablar con su familia y averiguar lo que saben.
—No puedes marcharte ahora… Tú mismo acabas de decir que eso ocurrió hace días.