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Mira eso… mira eso, se dijo una y otra vez a sí mismo, y se echó a reír al darse cuenta de que empezaba a babear, y tuvo que escupir el exceso de saliva. Filetes de carne sintética (la gente les daba ese nombre, pero en realidad eran una especie de tortas de harina de soja y de lentejas), una caja llena, planos, de color oscuro y grandes como su mano. Mordió uno, se atragantó, pero siguió metiendo trozos en su boca con sus sucios dedos hasta que estuvo tan llena que apenas podía engullir, mastican do la deliciosa blandura. ¿Cuánto tiempo hacía que no había comido algo como esto?

Billy devoró tres de las tortas de soja y lentejas de aquel modo, haciendo una pausa de vez en cuando entre bocado y bocado y asomando cautelosamente la cabeza, apartando el lacio pelo negro de sobre sus ojos mientras miraba hacia arriba. No había nadie a la vista. Sacó más tortas de la caja, ahora comiéndolas lentamente, y sólo dejó de comer cuando su dilatado estómago empezó a gruñir ante el hecho anormal de verse atiborrado de aquella manera. Mientras lamía las últimas migajas de sus manos, Billy trabajaba en un plan, arrepintiéndose ya de haber comido tantos filetes. Necesitaba dinero, y los filetes eran dinero, y él podía haber llenado su buche igualmente con galletas. Diablo. La caja de plástico blanco era demasiado conocida para llevarla al descubierto, y demasiado grande para ocultarla del todo debajo de su camisa, de modo 'que tenía que envolver los filetes con algo. Tal vez su pañuelo. Lo sacó de su bolsillo, un trapo sucio y ajado cortado de una sábana vieja, y envolvió con él los diez filetes que le quedaban, atando las puntas para que no cayeran. Cuando introdujo el paquete bajo la pretina de su calzón corto comprobó que no abultaba demasiado, aunque ejercía una molesta presión contra su hinchado estómago. Quedaba bien así.

—¿Qué estás haciendo en ese agujero, niño? —le preguntó una de las desaliñadas mujeres sentadas en las cercanas escalinatas cuando Billy volvió a trepar a la calle.

—¡Poniendo una bomba! —gritó él, mientras corría hacia la esquina seguido por los gritos insultantes de la mujer. ¡Niño! Tenía dieciocho años; aunque no podía presumir de estatura, no era ningún niño. Se creían los amos del mundo…

Se apresuró hasta que llegó a la Avenida del Parque, ya que no deseaba que le localizara alguno de los gangs locales, y luego anduvo con el lento tráfico hacia la parte alta de la ciudad, hasta el zoco de la Plaza Madison.

Atestado, caluroso, lleno del griterío de muchas voces que martilleaban los oídos y apestando a suciedad, a polvo y a cuerpos sin lavar; un remolino de gente moviéndose lentamente, parándose en los tenderetes a manosear los vestidos y trajes usados, la loza descantillada, las chucherías baladíes, a discutir el precio de las pequeñas tilapias muertas con las bocas abiertas y los redondos ojos vidriados. Los quincalleros pregonaban los méritos de su estropeada mercancía, y la gente circulaba, dejando cuidadosamente espacio libre para los dos patrulleros de mirada dura que andaban uno al lado del otro observándolo todo… pero sin apartarse del camino principal que partía la plaza en dos y conducía a las antiguas tiendas piramidales de la ciudad de tiendas de campaña del Ejército establecida «provisionalmente» desde hacia muchísimo tiempo. Los patrulleros no se adentraban nunca por los senderos que se retorcían a través de la selva de carritos de mano, paradas y tenderetes que llenaban la Plaza, el mercado en el que podía comprarse o venderse cualquier cosa. Billy saltó por encima del mendigo ciego tumbado a través de la estrecha abertura entre un banco de hormigón y el destartalado tenderete de un vendedor de algas y siguió avanzando. Miraba a los vendedores, no lo que vendían, y finalmente se detuvo delante de un carrito de mano lleno de una maraña de antiguos envases de plástico, picheles, bandejas y tazones, con sus colores otrora brillantes arañados y agrisados por el tiempo.

—¡Quietas las manos!

La flexible vara golpeó el borde del carrito y Billy apartó precipitadamente los dedos.

—No estoy tocando nada —se quejó.

—Lárgate, si no vas a comprar —dijo el hombre, un oriental de mejillas arrugadas y cabellos ralos y blancos.

—No compro, vendo —Billy se inclinó un poco más y susurró de modo que sólo pudiera oírle el hombre—: ¿Le interesan unos filetes de carne sintética? El viejo le miró con el ceño fruncido.

—Géneros robados, supongo —dijo en tono cansado.

—Bueno… ¿le interesan o no?

El hombre sonrió fugazmente y sin alegría.

—Desde luego que me interesan. ¿Cuántos tienes?

—Diez.

—Un dólar y medio por pieza. Quince dólares.

—¡Mierda! Antes me los como yo. Treinta dólares por el lote.

—No dejes que la avaricia te destruya, hijo. Los dos sabemos lo que valen. Veinte dólares por el lote. Es mi última palabra. —Sacó dos arrugados billetes de diez dólares y se los mostró a Billy—. Vamos a ver lo que tienes.

Billy le entregó el pañuelo, y el hombre lo ocultó debajo del carrito y miró lo que contenía.

—De acuerdo —dijo, y todavía con las manos debajo del carrito trasladó los filetes a un arrugado papel de embalaje y le devolvió el trapo a Billy—. No necesito esto.

—Venga el dinero.

El hombre extendió lentamente la mano con los dos billetes, sonriendo ahora que la transacción había terminado.

—¿No vas nunca al club de la Calle Mott?

—¿Bromea usted? —Billy alargó la mano, y el hombre soltó el dinero.

—Deberías ir. Tú eres chino, y me has traído esos filetes porque yo también soy chino y sabes que puedes confiar en mí. Eso demuestra que piensas de un modo correcto…

—Déjese de cuentos, abuelo —Billy se golpeó el pecho con el dedo pulgar—. Yo soy de Taiwan, y mi padre era general. De modo que si algo sé es que no tengo nada que ver con vosotros, los chinos comunistas.

—Estúpido mequetrefe…

El viejo levantó su vara, pero Billy había desaparecido ya.

Las cosas iban a cambiar ahora, desde luego. Billy no notó el calor mientras se abría paso maquinalmente entre la multitud, viendo el futuro delante de él y agarrando con fuerza el dinero en su bolsillo. Veinte dólares eran más de lo que nunca había poseído de una vez en toda su vida. Lo más que había tenido hasta entonces eran tres dólares y ochenta centavos que había birlado del apartamento del otro lado del rellano el día que se dejaron la ventana abierta. Era difícil conseguir dinero en efectivo, y el dinero en efectivo era lo único que contaba. En su casa nunca lo veían. Las tarjetas de racionamiento de la Beneficencia lo proporcionaban todo, todo lo que le mantenía a uno con vida… aunque sólo con la vida suficiente como para odiarlas. Hacía falta dinero para salir adelante, y ahora él tenía dinero. Había estado pensando en esto durante mucho tiempo.

Entró en la sucursal Chelsea de la Western Union en la Novena Avenida. La muchacha de cara de pastel sentada detrás del alto mostrador levantó los ojos, y su mirada se deslizó más allá de Billy y de la amplia vidriera de la fachada, hasta el tráfico callejero bajo el ardiente sol. Se secó unas gotas de sudor sobre sus labios con un arrugado pañuelo, y luego repitió la operación en su barbilla. Los operadores, inclinados sobre su trabajo, no alzaron la mirada. Había silencio aquí, con sólo el lejano rumor de la ciudad a través de la puerta abierta y el ocasional teclear de un teletipo. En la pared del fondo, seis muchachos sentados en un banco le miraron suspicazmente, con sus inquisitivos ojos dispuestos a llenarse de odio. Mientras se acercaba al expedidor, pudo oír sus pies arrastrándose por el suelo y el crujir del banco. Tuvo que obligarse a sí mismo a no volverse a mirar mientras esperaba, fingiendo paciencia, a que el hombre se fijara en él.