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Andy levantó su porra en un rápido adiós mientras su amigo se abría paso entre la muchedumbre y desaparecía.

23:58 — 11:58 PM. FALTAN DOS MINUTOS PARA LA MEDIANOCHE

Mientras las palabras desaparecían de la pantalla y eran reemplazadas por una gigantesca esfera de reloj, la multitud aplaudió y gritó; sonaron más trompetas. Andy avanzó a través de la masa de gente que llenaba la Plaza y se apretaba contra los escaparates protegidos por tablas de madera. La luz de la pantalla de televisión se derramaba sobre sus pálidos rostros y sus bocas abiertas inundándolos de verdes parpadeos, como si estuvieran sumergidos profundamente en el mar.

Encima de ellos, la manecilla de los segundos iba marcando los últimos instantes del último minuto del año. Del final del siglo.

—¡El fin del mundo! —aulló un hombre, en voz lo bastante alta como para ser oída por encima de la multitud, salpicando con su saliva la mejilla de Andy—. ¡El fin del mundo!

Andy alargó el brazo y le golpeó con el extremo de su porra, y el hombre abrió la boca y se agarró el vientre con las dos manos. Había sido golpeado con la fuerza suficiente como para hacerle olvidar por unos instantes el fin del mundo y pensar en sus propios intestinos. Algunas personas que habían presenciado la escena señalaron hacia ellos y rieron, aunque el sonido de su risa se perdió entre el creciente griterío, y luego se desvanecieron junto con el hombre, empujado por la multitud.

El rasposo y parasitado rugido de unas campanadas estalló en los altavoces montados en los edificios alrededor de la Plaza Times, enviando estruendosas ondas de sonido a través de la multitud reunida abajo.

«¡FELIZ AÑO NUEVO!», gritaron los millares de voces agrupadas. «¡FELIZ SIGLO NUEVO!» Trompetas, campanas y matracas se unieron al alboroto, ahogando las palabras, convirtiéndolas en un ininteligible rugido.

Sobre ellos el segundero había completado una vuelta entera, el nuevo siglo tenía ya un minuto de vida, y el reloj desapareció de la pantalla y fue reemplazado por la cabeza ampliada del Presidente. Estaba pronunciando un discurso, pero ni una sola palabra podía ser oída de los rasposos altavoces, debido al griterío de la multitud. Impasible, el gran rostro sonrosado seguía hablando, pronunciando frases que nadie oía, alzando un dedo exhortatorio para subrayar un punto ininteligible.

Muy débilmente, Andy pudo oír el estridente silbato de un policía que parecía proceder de la Calle Cuarenta y Dos. Echó a andar hacia el sonido, abriéndose paso con sus hombros y su porra a través de la masa de gente. El volumen de ruido estaba disminuyendo, y Andy tuvo conciencia de risas y mofas, alguien estaba siendo empujado, perdido en un espeso grupo de figuras. Otro policía, haciendo sonar todavía el silbato que mantenía fuertemente aferrado con los dientes, trataba de desintegrar aquel grupo manejando vigorosamente su porra. Andy esgrimió la suya y la multitud se disolvió ante él. Un hombre alto estaba caído sobre el pavimento, protegiéndose con los brazos su cabeza de los numerosos pies que le rodeaban.

En la pantalla, el rostro del Presidente desapareció con un estallido de música casi audible, y las deslizantes y silenciosas letras ocuparon de nuevo su lugar.

El hombre caído en el suelo era increíblemente delgado y cubría su cuerpo con puros harapos. Andy le ayudó a ponerse de pie, y los ojos de un azul transparente le miraron con fijeza.

—«Y Dios secará todas las lágrimas de sus ojos» —dijo Peter, con la reluciente piel muy tensa sobre los huesos descarnados de su rostro, mientras aullaba roncamente las palabras—. «Y no habrá más muerte, ni dolor, ni llanto: ya que las cosas anteriores ya no existirán. Y El que se sienta en el trono dirá: Mira, he hecho todas las cosas nuevas».

—No esta vez —dijo Andy, sosteniendo al hombre para que no se cayera—. Ahora puede marcharse a casa.

—¿A casa? —Peter parpadeó aturdidamente a medida que las palabras penetraban en él—. No existe ninguna casa, no existe ningún mundo, ya que esto es el milenio y todos nosotros seremos juzgados. Los mil años han terminado y Cristo regresará para reinar gloriosamente sobre la Tierra.

—Tal vez se ha equivocado usted de siglo —dijo Andy, sujetando al hombre por el codo y guiándole fuera de la multitud—. Es más de medianoche, ha empezado el nuevo siglo, y nada ha cambiado.

—¿Nada ha cambiado? —gritó Peter—. Es el Armagedón, tiene que serlo… —Aterrado, liberó su brazo de la mano de Andy y empezó a alejarse, pero se volvió cuando apenas había dado un par de pasos—. Tiene que acabar —gritó, con voz torturada—. ¿Puede seguir existiendo este mundo otros mil años, así? ¿Así? —Entonces la multitud se interpuso entre ellos, y Peter desapareció.

¿Así?, pensó Andy mientras avanzaba cansadamente a través de la muchedumbre en dispersión. Agitó la cabeza para aclararla e irguió los hombros; tenía que seguir realizando su trabajo.

Ahora, desvanecido su entusiasmo, la gente notaba el frío, y la multitud se estaba dispersando rápidamente. Amplias brechas aparecieron en sus filas mientras avanzaban, con las cabezas inclinadas contra el helado viento procedente del mar. En la esquina de la Calle Cuarenta y Cuatro, los guardianes del Hotel Astor habían despejado un espacio para que los taxis a pedales pudieran entra por la Octava Avenida y alinearse con los que ya se encontraban delante de la entrada lateral. Andy pasó por allí cuando salían los primeros huéspedes: las brillantes luces de la marquesina iluminaban claramente el escenario. Abrigos de pieles y vestidos de noche, pantalones negros de smoking debajo de abrigos oscuros con cuellos de astracán. Por lo visto, se disponían a asistir a una gran fiesta. Más guardaespaldas y huéspedes salieron y esperaron en la acera. Resonaron risas femeninas y muchos gritos de «¡Feliz Año Nuevo!».

Andy avanzó para anticiparse a un grupo de gente que bajaba por la Calle Cuarenta y Cuatro procedente de la Plaza, y al volverse vio que Shirl había salido del hotel y estaba en la acera, esperando un taxi, hablando con alguien.

No se fijó en quién estaba con ella, ni en cómo iba vestida, ni en ningún otro detalle: sólo en su rostro, y en cómo ondeaban sus cabellos cuando volvía la cabeza. Estaba riendo, hablando rápidamente con la persona que la acompañaba. Luego subió a un taxi, tiró de la capota para cerrarla y desapareció.

Caía una fina nieve, empujada por el viento y remolineando a través de los agrietados pavimentos de la Plaza Times. Quedaban muy pocas personas y se estaban marchando apresuradamente. No había ya ningún motivo para que Andy siguiera allí, su servicio había terminado, podía iniciar el largo camino de regreso a la parte baja de la ciudad. Introdujo su porra en su argolla y echó a andar hacia la Séptima Avenida. La resplandeciente pantalla del gigantesco televisor derramó su luz sobre su abrigo azul de uniforme, encendiendo una chispa en cada gota de nieve fundida, hasta que dejó atrás el edificio y se desvaneció en la súbita oscuridad.

Las letras siguieron deslizándose a través de la pantalla vacía.

LA OFICINA DEL CENSO INFORMA QUE LOS ESTADOS UNIDOS HAN ALCANZADO UNA CUOTA IMPRESIONANTE EN ESTE AÑO DEL FIN DEL SIGLO

344 MILLONES DE HABITANTES EN LOS PODEROSOS ESTADOS UNIDOS

¡FELIZ SIGLO NUEVO!

¡FELIZ AÑO NUEVO!