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—¿Qué es lo que quieres, muchacho? —dijo el expedidor, levantando finalmente la mirada y hablando a través de unos labios fruncidos que se negaban a dejar salir nada, ni siquiera palabras. Un hombre cincuentón, cansado y acalorado, enfurecido en un mundo que le había prometido mucho más.

—¿Podría emplear a un mensajero, señor?

—Ni hablar. Tenemos ya demasiados mensajeros.

—Me hace mucha falta el empleo, señor, puedo trabajar a cualquier hora que usted diga. Tengo el dinero de la fianza —insistió Billy, sacando uno de los billetes de diez dólares y alisándolo sobre el mostrador.

Los ojos del hombre contemplaron fugazmente el billete. Luego sacudió la cabeza.

—Tenemos demasiados mensajeros.

El banco crujió, resonaron unos pasos detrás de Billy, y un muchacho habló con tono de rabia reprimida.

—¿Le está molestando este chino, señor Burgger?

Billy volvió a guardarse el billete en el bolsillo y lo sujetó con fuerza.

—Siéntate, Roles —dijo el hombre—. Ya conoces mis normas acerca de los jaleos y las peleas.

Miró a los dos muchachos con el ceño fruncido, y Billy pudo suponer cuál era la norma, y supo que no trabajaría aquí a menos que hiciera algo rápidamente.

—Gracias por permitirme hablar con usted, señor Burgger —dijo inocentemente, mientras retrocedía con el talón levantando y dejaba caer todo el peso de su cuerpo sobre los dedos de un pie del muchacho—. No quiero molestarle más…

El muchacho gritó, y Billy sintió un intenso dolor en la oreja cuando un puño se estrelló contra ella. Se tambaleó y pareció sorprendido, pero no hizo ningún gesto para defenderse.

—De acuerdo, Roles —dijo el señor Burgger visiblemente disgustado—. Quedas despedido.

—Pero… señor Burgger… —balbuceó desconsoladamente—. No conoce usted a este chino…

—¡Lárgate! —El señor Burgger se levantó a medias y apuntó furiosamente con un dedo al desconcertado muchacho—. ¡Fuera!

Billy se apartó a un lado, tratando de pasar inadvertido de momento, y sabiendo lo suficiente para no sonreír. El muchacho comprendió finalmente que la situación era irremediable para él y se marchó… después de dirigir a Billy una mirada asesina.

El señor Burgger garabateó algo sobre una de las tablillas de mensajes.

—De acuerdo, muchacho, es posible que consigas tu empleo. ¿Cómo te llamas?

—Billy Chung.

—Pagamos cincuenta centavos por cada telegrama que entregues. —Se puso en pie y avanzó hasta el mostrador con la tablilla en la mano—. Cuando tomas un telegrama dejas un depósito de diez dólares. Cuando vuelves con la tablilla recibes diez dólares y cincuenta centavos. ¿Está claro?

Dejó la tablilla que llevaba en la mano sobre el mostrador, haciendo un expresivo gesto con los ojos. Billy lo captó y leyó las palabras garabateadas con el pizarrín: quince centavos de comisión.

Me parece muy bien, señor Burgger.

—De acuerdo. —El señor Burgger borró el mensaje con la palma de la mano—. Siéntate en el banco y guarda silencio. Cualquier pelea, cualquier jaleo, cualquier ruido, y seguirás el mismo camino que Roles.

—Sí, señor Burgger.

Cuando se sentó, los otros muchachos le miraron suspicazmente pero no dijeron nada. Al cabo de unos minutos un muchacho moreno, más bajito incluso que él, se inclinó y murmuró:

—¿Cuánto te ha pedido de comisión?

—¿Qué quieres decir?

—No te hagas el tonto. Tienes que pagarle comisión, o no trabajarías aquí.

—Quince.

—Te dije que lo haría —susurró otro de los muchachos fogosamente—. Te dije que no se pararía en los diez… se calló bruscamente cuando el expedidor miró en dirección a ellos.

Después de aquello el día transcurrió con calurosa monotonía, y Billy se alegró de estar sentado y no hacer nada. Algunos. de los muchachos salieron con telegramas, pero a él no le llamaron. Los filetes pesaban como plomo en su estómago, y tuvo que ir dos veces al oscuro y sórdido retrete en la parte trasera del edificio. Las sombras eran más largas en la calle, pero el aire seguía siendo tan cálido e irrespirable como en los diez últimos días. Poco después de las seis de la tarde llegaron otros tres muchachos y encontraron plaza en el atestado banco. El señor Burgger contempló al grupo con su furiosa expresión, que parecía ser la única que tenía.

—Algunos de vosotros podéis largaros —dijo.

Billy pensó que era suficiente para el primer día, de modo que se marchó. Sus rodillas estaban rígidas de permanecer sentado, y los filetes habían descendido lo bastante como para que le apeteciera cenar. En su rostro se dibujó un mueca de desagrado: sabia lo que tendría para cenar. Lo mismo de cada noche y de todas las noches del año. En el muelle soplaba un poco de brisa procedente del río, y Billy anduvo lentamente a lo largo de la Doceava Avenida notando el frescor en sus brazos. Detrás de un cobertizo, sin nadie a la vista en aquel momento, abrió una de las grapas de alambre que sujetaban la suela de neumático de su sandalia y deslizó los dos billetes en la abertura. Eran suyos y solamente suyos. Volvió a apretar la grapa y trepó por la escalerilla que conducía al Waverly Brown, anclado en el Malecón 62.

El río era invisible. Sujetados con sogas deshilachadas y mohosas cadenas, las hileras de antiguos buques Victory y Liberty integraban un absurdo paisaje de superestructuras de extrañas formas, cordajes con ropa tendida, estribos, tuberías, antenas y chimeneas. Más allá se extendía el solitario muelle del inacabado Puente Wagner. Un paisaje que a Billy le era familiar porque había nacido aquí después de que su familia y los otros refugiados de Formosa habían sido instalados en aquellas viviendas provisionales, construidas apresuradamente en los buques que se estaban pudriendo, atracados río arriba en Stony Point desde que terminó la Segunda Guerra Mundial. No había ningún otro lugar en el que dar albergue a la plétora de recién llegados, y los buques habían parecido una brillante idea en aquella época; desde luego, resolverían la situación hasta que se encontrara algo mejor. Pero había resultado difícil encontrar otros alojamientos, y lo que se hizo fue añadir gradualmente más buques, hasta que la oxidada flota llegó a fundirse con la ciudad y todo el mundo tenía la impresión de que había estado allí desde siempre.

Puentes y pasarelas unían a los buques, y ocasionalmente se hacía visible un trecho de agua sucia y maloliente entre ellos. Billy siguió su camino hacia el Columbia Victory, su hogar, y descendió por la pasarela al apartamento 107.

—Ya era hora de que llegaras —dijo su hermana Anna—. Todo el mundo ha cenado, y has tenido suerte de que te he guardado algo.

Cogió el plato de Billy de una alta estantería y lo dejó sobre la mesa. Anna sólo tenía treinta y siete años, pero sus cabellos eran casi grises, su espalda estaba permanentemente encorvada y su esperanza de dejar a la familia y su hogar acuático había muerto hacía mucho tiempo. Era la única de los hermanos Chung que había nacido en Formosa, aunque era tan joven cuando se marcharon de allí que sus recuerdos de la isla no pasaban de ser ecos vagos y mudos de un agradable sueño.