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Aquel pensamiento le provocó una oleada de deseo líquido por las venas, asegurándole que había tomado el camino correcto. Lo primero era hacerse con su fantasía. A pesar de su determinación, los genes sureños eran difíciles de obviar, y miró temerosamente a su alrededor para ver si alguien podía pillarla robando una página. No, seguía estando sola. Se recordó a sí misma que, después de aquel día, nunca más volvería a aquella tienda. Entonces hizo acopio de coraje y arrancó la página.

El desgarre resonó alto y claro en el vestíbulo vacío. Regan puso una mueca, pero cuando nadie apareció para reprenderla, dobló la hoja y se la metió en el bolso.

Ahora sólo necesitaba un hombre.

Las cosas que un hombre hacía por sus amigos, pensó Sam Daniels irónicamente. Salió del probador de Divine Events, olvidándose del esmoquin y los complementos de padrino hasta la ceremonia del día siguiente. Aquella noche era la cena de ensayo y, gracias a Dios, los novios habían optado por la ropa informal.

Se frotó los ojos con los dedos, pero seguía teniendo la vista borrosa. Bueno, ¿qué podía esperar después de un vuelo nocturno desde San Francisco? Antes de llegar a casa había estado en un viaje bastante largo, como era normal en su trabajo de piloto para Connectivity Industries, una gran empresa de ordenadores. Su encargo más reciente había sido llevar al director general y a varios de los socios a París, lo que había supuesto una estancia en el Ritz y otros privilegios adicionales. Le encantaba su trabajo.

Habiendo crecido en un tugurio de San Francisco, se había prometido a sí mismo que acabaría saliendo de aquel agujero y que nunca volvería. Y lo había conseguido. Ahora tenía un apartamento en un rascacielos de Embarcadero, con una vista espectacular del Puente de la Bahía. Ver la ciudad desde la distancia le recordaba lo lejos que había llegado. Gracias a su perseverancia, había conseguido un trabajo que lo hacía viajar por todo el mundo y que estaba extraordinariamente bien pagado. Y los lujos que llevaba asociados tampoco estaban mal.

Los únicos inconvenientes eran el jet lag y la fatiga que sentía en esos momentos. No estaba de humor para obligaciones sociales, pero, como padrino de la boda, tenía que complacer a su amigo Bill, a quien había conocido en la academia de vuelo. Bill había decidido dejar la aviación e instalarse definitivamente con su mujer. Sam soltó un resoplido, decepcionado con la decisión de su amigo, pero decidido a respetarla. Al igual que la madre de Sam, la novia de Bill no quería a un hombre que no estuviese en casa y que se ganara la vida viajando. Sam tenía la esperanza de que, a diferencia de su viejo, Bill no se consumiera por culpa del matrimonio. En fin… Bill era un hombre adulto y sabía lo que estaba haciendo y dónde se estaba metiendo. Pero ninguna mujer conseguiría jamás atar a Sam, ni con el matrimonio ni con ninguna otra relación que fuera más allá de una aventura pasional.

Y hacía mucho tiempo que no se permitía ninguna de esas aventuras. Sobre todo porque las mujeres afirmaban que podían conformarse con una sola noche, igual que afirmaban poder adaptarse al estilo de vida de Sam, y después, en un abrir y cerrar de ojos, estaban intentando cambiarlo y convencerlo de que lo que realmente quería era bajar de las alturas y refugiarse en el calor del hogar.

Y un cuerno.

A pesar de lo que sentía al respecto, había arreglado su horario para llegar a Chicago unos días antes de la boda, pero quería salir de aquel lugar sin perder un segundo más. Todas las flores y adornos blancos gritaban «boda» y lo hacían estremecer.

Se metió la camiseta por la cintura de los vaqueros y atravesó el vestíbulo hacia la salida. El sol que entraba por la puerta se reflejaba en los espejos, haciéndole entornar los ojos. Entonces se quedó de piedra, absolutamente fascinado.

La mujer era rubia, y él siempre había tenido debilidad por las rubias. Llevaba una blusa de seda que le recordó el tacto de la piel femenina. Y sus dedos se deslizaban sobre un libro rojo con una delicadeza exquisitamente erótica, intensificando el estremecimiento que le recorría el cuerpo. Y eso que ni siquiera le había visto el rostro.

No importaba. Si esa mujer estaba en Divine Events, o estaba a punto de casarse o era una dama de honor; es decir, que sería de las que intentaban hacerse con el ramo de la novia. Al menos eso era lo que sus hermanas y amigas afirmaban, y Sam se negaba a que nadie le echara el lazo. Sacudió la cabeza y soltó una carcajada.

Al oír su risa, la mujer levantó la cabeza y lo miró con ojos muy abiertos. Atónita y aparentemente avergonzada, a juzgar por el rubor que cubría sus mejillas, retiró el libro de su regazo y lo colocó en la mesa.

Sam no supo qué lo intrigaba más, si el libro rojo, las mejillas coloradas… o ella. Tenía unos ojos grandes y azules en los que se intuían la tristeza y profundos secretos, una piel de porcelana y la figura más hermosa que él había visto en su vida. Y ella no podía desviar la mirada.

Había pasado mucho tiempo desde que experimentara una reacción tan fuerte y visceral hacia una mujer. Tanto tiempo que decidió que valía la pena aventurarse un poco más.

Avanzó hasta el sofá y se sentó junto a ella, apoyando un brazo tras la cabeza de la mujer.

– Hola -la saludó, y se inclinó hacia ella. Una fragancia floral invadió sus sentidos y le provocó una erección instantánea. No tenía una reacción tan rápida desde que era un niño.

Ella inclinó la cabeza, rozándose el hombro con sus mechones rubios.

– Hola -respondió, batiendo las pestañas de un modo que denotaba falta de práctica y sensualidad al mismo tiempo. Añadido al sugerente acento sureño, el gesto disparó el deseo de Sam.

Bajó la mirada hasta sus manos, que descansaban sobre sus muslos. No llevaba anillo en ningún dedo, sólo una marca intrigante en el dedo anular de la mano izquierda. Todos los indicios hacían suponer que estaba soltera.

Uno a cero para él, pensó Sam.

– ¿Qué hace una chica tan guapa como tú en un lugar como éste? -preguntó, escogiendo la vía de acercamiento más obvia que se le ocurrió.

Tal y como esperaba, ella puso los ojos en blanco y se echó a reír. Su risa tenía una ligera entonación de coquetería que a Sam le encantó.

– ¿Dama de honor o estás planeando tu boda? -siguió él al no recibir respuesta.

Ella dejó escapar un largo suspiro.

– Intento cancelar una.

– ¿Una boda?

– La mía -respondió ella, apartando la mirada.

Aquello lo pilló desprevenido. Ahora se explicaba el atisbo de tristeza en sus ojos.

– Estoy seguro de que ha sido decisión tuya -le dijo. ¿Qué hombre en sus cabales dejaría a una mujer como aquélla?

– Creo que me tomaré eso como un cumplido -dijo ella.

– Lo es.

Ella lo miró entonces a los ojos, y por primera vez su sonrisa iluminó todo su rostro. No había ni rastro de dolor, tristeza ni debilidad. Tan sólo una mujer seductora.

Siguiendo un impulso, Sam le tomó la mano y entrelazó los dedos con los suyos. La mujer abrió los labios en una mueca de sorpresa y batió las largas pestañas de sus ojos grandes y, si Sam no se equivocaba, ansiosos. Recuperada del shock inicial, era obvio que le gustaba el tacto de su mano tanto como a él le gustaba el suyo.

Porque a Sam verdaderamente le gustaba. La piel de la mujer era tan suave como su voz y tan cálida como el deseo que lo obligaba a permanecer junto a ella.

– ¿Fue idea tuya o de él? De anular la boda, me refiero.

– Suya -respondió ella encogiéndose de hombros. Incluso aquel gesto cotidiano estaba impregnado de una delicadeza exquisita-. Pero nos ha hecho un favor a los dos. Aunque sea un mentiroso hijo de perra -masculló en voz baja.