Robert Silverberg
He aquí el camino
Hoja, recostándose cómodamente junto a Sombra en un grueso fardo de pieles, en el abrigado castillo de pasajeros del aerovagón, oyó el primer clarinetazo de la lluvia y puso cara de vinagre: pronto tendría que levantarse y ocuparse de la conducción del vagón si es que la lluvia era de la especie que se temía.
Era aquél el noveno día desde que los Dientes empezaron a asolar las provincias orientales. El aerovagón, que llevaba a cuatro que huían de los brutales apetitos de los invasores, se desplazaba flotando a lo largo de la Pista de la Araña, sita en cierto punto entre Theptis y la Costilla del Normando, rumbo al oeste, rumbo al oeste y a todo trapo. Taco estaba con las tiendas dando órdenes oníricas al conjunto de seis yeguas de la noche que tiraban del vagón; el fornido Corona se encontraba en mitad del vehículo, tramando seguramente alguna venganza contra los Dientes, ya que no sabía hacer otra cosa; lo que permitía que Hoja y Sombra se entregaran a lo suyo, aunque no por mucho tiempo. Escuchando el furioso tamborileo de la lluvia contra la tensa cubierta de pellejo claveteado del vehículo, Hoja sabía que no se trataba de una lluvia corriente, sino de la temida lluvia purpúrea que deja el aire apestado y lanza a la caza a las arañas ápodas. Taco nunca podría gobernar el vehículo en medio de una lluvia morada. Pues vaya lata, pensó Hoja, repantigándose mejor contra la forma azul y rodeada de cálidas pieles de Sombra. Al rato oyó el ingrato quejido de las yeguas y notó que el vagón daba saltos: sí, no cabía la menor duda: lluvia morada y arañas ápodas. Su tiempo de descanso estaba a punto de acabar.
No es que se quejara de tener que trabajar. Pero es que había terminado su turno de pilotaje hacía apenas media hora. Se había ganado el descanso. Si Taco era incapaz de dominar el vagón en medio de aquel temporal —lo mismo pasaba con Sombra, que nunca se las había visto con una lluvia morada—, que se hiciera cargo Corona. Pero, por supuesto, Corona diría que naranjas y no se movería de su sitio.
—Siempre he tenido inferiores que conduzcan por mí—había dicho Corona diez días atrás, cuando se encontraban en el gran fuerte de Ciudad Santa, con los proyectiles de los Dientes zumbando alrededor.
—Pues tus inferiores se han largado sin esperar al amo —hubo de recordarle Hoja.
—¿De veras? Otros habrá que conduzcan.
—¿Voy a convertirme entonces en inferior tuyo? —dijo Hoja sin alterarse—. Recuerda, Corona, que yo soy un Pura Sangre.
—Ya se te ve en la cara, compañero. Pero ¿por qué meternos en disputas filosóficas? Éste es mi vehículo. Los invasores estarán aquí antes de que se haga de noche. Si quieres venirte al oeste conmigo, ya sabes lo que tienes que hacer. Si te parece demasiado para tus pruritos, pues te quedas aquí y pruebas a ver si tu suerte te gana el perdón de los Dientes.
—Acepto tus condiciones —dijo Hoja.
Así, había subido a bordo —y también Taco, y Sombra— con la condición de que él y estos dos se harían cargo del pilotaje. Hoja se sentía degradado por ello —se había alquilado como miembro de la raza inferior—, pero ¿qué otra alternativa había tenido? Estaba solo y lejos de su gente; con las hordas de los Dientes devastando el este, estaba arriesgando el pellejo. Aceptó pues las condiciones de Corona. Un aristócrata conoce el arte de la ductilidad mucho mejor que la mayoría. Soporta la humillación hasta que ya no puede soportar más, pero mientras tanto acepta, acepta, acepta los hechos. Doblegarse ante lo inevitable resulta vulgar y melodramático. Hoja pertenecía a la casta superior, los Pura Sangre, enseñada desde la infancia a ser flexible, sauce que se pliega al viento, abandonado libremente a la voluntad del Alma. El orgullo es un pecado peligroso; igual que la terquedad; el desenfreno también y mucho más que los otros. Por tanto, trabajaba mientras Corona dormía a pierna suelta. No obstante, había límites incluso para la capacidad de aceptación de Hoja, y sospechaba que estaba a punto de llegar a esos límites.
La primera noche, con sólo dos pequeños ríos entre ellos y los Dientes y las terribles explosiones de Ciudad Santa incendiando el cielo, los fugitivos hicieron un breve alto para coger melones en un campo abandonado y, en tanto se deleitaban con aquello suculenta hortaliza, Hoja dijo a Corona:
—¿Dónde irás, una vez estés a salvo de los Dientes, del otro lado del Río Medio?
—Conozco a unos parientes lejanos que viven en los Llanos —dijo Corona—. Iré allí y les contare lo que ha ocurrido a la gente oriental del Lago Oscuro y los convenceré para que empuñen las armas y obliguen a los Dientes a volver a la desolación glacial a que pertenecen.—El rostro oscuro de Corona brillaba embadurnado de pulpa. Se lo limpió—. ¿Qué planes tienes tú?
—No son tan grandiosos. También buscaré parientes, pero no para organizar un ejército. Quiero ir simplemente al Mar Cerrado, en busca de mi gente, para vivir con ella tranquilamente otra vez. He estado lejos demasiado tiempo. ¿Qué mejor ocasión que esta para regresar?—Hoja miró a Sombra—. ¿Y tú? —preguntó a la muchacha—. ¿Dónde quieres ir tú?
—Sólo donde tú vayas —dijo ella. Hoja sonrió.
—¿Y tú, Taco?
—Yo sólo quiero sobrevivir —dijo Taco—. Sobrevivir y nada más.
La humanidad había transformado el mundo y el mundo transformado había hecho cambiar a la humanidad. Día tras día, el vagón llevaba a los viajeros a alguno que otro pueblo extraño que se proclamaba descendiente de la estirpe ancestral, aunque respiraran por branquias y tuvieran la piel corno cuero curtido o dispusieran de varios pares de brazos. Humanos, todos humanos, humanos, humanos. Por lo menos todos insistían en ello. Si uno se afirma humano, pensaba Hoja, entonces el interlocutor no tendrá más remedio que estar de acuerdo. Sin embargo, había diversas clases de humanidad. Hoja, como Pura Sangre, se consideraba más cerca de lo humano que cualquiera de las gentes con que topaban, más cerca de lo humano incluso que sus tres compañeros; ciertamente, a veces tendía a considerar a Corona, Taco y Sombra como más extraños que humanos, pero no lo consideraba un estigma. Cualquier cosa que morase en el mundo no era estigma, siempre que procurase no ofender a los demás. A Hoja le habían enseñado a respetar los diversos tipos de educación humana, incluso la que marcaba a los inferiores. Sus compañeros no eran de la casta inferior, de eso no cabía la menor duda; eran de estirpe media y su categoría no estaba muy por debajo de la del mismo Hoja. Corona, el mayor, más fuerte y más violento de todos, era de la parentela del Lago Negro. Sombra, de las Estrellas Danzantes y resultaba el elemento más elegante y dócil del grupo. Era la única hembra del vehículo. Taco, que procedía de la estirpe del Cristal Blanco, era el más rápido en cuerpo e inteligencia, el más mercurial y volátil. Un conjunto extraño, pensó Hoja. Pero en las ocasiones extremas se coge a los compañeros de viaje según vienen. No se quejaba. Le parecía posible continuar sin problemas con todos ellos, incluso con Corona. Incluso con Corona.
El vehículo se detuvo dando un tumbo. Se oía ruido de cascos en el suelo húmedo; a continuación sonó un escalofriante alarido procedente de Taco y un furioso bramido procedente de Corona; por último, se escuchó una serie de leves explosiones silbantes. Hoja meneó la cabeza con tristeza.
—Malgastar munición con las arañas ápodas...
—Quizás estuvieran atacando a los caballos —dijo Sombra—. Corona es bruto pero no tonto.
Hoja le acarició las nalgas con ternura. Sombra trataba siempre de ser amable. Nunca se había acostado anteriormente con una Estrella Danzante, aunque le parecían de aspecto agradable: eran entes delgados, de esqueleto de pájaro y pecho menudo, cubiertos desde los tobillos hasta el cráneo crestado con un espeso pellejo del color del crepúsculo invernal. La voz de Sombra era musical y sus movimientos sobremanera graciosos; era la antítesis de Corona.