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—No habrá infección. Deja que la herida se cierre ahora.

Para hacer esto Hoja tenía que restablecer las cone­xiones nerviosas hasta cierto grado, y a medida que des­bloqueaba el flujo de sensaciones fue experimentando fuertes punzadas de dolor, procedentes tanto de la herida como de los medicamentos de Sombra. Pero sin perder un instante se encontró sumido en los ejercicios que ace­leraban el proceso de cauterización. La herida comenzó a cerrarse. Sombra limpiaba la sangre del brazo y pre­paró una compresa; cuando terminó comprobó que la he­rida se había reducido a una fina raya.

—Vivirás —dijo Sombra—. Tuviste suerte de que no hubieran envenenado sus cuchillos. —El hombre le besó la punta de la nariz y ambos volvieron a la zona de la escotilla.

Taco y el jefe de los Hermanos del Árbol discutían en una especie de pantomima. Los movimientos de Taco eran rotundos y generales, los del jefe apenas limitados a los dedos, mientras que Corona permanecía inmóvil como una impasible columna de oscuridad, cruzado de brazos y con expresión sombría. Cuando Hoja y Sombra apare­cieron, dijo Corona:

—Taco no adelanta nada. O entra en trance o no hay comunicación. Ayúdale, Sombra.

Ella asintió. Corona dijo a Hoja:

—¿Qué tal el brazo?

—Bien

—¿Cuándo estará repuesto?

—De aquí a un día. Dos, quizá. El dolor durará una semana.

—Podemos tener pelea cuando salga el sol.

—Tú mismo dijiste que no sobreviviríamos en caso de un enfrentamiento con esta gente.

—Aun así —dijo Corona—. Puede darse el caso. De todos modos, si hay que luchar, lucharemos.

—¿Y morir?

—Y morir —dijo Corona.

Hoja se alejó con lentitud. Había llegado el crepúscu­lo. Todo vestigio de lluvia se había desvanecido, y el aire era claro, limpio, casi frío, agitado por un ligero viento del norte que aumentaba su ímpetu gradualmente. Del otro lado de la espesura, las copas de los altos árboles se balanceaban. Veíanse ya los fragmentos de la luna, es­tiletes obscenos de blancura que danzaban sobre sí mis­mos en un cielo que se oscurecía. Pobre luna, vieja y des­trozada, recuerdo de una era tiempo ha desaparecida; se dijera espejo rayado del atormentado planeta a que per­tenecía, de la raza de razas que era la humanidad. Hoja fue hasta las yeguas de la noche, que aguardaban pacien­temente enjaezadas, y se deslizó entre ellas, acariciando sus orejas y sus romas narices. Sus ojos, líquidos, inteli­gentes, vigilantes, lo miraban casi con reproche. Nos pro­metiste un establo, parecían decirle. Sementales, calor, heno tierno. Hoja se encogió de hombros. En el mundo, se dijo sin palabras, no se podían mantener las prome­sas. Se hace lo que se puede y basta.

Taco permanece sentado con las piernas cruzadas jun­to al carromato. Sombra está junto a él; el jefe, siem­pre conservando dignidad, se mantiene delante de am­bos, muy tieso, aunque Sombra le hace gestos para que se siente con ellos. Los ojos de Taco están cerrados y su cabeza echada hacia delante. Está ya en trance. Su mano izquierda atenaza el muslo musculoso de Sombra; extiende la derecha con la palma hacia arriba, y al cabo de un momento encuentra la palma del jefe. Contacto: el circuito está cerrado.

Hoja ignora qué clase de mensajes pasan de uno a otro, pero, extrañamente, no se siente excluido de la co­municación. Brota de Taco y de Sombra, incluso del Her­mano del Árbol, tal calidez y sensación de amor que se siente arrastrado, engullido, absorbido por la comunión tripartita. También Corona se siente sumergido en el aura del grupo; su postura rígida y marcial se afloja, su rostro crispado se torna extrañamente pacífico. Por su­puesto, Taco y Sombra son los mejor engarzados; Som­bra se encuentra más cerca de Taco que nunca lo estu­viera de Hoja, pero a éste no le importa. Los celos y la competencia han dejado de tener sentido. Él es Taco, Taco es Hoja, ambos son Sombra y Corona, no hay fronte­ras ni separación, como no las habrá allí donde Todo-es-Uno, que aguarda a toda criatura viviente, a Taco y a Co­rona, a Sombra y a Hoja, a los Hermanos del Árbol, a los Invisibles, a las yeguas de la noche, a las arañas ápo­das.

A la sazón se ocupan del caso. Hoja tiene noción de las fuerzas opuestas y de los conflictos que se ponen de manifiesto en la intrincada negociación que tiene lugar. Aunque carece de pista oportuna que le informe del con­tenido del intercambio, Hoja entiende que el jefe de los Hermanos del Árbol mantiene una postura de demanda tranquila, inconmovible y que Taco y Sombra le expli­can que Corona no está dispuesto a ceder. Hoja no puede captar más allá, aun cuando esté sumergido en ello con mayor interés que los tres seres enlazados por el tran­ce. Tampoco sabe cuánto tiempo ha pasado. El intercam­bio sinfónico —exposición, respuesta, desarrollo, conclu­sión— continúa una y otra vez, de manera indefinida, sin llegar a ninguna solución.

Experimenta al cabo un descenso, una atenuación de la experiencia. Comienza a alejarse del campo de contac­to, o bien es éste el que se aleja de él. Telarañas de sen­sibilidad lo mantienen en relación con los otros, aun cuan­do Taco, Sombra y el jefe se levanten y se separen, pero se trata de hilos que menguan con rapidez y se debilitan, rom­piéndose enseguida.

El contacto termina.

La conferencia llegó a su final. Mientras duraba el tran­ce había caído la noche, una noche de negrura extraordina­ria, en la que las estrellas parecían brillar de manera anti­natural. Los pedazos de luna se habían alejado en el cielo. Había durado mucho la comunicación; no obstante, en la inmediata vecindad del vagón nada se había alterado. Co­rona seguía como una estatua junto a la entrada del carro­mato; los Hermanos del Árbol continuaban en el claro abierto entre el vagón y la empalizada. Una vez más se­mejó aquello un cuadro: qué fácil resultaba deslizarse en la inmovilidad, pensó Hoja, en tiempos tan misérri­mos. Permanecer y esperar, permanecer y esperar; pero el movimiento había regresado. El Hermano del Árbol giró sobre sí y se alejó sin decir una palabra, haciendo se­ñas a su gente, que cogió a sus muertos y lo siguió a través de la puerta. Cerraron ésta una vez la hubieron cruzado; oyóse el crujiente ruido de los cerrojos. Taco, al parecer en éxtasis, susurró algo a Sombra, que asintió y le tocó el brazo con suavidad. Ambos se encaminaron hasta el carromato.

—¿Bien? —preguntó Corona.

—Nos dejarán pasar —dijo Taco.

—Cuánta cortesía.

—...pero exigen a cambio el carromato y todo cuanto contiene.

—¿Con qué derecho? —boqueó Corona.

—Derecho de profecía —dijo Sombra—. Hay una vi­dente entre ellos, una anciana de estirpe mezclada, un poco Cristal Blanco, otro poco Hermana del Árbol, el resto de Invisible. Les ha dicho que todo lo que ha ve­nido ocurriendo de un tiempo a esta parte ha sido pro­vocado por el Alma para beneficiar a los Hermanos del Árbol.

—¿Todo? ¿Interpretan las devastaciones de los Dien­tes como señal de favor divino?

—Todo —dijo Taco— Toda la catástrofe. Y todo en su favor. Tanto que las migraciones empezarían y los re­fugiados acudirían a este lugar llevando consigo objetos de valor, que tendrían que entregarse a aquellos que el Alma quiere que sean sus propietarios, es decir, los Her­manos del Árbol.

Corona se echó a reír.

—Si quieren robar, ¿por qué no hacerlo abiertamen­te, en nombre propio, y dejar en paz las invocaciones al Alma?

—No se consideran ladrones —dijo Sombra—. La sin­ceridad del jefe es innegable. Él y su pueblo creen de veras que el Alma ha decretado estas cosas para su bien, que ha llegado el tiempo de...

—¡Sinceridad!

—...que los Hermanos del Árbol se conviertan en pro­pietarios. Por ello han levantado esta muralla en medio de la pista; a los refugiados que van al oeste les quitan las posesiones bajo bendición del Alma.