—¿Hoja?
—Te lo digo... no te gustará, su sabor...
—Hoja, despierta.
—El fuego... oh, ese olor...
—¡Hoja!
Era Sombra. Lo zarandeó con delicadeza cogiéndolo por el hombro. El hombre parpadeó y se incorporó con lentitud. Su brazo herido volvía a latirle; se sentía con fiebre. Efecto del sueño. Un sueño, sólo un sueño. Se estremeció y procuró centrarse en lo que hacía, pugnando por liberarse de la fiebre, de los restos de lóbrega fantasía que todavía orbitaban en su cabeza.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—He soñado con los Dientes —dijo él. Sacudió la cabeza para aclarársela—. ¿Me toca ya?
La mujer asintió.
—En la delantera. En la cabina del conductor.
—¿No ha ocurrido nada?
—Nada. —Pasó la punta de los dedos por la mandíbula del hombre con delicadeza. Sus ojos eran amables y brillantes y su sonrisa estaba llena de cariño—. Los Dientes están muy lejos.
—Quizá de nosotros, pero no de los demás.
—Vinieron por voluntad del Alma.
—Lo sé, lo sé.
¡Cuántas veces había tenido que aceptarlo! Así lo quiso, y nos inclinamos ante ello. He aquí vuestro camino, y por él hemos de viajar sin la menor queja. Sin embargo, sin embargo... se estremeció. El estado de ánimo provocado por el sueño continuaba. Estaba totalmente desorientado. Dientes oníricos mordisqueaban su carne. Las cámaras internas de su espíritu retumbaban con los gritos de aquellos que yacían en las parrillas, con los ruidos de desgarraduras y violencias, los crujidos insoportables de las ciudades en llamas. En diez días medio mundo había sido borrado del mapa. Tanto dolor, tanta muerte, tanto cuanto había sido hermoso destruido por salvajes sin freno que no se detendrían hasta que colmaran la medida de su venganza; y sólo el Alma sabría cuándo ocurriría esto. La voluntad del Alma los envía sobre nosotros. De acuerdo. Aceptémoslo. No podía dar con su centro. Sombra lo sujetaba, rodeándole el cuerpo con sus brazos. Al cabo de unos instantes comenzó a sentirse menos apenado, pero aun así quedó todavía confuso, presente sólo en parte, con cierta porción de su mente clavada quizá por escarpines en aquellos monstruosos cúmulos de ceniza en que los Dientes habían convertido las bellas y fértiles provincias del este.
La muchacha le tranquilizó.
—Ve, anda —le susurró—. Se está bien allí. Podrás concentrarte en otra ocasión.
El hombre ocupó el puesto de Sombra en la cabina del conductor, pasando en silencio junto a Taco, que había relevado a Corona en la guardia del punto medio del carromato. Era más de medianoche. En los alrededores todo estaba en calma; la gran puerta de la muralla permanecía cerrada y nadie había a la vista. A la luz de las estrellas vio Hoja a las yeguas de la noche pastando confiadas en el borde de la maleza. Magníficos caballos, casi humanos. Si han de asaltarme pesadillas, pensó, que sean de este tipo[1].
Sombra había estado en lo cierto. En la quietud creció su calma y recuperó la medida de las cosas. Los lamentos no restaurarían el oriente devastado, ni las exclamaciones de horror y consternación transformarían a los Dientes en píos agricultores. El Alma había decretado caos; sea pues. He aquí el camino en que hemos de mantenernos: ¿quién se atreverá a preguntar por qué? En otro tiempo el mundo fue un todo y a la sazón se encuentra descompuesto; y ello es así porque es como tiene que ser. Su tensión amainó. La angustia fue alejándose de su ánimo. Era Hoja otra vez.
Cercana ya la aurora, el mundo abandonó sus perfiles provocados por la luz de las estrellas; una blanda niebla se posó sobre el carromato y llovió durante un rato; ligera, pura lluvia, audible nada más, en todo diferente de la viciada tormenta del día anterior. Bajo la extraña luz que precede al oro, el mundo parecía quedar cubierto por una colcha de tono perlado; entre la delicadeza de este tono se materializó una presencia. Hoja vio atravesar la puerta cerrada —atravesar la puerta— una silueta incorpórea y fantasmal. Pensó que podía tratarse del Invisible que había estado acechando cerca del vagón desde que partieran de Theptis, pero no, se trataba de una mujer, vieja y débil, una mujer mínima, más pequeña incluso que Sombra, más delgada también. Hoja supo quién podía ser: la hembra de sangre mixta. La profetisa, la vidente, aquella que había movido a los Hermanos del Árbol a bloquear la autopista. Su piel poseía la textura cerúlea y los brotes pilosos de los Cristales Blancos; la forma de su cuerpo era esencialmente propia de un Hermano del Árbol, enjuta y de brazos largos; al parecer, de su ancestro Invisible había heredado la intangibilidad, aquella forma de existir que se encontraba en la frontera entre la alucinación y la realidad, entre la niebla y la carne. No eran corrientes los mestizos; Hoja había visto muy pocos y jamás había topado con ninguno que contuviera tantas razas distintas. Se decía que los mestizos poseían dones extraños. Aquella mujer los poseía sin duda. ¿Cómo si no había cruzado la muralla? Ni siquiera los Invisibles podían traspasar la madera sólida. Acaso lo que veía no era más que un sueño o quizá poseyera aquella mujer alguna manera de proyectar una imagen propia en la mente del hombre desde cualquier punto del poblado de los Hermanos del Árbol. No lo entendía.
La observó largo rato. Parecía muy real. Se detuvo a unos veinte pasos de la proa del vehículo y observó el horizonte con detenimiento y sus ojos acabaron por posarse en la ventana de la cabina del piloto. Se había dado cuenta de que era observada y le estaba devolviendo la mirada, ojo contra ojo, observándole sin vacilación ninguna. Se estuvieron contemplando de aquella manera durante algunos minutos. La expresión de la mujer era opaca y displicente, pero su rostro se iluminó de pronto y le sonrió con intensidad; una sonrisa que sabía,una sonrisa tal que Hoja se sintió aterrorizado ante aquella vieja bruja y apartó su mirada avergonzado y vencido.
Cuando volvió a mirar, la bruja había desaparecido. Se pegó a la ventana con el cuello torcido y la descubrió a la altura del centro del carromato. Inspeccionaba su obra exterior, tocando y apreciando la carrocería. Luego se alejó hacia el lugar en que Taco, Sombra y el jefe habían conferenciado y allí se sentó con las piernas cruzadas. Quedóse extraordinariamente inmóvil, como si se hubiera dormido o caído en trance. Justo cuando Hoja comenzaba a creer que no iba a moverse nunca más, la vieja sacó una pipa de hueso tallado de una faltriquera que llevaba a la cintura, la llenó con cierto polvillo gris-azulado y la encendió. Auscultó su rostro buscando huellas de revelación, pero nada en él las manifestaba; era más impasible e indescifrable que antes, si cabe. Cuando consumió la pipa, volvió a llenarla y fumó otra mientras Hoja seguía observándola con el rostro pegado de manera molesta contra la ventana, el cuerpo cada vez más entumecido. Despuntaban ya los primeros rayos del sol, de un rosado que enseguida se hizo de oro. A medida que la luz iluminaba a la bruja, ésta íbase haciendo cada vez menos opaca; estaba desvaneciéndose por momentos y al poco dejó Hoja de ver nada que no fuera la pipa y el pañuelo de la mujer; luego, el espacio quedó vacío. Las largas sombras de las seis yeguas de la noche se proyectaban sobre la empalizada de madera. Hoja sacudió la cabeza. Me he dormido, pensó. Ya es de día y todo está bien. Fue a despertar a Corona.
1
El autor juega con las palabras de manera intraducible. Constantemente se ha referido a las «yeguas nocturnas» o «de la noche» con el término