Desayunaron algo ligero. Hoja y Sombra llevaron a los caballos a abrevar a un pequeño y claro torrente a unos cinco minutos de camino en la dirección de Theptis. Taco se introdujo en la espesura en busca de nueces y bayas y, una vez llenó dos recipientes, se echó a dormir en las pieles. Corona permaneció en la sección de los trofeos y no dijo una palabra a ninguno. En las copas de los árboles de hojas rojizas de la ladera que había detrás de la muralla podían verse algunos Hermanos del Árbol ocupados en vigilar los movimientos del vagón. Nada ocurrió hasta media mañana. Entonces, con los cuatro viajeros ya en el carromato, hizo acto de presencia una docena de desconocidos, vanguardia de la tribu de refugiados que las intuiciones de Corona habían predicho correctamente. Avanzaban lentamente por la pista, a pie, llenos de polvo y con aspecto cansado, moviéndose rítmicamente bajo el peso de fardos en que portaban sus pertenencias y víveres. Eran individuos musculosos, de cabeza cuadrada, tan altos o más que Hoja, con aspecto de guerreros; llevaban cortas espadas al cinto y tanto hombres como mujeres lucían no pocas cicatrices. Su piel era de un gris salpicado de verde pálido y poseían más dedos en manos y pies que lo acostumbrado entre los humanos.
Hoja nunca había visto antes a aquella especie.
—¿Los conoces? —preguntó a Taco.
—Buscadores de Nieve —dijo Taco— Estrechamente emparentados con los Formadores de Arena, según creo. Casta de tipo medio y se dice que son hostiles para con los extraños. Viven al sur de Theptis, en la zona montañosa.
—Es extraño que no hayan estado a salvo allí —dijo Sombra.
Taco se encogió de hombros.
—Nadie está a salvo de los Dientes. Ni siquiera en las colinas más altas. Ni en las junglas más densas.
Los Buscadores de Nieve dejaron caer sus equipajes y miraron a su alrededor. Lo primero que los atrajo fue el carromato; parecían impresionados por su opulencia. Lo observaron maravillados, tocándolo como había hecho la bruja y estudiándolo punto por punto. Cuando descubrieron las caras que los observaban desde el interior, se hicieron señas entre sí, señalaron y se cuchichearon, pero no sonrieron ni saludaron. Al cabo de un rato siguieron hasta alcanzar la muralla, que observaron con la misma curiosidad infantil. Pareció que frustraba sus propósitos. La recorrieron de punta a punta, la empujaron con las manos, con los hombros, probaron a romper los maderos, tiraron de las burdas ligaduras de enredadera. Por entonces habían llegado otros doce y también éstos se arracimaron en torno del vagón e hicieron lo que los primeros hasta detenerse ante la muralla. A medida que pasaban los minutos iban llegando más y más Buscadores de Nieve en grupos de tres o cuatro. Tres de ellos que se mantenían aparte daban la impresión de formar la jefatura de la tribu; se consultaron, asintieron y congregaron a los demás miembros de la tribu con gestos elocuentes.
—Salgamos y parlamentemos —dijo Corona. Se puso su mejor armadura y seleccionó sus armas de paseo más elegantes. Dio a Taco un delgado estilete. Sombra no recibió ninguna y Hoja prefirió armarse tan sólo del prestigio de un Pura Sangre. Su condición de miembro de una raza ancestral, consideró, le servía tan bien como una espada en casi todos los encuentros con extraños.
Los Buscadores de Nieve —unos cien a la sazón y otros tantos que iban acudiendo— parecieron manifestar cierta aprensión cuando Corona y sus compañeros salieron del carromato. El tamaño de Corona y su fanfarria de gladiador parecieron asustarles más de lo que habían asustado a los Hermanos del Árbol, y también la presencia de Hoja les impresionó. Lentamente fueron conformando un semicírculo en torno de sus tres jefes; permanecían muy juntos y se murmuraban cosas con nerviosismo mientras sus manos quedaban cerca de las empuñaduras de las espadas.
Corona avanzó hacia ellos.
—Cuidado —dijo Hoja en voz baja—. Están muy nerviosos. No hagas que se precipiten.
Pero Corona con un despliegue de florituras diplomáticas poco frecuentes en él, tranquilizó enseguida a los Buscadores de Nieve con un cordial gesto de bienvenida —las manos apretadas contra los hombros, las palmas hacia fuera, los dedos bien abiertos— y unas cuantas palabras a modo de saludo. Intercambiaron presentaciones. El portavoz de la tribu, un hombre de rostro férreo con ojos indiferentes y pómulos endurecidos, resultó llamarse Firmamento; los nombres de los otros capitanes eran Espada y Escudo. Firmamento hablaba con voz tranquila, uniforme. Parecía vacío de toda energía, como si hubiera penetrado en un reino de cansancio total, mucho más allá de la simple fatiga. Habían caminado durante tres días y tres noches casi sin parar, explicó Firmamento. La semana última, un nutrido grupo de Dientes había partido hacia el oeste por las tierras costeras que rodeaban Theptis y una de las bandas, unos cuantos centenares de soldados, se había perdido dirigiéndose hacia el sur y penetrando en el país de las colinas. Como merodeadores, sin rumbo fijo, los Dientes cayeron sobre el retirado pueblo de los Buscadores de Nieve, originándose una terrible batalla en la que había perecido más de la mitad de la gente de Firmamento. Los supervivientes, que habían huido hasta el bosque, pusieron rumbo a la Pista de la Araña por caminos vecinales y, aturdidos por la conmoción y el dolor, se habían puesto en camino igual que máquinas en dirección del Río Medio, esperando encontrar nuevas laderas en los territorios de población dispersa del lejano noroeste. Ya no podrían regresar a su antiguo hogar, afirmó Escudo, pues había sido profanado por las orgías de los Dientes.
—Pero, ¿qué ocurre con esta muralla? —preguntó Firmamento.
Corona se lo explicó, hablando a los Buscadores de Nieve de los Hermanos del Árbol y su profetisa y de la promesa que les había hecho respecto de la obligación que todos los refugiados tenían de entregar sus pertenencias.
—Nos están esperando con los dardos dispuestos —dijo Corona— Nosotros cuatro nada podíamos contra ellos. Pero ahora no se atreverán a enfrentarse a tanta gente. ¡Antes de que llegue la noche habremos destrozado la muralla!
—Se dice que los Hermanos del Árbol son enemigos muy feroces —observó Firmamento con calma.
—No son más que monos —dijo Corona—. Nada más desnudemos la espada se subirán corriendo a los árboles.
—Y nos rociarán con una lluvia de flechas envenenadas —murmuró Escudo—. Amigo, tenemos poco ánimo para afrontar más contiendas. Han muerto muchos de los nuestros durante esta última semana.
—¿Qué haréis entonces? —exclamó Corona—. ¿Entregarles las espadas, las túnicas, los anillos de vuestras mujeres, las sandalias con que calzáis los pies?
Firmamento permaneció inmóvil, cerró los ojos y guardó silencio durante un buen rato. Al cabo, sin abrir los ojos, dijo con voz que surgía del centro de un hueco inmenso :
—Hablaremos con vosotros más tarde —y dio la vuelta—. Descansaremos ahora y esperaremos a que vengan los Hermanos del Árbol.
Los Buscadores de Nieve se retiraron, esparciéndose junto a la maleza debajo mismo de la muralla. Quedaron formando filas con los ojos fijos en tierra, aguardando. Corona gruñó, farfulló y sacudió la cabeza.
—Tienen pinta de guerreros —dijo volviéndose a Hoja—. Hay algo que señala a un guerrero y lo hace distinto de los demás hombres; sé qué es ese algo y puedo decirte que los Buscadores de Nieve lo tienen. Tienen entereza; tienen poder; albergan en ellos el espíritu de la batalla. Y sin embargo, míralos. Acurrucados igual que gordos Dedos cuando tienen miedo.