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Sonriendo y silbando penetró con rapidez en la cabi­na media, amplia, agradable, brillantemente iluminada, decorada con armas de Corona y otros hoscos recuerdos de peleas, y penetró en el pasillo frontal que llevaba a la cabina del conductor.

Taco estaba sentado ante las riendas. Los de Cristal Blanco, como Taco, parecían vibrar de energía; pero por lo que respectaba a Taco, parecía cansado, vacío, medio muerto de fatiga. Era pequeño y canijo, estrecho de hombros y caderas, con piel incolora, de textura cerúlea y cór­nea, manchada aquí y allá de puntos pilosos. Sus múscu­los eran largos y planos; su rostro, cavernoso, de nariz picuda y mandíbula afilada y malévolos ojos oscuros hun­didos en huesudas cuencas. Hoja tocó su hombro.

—Vale ya —dijo—. Corona me ha enviado a relevarte.

Taco asintió con debilidad pero no se movió. El hom­brecillo temblaba como una rana. Hoja había pensado siempre que era indestructible, pero ante aquel desalien­to consideró que parecía más frágil que Sombra.

—Vamos —murmuró Hoja—. Tienes unas cuantas ho­ras para descansar. Sombra te cuidará.

Taco se encogió de hombros. Estaba inclinado hacia delante, mirando con ojos muertos por el postigo curvo, sucio a la sazón de goterones de agua mugrienta.

—Las puercas arañas —dijo. Su voz fue ronca y gas­tada—. La cochina lluvia. El barro. Mira los caballos, Hoja. Están muertos de miedo y yo también. Nos mo­riremos todos en esta carretera, Hoja, si no a causa de las arañas, de la lluvia venenosa; si no a causa de la llu­via, de los Dientes, y si no por éstos por alguna otra cosa. No hay otra carretera más que ésta, ¿te has dado cuenta? Éste es el camino y estamos encadenados a él como inferiores desvalidos, y en él moriremos.

—Moriremos cuando nos llegue la hora, como todo lo demás. Taco, ni antes ni después.

—Pues a nosotros nos va a llegar la hora enseguida. Muy pronto. Demasiado pronto. Puedo tocar al fantas­ma de la muerte con la mano.

—Taco...

—Me siento atrapado en este carromato.

Taco hizo un extraño ruido con la garganta, una es­pecie de sollozo a medias. Hoja tiró de él y lo apartó del asiento del conductor, llevándolo seguidamente al pasillo. Como si no pesara en absoluto. Quizá fuera cier­to en aquel instante mismo. Taco tenía muchas cualida­des.

—Anda —dijo  Hoja—.  Descansa mientras  puedas.

—Eres muy amable.

—Y deja de hablar de muertes.

—Tienes razón —dijo Taco. Hoja lo vio forcejear con el miedo, la desesperación y el cansancio. Pareció reanimarse, bordear su antigua vitalidad; pero la ligera recu­peración decreció y entonces, esbozando una leve son­risa, susurró gracias y se alejó.

Hoja ocupó su puesto en el asiento del conductor.

Por la ventana del carromato —delgadísimas y tensas láminas de piel de la mejor calidad, cuidadosamente ad­heridas, perfectamente transparentes— podía ver un pai­saje desapacible. Una lluvia oscura como la sangre caía horadando el suelo esponjoso y elevando efímeros sur­tidores de tierra. Del terreno brotaba una densa pesti­lencia miasmática, ráfagas de niebla oscura y caliente, cuyo olor acre comenzaba a penetrar en el vehículo. Hoja suspiró y cogió las riendas. Fantasma de la muerte, pen­só. Atrapado. Pobre Taco, había llegado al límite de la razón.

Y sin embargo, y sin embargo, mientras consideraba lo que había dicho Taco, Hoja advirtió que había estado experimentando cosas parecidas durante los últimos días; tenso, impelido, apresado. Apresado, Como si acecharan por allí cerca presencias invisibles, burlonas, hostiles. ¿Fantasmas? Sin duda se trataba de la tensión provocada por todo lo que había pasado desde la primera ola car­nicera de los Dientes. Había vivido el colapso de una civilización rica y compleja. Avanzaba ahora por un mun­do extraño, todo él algas y cenizas, Era acosado, acaso, por el peso del pasado todavía insepulto, por el recuer­do de todo lo que había perdido.

Se dijera que era necesario un exorcismo.

Dijo en voz alta:

—Si hay aquí algún fantasma, que me escuche: Sal de esta cabina. Es una orden. Tengo cosas que hacer.

Se rió. Cogió las riendas y se aprestó a gobernar el tronco de yeguas.

Seguía dominando la sensación de una presencia invisible.

Algo al tiempo palpable e intangible hacía presión sobre él de manera imperiosa. Se sintió envuelto y ab­sorbido. Es la niebla, se dijo. Niebla azul oscuro que presiona la ventana y sella el carromato en el interior de una jaula de vapor. ¿Era aquello? Hoja quedo inmóvil un instante, escuchando. Silencio. Dejó las riendas, se vol­vió en el asiento e inspeccionó la cabina con atención. Nadie. Era absurdo preocuparse por tales cosas. Sin em­bargo, persistía la intranquilidad. No se trataba ya de una broma. El nerviosismo de Taco se le había contagia­do y la enfermedad seguía creciendo, volviéndose más in­tensa a cada momento que pasaba, volviéndolo vulnera­ble a cualquier terror que se le insinuase. Sólo con una mente tranquila podría alcanzar el estado de trance que requiere un conductor de yeguas nocturnas; pero el tran­ce parecía estar fuera de sus posibilidades mientras ex­perimentase el aguijón de la mirada de algún invisible observador en su nuca. Esta lluvia, pensó, esta maldita lluvia. Vuelve loco a todo el mundo. Con voz clara y fir­me, dijo:

—Hablo en serio. Manifiéstate y sal de la cabina.

Silencio.

Volvió a hacerse cargo de las riendas. Inútil por otro lado. Era imposible concentrarse. Conocía muchas técni­cas de concentración, de dirigir su conciencia a un pun­to de serenidad imperturbable. Sin embargo, ¿podría ha­cerlo, distraído y alterado como se encontraba? Lo pro­curaría al menos. Tenía que lograrlo. El carromato había permanecido demasiado en aquel sitio. Hoja echó mano de todos sus recursos interiores; una a una fue expulsan­do de sí todas las discordancias; se obligó a caer en trance.

Al parecer daba resultado. Las tinieblas lo llamaban. Se encontraba en el umbral. Daba ya el primer paso en el interior.

—Qué tontería, qué tontería más tonta —dijo una voz bruscamente seca que no procedía de ninguna parte y que taladró sus oídos como ratón de dientes afilados del De­sierto Blanco.

Quebróse el trance. Hoja se estremeció como si hubie­ra recibido una cuchillada y se puso en pie, brillantes los ojos, el rostro enrojecido de excitación.

—¿Quién ha hablado?

—Deja en paz las riendas, compadre. Seguir por este camino es un derroche de energía.

—Luego no estoy loco ni lo estaba Taco. ¡Hay alguien aquí!

—Un fantasma, exactamente, un fantasma, un fantas­ma, un fantasma —dijo el fantasma entre risas.

Cesó la tensión de Hoja. Era mejor contender con un fantasma real que con la fantasía de la propia mente perturbada. Temía a la locura más que a lo invisible. Además, creía conocer la naturaleza de la criatura.

—¿Dónde estás?

—No muy lejos de ti. Aquí. Aquí. Aquí. —La voz bro­tó de tres puntos distintos, una vez detrás de otra. El ente invisible comenzó a cantar. Su canto era alto de tono, como un gemido, y tenía la cualidad de cuartear la paciencia de Hoja. Aún no había visto éste a nadie, aun­que había aguzado la vista y mirado a todas partes. Le pareció descubrir una delgadísima pátina de luz rosada que flotaba ante la pared de la cabina, una niebla ahu­mada que se desplazaba de un lugar a otro, una pelícu­la mínima como de aceite sobre agua, pero en cuanto en­focaba correctamente la mirada parecía evaporarse la pre­sencia.

—¿Cuánto tiempo llevas en el carromato? —dijo Hoja.

—Mucho.

—¿Subiste en Theptis?

—¿Se llamaba así aquel sitio? —preguntó el fantasma sin la menor ironía—. Lo he olvidado. Es tan difícil re­cordar cosas...