No hay muralla de fuego. Ni guerrero, ni lobo, nada de nada. Sólo una empalizada de estacas recién caídas a unos cien pasos más allá, en plena carretera; estacas tan altas como Corona, con puntas en ambos extremos, hundidas en la tierra, la una pegada a la contigua y atadas fuertemente con enredadera recién cortada. La barricada cruzaba la carretera por completo de extremo a extremo; su parte derecha estaba flanqueada por una maraña de espinos enredados; por la izquierda se prolongaba hasta el borde de un barranco escarpado.
Estaban bloqueados.
Tal bloqueo en plena carretera pública resultaba inconcebible. Hoja parpadeó, carraspeó y se frotó la frente dolorida. Los últimos minutos de sueño incongruente le habían dejado una corteza de melancolía en el cerebro. La muralla de árboles parecía pertenecer también a algún sueño, un sueño malo. Hoja creyó oír en algún punto cercano la risa helada del Invisible. La lluvia, por lo menos, parecía haberse alejado y no había arañas por los alrededores. Pequeño consuelo, pero el mejor de que disponía.
Frustrado, Hoja se deshizo de las riendas y aguardó a que sucediera algo. Al cabo de un instante experimentó el rítmico traqueteo que le habló de la plúmbea aproximación de Corona por el pasillo que conducía a la cabina. El gigante hizo su aparición.
—¿Qué pasa? ¿Por qué no nos movemos?
—Camino muerto.
—¿De qué estás hablando?
—Míralo tú mismo —dijo Hoja con cansancio, señalando el ventanuco.
Corona se inclinó sobre Hoja para mirar. Contempló la escena durante momentos interminables, reaccionando lentamente.
—¿Qué es eso? ¿Una muralla?
—Sí, una muralla.
—¿Una muralla en medio de una autopista? Nunca oí nada parecido.
—Acaso fuera a esto a lo que se referían los Invisibles.
—Una muralla. Una muralla. —Corona sacudió la cabeza con rabia perpleja—. Esto viola todas las convenciones. Por el Alma, Hoja, una carretera pública es...
—Sagrada e inviolable. Sí. Lo que los Dientes han venido haciendo en el este viola también buena parte de las convenciones —dijo Hoja— También las convenciones particulares. Estos tiempos nada tienen que ver con la costumbre. —Se preguntó si debía decir algo del Invisible que subiera al carromato. Se dijo que podía considerarlo más tarde—. Acaso sea una manera de detener a los Dientes en este país. Corona.
—Pero bloquear una carretera pública...
—Nos avisaron.
—¿Quién confía en la palabra de un Invisible?
—Pues ahí está la muralla —dijo Hoja—. Ahora sabemos por qué no nos encontramos con nadie más en el trayecto. Sin duda la levantaron nada más saber que los Dientes se aproximaban y la provincia entera sabe lo suficiente para evitar la Pista de la Araña. Toda la provincia salvo nosotros.
—¿Qué gente habita aquí?
—No lo sé. Taco es el único que podría saberlo.
—Sí, Taco pudiera saberlo —dijo la clara y aguda voz de Taco desde el pasillo. Metió la cabeza en la cabina. Hoja vio a Sombra detrás de él—. Ésta es la tierra de los Hermanos del Árbol —dijo Taco—. ¿Habéis oído hablar de ellos?
Corona negó con la cabeza.
—Yo no —dijo Hoja.
—Habitan en los bosques —dijo Taco—. Adoran a los árboles. De cabeza pequeña, cerebro lento. Peligrosos en el combate; usan dardos envenenados. En esta región creo que hay nueve tribus bajo un jefe único. En otro tiempo pagaban tributo a mi gente, pero creo que a la sazón ha terminado todo eso.
—¿Adoran a los árboles? —dijo Sombra con gracia—. ¿Ya cuántos dioses han talado entonces para hacer esta barrera?
Taco rió.
—Si hay dioses, ¿por qué no hacer que den beneficios?
Corona se quedó mirando la muralla que cruzaba la pista como en otro tiempo podía haber mirado a un oponente en un combate de boxeo. Agitado, dio unos pasos por la cabina.
—No podemos perder más tiempo. Los Dientes estarán aquí dentro de unos días. Tenemos que alcanzar el río antes de que les pase algo a los puentes.
—La muralla —dijo Hoja.
—Hay muchos matojos por los alrededores —dijo Taco—. Podríamos hacer una hoguera y quemarla.
—Es leña verde —dijo Hoja—. Imposible.
—Tenernos hachas —observó Sombra—. ¿Cuánto nos costaría talar algunos troncos? Taco suspiró.
—Necesitaríamos una semana para eso. Los Hermanos del Árbol nos llenarían de dardos antes de que pasara una hora.
—¿Se te ocurre algo? —dijo Sombra a Hoja.
—Podríamos volver hacia Theptis y buscar un camino que llevara a la Pista del Ocaso por el país de la arena. Sólo hay dos carreteras que conduzcan al río, ésta y la del Ocaso. Si volvemos a Theptis habremos perdido cinco días, además de arriesgarnos a quedar envueltos en el caos que acaso haya caído sobre esta ciudad; aunque también podemos quedar estancados en el desierto mientras intentamos dar con la autopista. La otra salida que veo es abandonar el carromato y buscar algún paso, alguna forma de atravesar a pie la muralla, pero dudo mucho que Corona quiera...
—Corona no quiere —dijo Corona, que había estado mordiéndose el labio en silencio tenso—. Sin embargo, veo otras posibilidades.
—Adelante.
—Una es dar con esos Hermanos del Árbol y obligarles a que quiten esta porquería de la carretera. Con dardos o sin ellos, un Lago Negro y un Pura Sangre tienen que aterrorizar a veinte tribus de chorlitos forestales.
—¿Y si no podemos? —preguntó Hoja.
—Eso nos lleva a la otra posibilidad, que supone que esta muralla no está levantada expresamente para protegerse de los Dientes, sino para aprovecharse de la confusión general. En ese caso, si no podemos forzarlos a que nos abran paso, podemos encontrar la forma de convencerlos mediante el pago que nos pidan por ello.
—¿Es Corona quien habla? —preguntó Taco—. ¡Pagar un peaje a los inferiores del bosque! ¡Increíble!
—No me gusta la idea de pagar peaje a nadie —dijo Corona—. Pero puede ser lo más sencillo y rápido para largarnos de aquí. ¿Crees que estoy hecho sólo de orgullo, Taco?
Hoja se puso en pie.
—Si es cierto que quieren cobrar un peaje, habría alguna puerta en la muralla. Iré allí e investigaré.
—No —dijo Corona, empujándolo para que se sentara de nuevo—. Sería un peligro. Esta parte de la faena me toca a mí. —Se encaminó hacia la cabina media y permaneció allí unos minutos. Cuando regresó estaba armado de punta en blanco: corazas, casco, visera, grebas, todo ello convenientemente pulimentado. Eran pocos los lugares en que mostraba la piel desnuda y aun éstos parecían formar parte de la armadura. Corona parecía una máquina. Su maza le colgaba de la cintura y el corto mango de su espada plegable se encontraba cómodamente dispuesto en el interior de su muñeca derecha, listo para extenderse en toda su longitud al menor movimiento. Corona miró a Taco y dijo—: Necesitaré tus rápidas piernas. ¿Vienes?
——Como quieras.
—Ábrenos la escotilla de la cabina media, Hoja.
Hoja manipuló un mando del tablero que había bajo la ventanilla delantera. Con un chasquido suave se abrió una puerta de goznes de la sección media del carromato y una escalera descendió hasta el suelo. Corona realizó una salida triunfal. Taco, despreciando la escalerilla, bajó de un salto: don especial de las gentes de Cristal Blanco era poder desplazarse de mil maneras extraordinarias a través de distancias cortas.