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El pelo de Gracie Show era un desastre. Mientras la húmeda brisa nocturna de principios de julio empujaba un mechón de su pelo castaño cobrizo delante de sus ojos, decidió que debería haberse pensado mejor lo de confiar en un peluquero llamado Mister Ed. Sin embargo, no creía que se debiese hacer hincapié en algo tan negativo, así que en vez de pensar en la desastrosa permanente, cerró la puerta del coche de alquiler y caminó por la acera en dirección a la casa de Bobby Tom Denton.

Media docena de coches estaban aparcados en el curvo camino de acceso, y al acercase a la estructura de madera y vidrio que asomaba sobre el lago Michigan, oyó música sonando con gran estruendo. Eran las nueve y media. Desearía poder posponer el encuentro hasta el día siguiente, cuando estuviera más descansada y menos nerviosa, pero simplemente no podía darse el lujo de disponer de tiempo. Necesitaba probar a Willow Craig lo eficazmente que podía solucionar su primera responsabilidad real.

Era una casa inusual, baja y armónica, con el tejado en un ángulo agudo. Las puertas principales estaban lacadas y tenían unos pomos de aluminio que parecían huesos. No podía decir que la casa fuera precisamente de su gusto, pero era interesante. Tratando de ignorar las mariposas de su estómago, resueltamente presionó el timbre y estiró con fuerza la chaqueta de su mejor traje azul marino, sin forma y con una falda que no era ni larga ni corta, sino simplemente pasada de moda. Deseó que la falda no se hubiera arrugado tanto en el vuelo de Los Angeles al Aeropuerto O’Hare de Chicago, pero la ropa nunca había sido lo suyo. Algunas veces pensaba que su sentido de la moda se había atrofiado al haber crecido con tanta gente mayor alrededor, porque siempre parecía ir al menos con dos décadas de retraso.

Cuando presionó el timbre otra vez, creyó oír la reverberación de un gong desde el interior, pero la música era tan fuerte, que no estuvo segura. Un pequeño hormigueo de anticipación recorrió su cuerpo. La fiesta sonaba salvaje.

Aunque Gracie tenía treinta años, nunca había asistido a una fiesta salvaje. Se preguntó si habría películas pornográficas y platitos con cocaína pasándose entre los invitados. Estaba casi segura de que lo desaprobaría, pero no tenía en realidad ningún tipo de experiencia al respecto, así que se reservó la opinión. Después de todo, ¿como iba a forjarse una nueva vida si no estaba abierta a nuevas experiencias? No era que fuera a experimentar con drogas, pero, en lo que respecta a películas pornográficas…, quizá pudiera echar una miradita.

Presionó el timbre dos veces seguidas y retiró otro caprichoso mechón de pelo hacia su trenza despeinada. Había esperado que su nueva permanente eliminase la necesidad de utilizar ese peinado tan anticuado pero cómodo, que había utilizado sin descanso durante la década anterior. Había imaginado algo suave y ondulado que la hiciera sentir una mujer nueva y la permanente de Mister Ed era tan marcada que no se acercaba ni de lejos a lo que ella tenía en mente.

¿Por qué no había recordado a tiempo sus años de adolescente cuando todos sus esfuerzos de autosuperación habían resultado desastrosos? Se había pasado meses con el pelo verde por haber calculado mal la cantidad de peróxido de un tinte y otra vez se le había puesto la piel hecha un desastre por una reacción alérgica a una crema para pecas. Aún oía las carcajadas de sus compañeros de clase de secundaria cuando los algodones que rellenaban su sujetador se habían movido mientras comentaba para la clase un libro de lectura obligada. Ese incidente había sido un golpe mortal y en ese mismo momento se había prometido a si misma aceptar las francas palabras que su madre había dicho desde que Gracie tenía seis años:

Desciendes de una larga serie de mujeres feas, Gracie Snow. Acepta que nunca serás guapa y vivirás bastante más feliz.

Era de altura mediana, ni lo suficientemente baja como para ser graciosa, ni lo suficientemente alta para resultar esbelta. Aunque no estaba precisamente plana, se encontraba en el nivel más cercano. Sus ojos no eran ni ardientemente castaños ni chispeantemente azules, sino de un gris de difícil descripción. Su boca era demasiado ancha, su barbilla demasiado terca. Ni se molestaba en agradecer su piel clara, pues montones de pecas se esparcían sobre su nariz, ni tampoco que ésta última fuera pequeña y recta. Lo que hacía era concentrarse en los dones que Dios le había dado: inteligencia, extraño sentido del humor e insaciable interés por todos los aspectos de la condición humana. Se decía a sí misma que la fuerza de carácter era más importante que cualquier tipo de belleza y sólo cuando estaba más deprimida en casa deseaba poder cambiar un poco de integridad, una pizca de virtud o parte de sus dotes organizativas por una talla más de sujetador.

La puerta finalmente se abrió, sus pensamientos y ella se encontraron cara a cara con uno de los hombres más feos que había visto nunca: gigantesco, con grueso cuello y hombros desnudos y protuberantes. Lo miró con interés al tiempo que los ojos del hombre descendían rápidamente por su traje azul marino y su impoluta blusa blanca de poliéster hasta sus zapatos negros.

– ¿Sí?

Enderezó los hombros y alzó la barbilla una pizca.

– Estoy aquí para ver al Sr. Denton.

– Pues ya era hora. -Sin previo aviso, la agarró del brazo y tiró de ella hacia el interior-. ¿Trajiste música?

Ella se alarmó ante la pregunta, percibiendo sólo una vaga impresión del vestíbulo: suelo de caliza y un montón de aluminio en la escultura de la pared junto con un soporte de granito para un casco de samurai.

– ¿Música?

– Claro, le dije a Stella que se asegurara de que traías tu propia música. No importa. Guardo la cinta que se dejó la última chica que vino.

– ¿La cinta?

– Para Bobby Tom en el jacuzzi. Los chicos y yo queríamos darle una sorpresa. Espera aquí mientras lo preparo todo. Luego entraremos juntos.

Sin más, desapareció por una puerta corredera de shoji [3] que había a la derecha. Lo siguió con la mirada, entre alarmada y curiosa. Obviamente la había confundido con otra persona, ya que sabía que Bobby Tom no aceptaba llamadas de Windmill Studios; se preguntó si debería aprovechar el malentendido.

La vieja Gracie Snow habría esperado pacientemente a que regresara para poder explicarle su misión, pero la nueva Gracie Show tenía ante sí la aventura que tan ardientemente deseaba y siguió el sonido de la áspera música a lo largo de un pasillo.

Las habitaciones que pasó no se parecían a ninguna que ella hubiera visto antes. Siempre había estado secretamente ávida de sensaciones y sólo con ver no la llenaba. Sentía comezón en las manos por acariciar la aspereza de la escultura de hierro oxidado y los bloques de granito donde se asentaba, que parecía un árbol prehistórico seccionado. Quería sentir en la punta de sus dedos la textura de las paredes, algunas de las cuales estaban lacadas en un gris pálido mientras que otras estaban cubiertas por trozos de cuero gastado color ceniza. El mobiliario era otro tema, como un diván tapizado en loneta con un estampado tipo cebra que parecía llamarla por señas y el aroma de eucalipto que salía de unas urnas antiguas tentando sus orificios nasales.

Entremezclándose con el eucalipto, distinguió el olor a cloro. Al rodear un gran macizo de grandes rocas que ocultaban artísticamente la pared, abrió más los ojos con sorpresa. El pasillo desembocaba en una lujosa gruta, cuyas paredes eran enormes láminas de vidrio desde el suelo al techo. Palmas, bambú y alguna otra planta exótica se disponían como tumbonas independientes sobre el suelo de mármol negro, haciendo que la gruta pareciera tropical y prehistórica. La piscina de losetas negra y forma asimétrica parecía un estanque escondido donde los dinosaurios podrían acercarse a beber. Incluso las sillas de diseño austero y las mesas hechas de rocas redondeadas se mezclaban con el ambiente.

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[3] Papel de arroz. (N de T)