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Se escandalizó por la fuerza del deseo que sintió de ver sus partes privadas. Todos los cuerpos masculinos desnudos que ella había visto en su vida eran viejos. Bobby Tom se parecía a los hombres de la película de la noche anterior. Se estremeció.

Él se dio la vuelta, llevando la sábana con él. Su grueso pelo estaba despeinado, tenía un mechón pegado a la sien. La piel de su mejilla tenía una arruga de la almohada.

– Bobby Tom -dijo ella suavemente.

Abrió un poco un ojo y dijo con la voz ronca por el sueño:

– Desnúdate o vete.

Ella caminó resueltamente hacia las ventanas y tiró del cordón de las cortinas.

– Alguien está realmente gruñón esta mañana.

Él gimió cuando la luz inundó la habitación.

– Gracie, tu vida está en peligro de muerte.

– ¿Te gustaría que te preparara la ducha?

– ¿También quieres frotarme la espalda?

– Creo que eso no será necesario.

– He tratado de ser tolerante con esto, pero pareces no darte cuenta. -Se incorporó, buscó la cartera de la mesilla de noche y sacó varios billetes-. Para el taxi al aeropuerto -dijo, tendiéndoselos.

– Primero dúchate y luego hablaremos de eso -dijo precipitadamente saliendo de la habitación.

Hora y media después, aún trataba de deshacerse de ella. Ella se apresuró por la acera hacia uno de los gimnasios de Memphis con una bolsa blanca de papel donde llevaba un zumo de naranja natural apretado con fuerza en la mano. En cuanto lo había logrado sacar de la cama, le había dicho que ni hablar de marcharse hasta haber tenido algo de ejercicio matutino. En cuanto habían entrado en un gimnasio de la ciudad, le había puesto un montón de dinero en la mano y la había enviado a una cafetería cercana para que le cogiera un zuno de naranja natural mientras él iba al vestuario.

Cuando había desaparecido en el cuarto de las taquillas, sus ojos eran cándidos y llevaba puesta su sonrisa angelical, lo cual indicaba que tenía intención de marcharse mientras ella no estaba. Se convenció absolutamente cuando vio que le había dado doscientos dólares para pagar un zumo de naranja. En consecuencia, se vio obligada a tomar medidas drásticas.

Como era lógico, la cafetería estaba bastante más lejos de lo que le había hecho creer y ella había intentado apurarse todo lo que podía. Cuando regresó al gimnasio, pasó por delante de la puerta, dirigiéndose directamente al aparcamiento de la parte posterior.

El Thunderbird estaba bajo una sombra con el capó abierto. Bobby Tom miraba con atención por debajo del capó. Estaba sin aliento cuando llegó hasta él.

– ¿Ya terminaste de entrenar?

Levantó la cabeza tan rápida y abruptamente que se la golpeó contra el capó, desplazando a un lado el stetson. Él maldijo suavemente y colocó el sombrero.

– Tengo la espalda algo rígida, así que he decidido esperar hasta la noche.

Su espalda parecía estar perfectamente, pero se abstuvo de señalarlo, igual que se abstuvo comentar el hecho de que obviamente había tenido intención de irse en el coche mientras ella no estaba.

– ¿Le pasa algo a tu coche?

– No arranca.

– Déjame mirar. Sé algo de motores.

Él clavó los ojos en ella con incredulidad.

– ¿Tú?

Ignorándole, apoyó la húmeda bolsa en el guardabarros y mirando con atención bajo el capó, levantó la tapa del distribuidor.

– Madre mía, parece haber perdido el rotor. Déjame ver. A lo mejor por aquí… -abrió su bolso-. Si. Tengo uno aquí mismo.

Colocó el pequeño rotor en el Thunderbird, apretó los dos tornillos que aseguraban la tapa y le tendió un cuchillo de desayuno para que los apretara más. Todo estaba pulcramente envuelto en una bolsa de plástico que había tomado del hotel para justo este tipo de emergencia.

Bobby Tom miraba hacia abajo como si no se pudiera creer lo que veía.

– Asegúralo bien -dijo ella amablemente-. Si no podría darte algunos problemas. -Sin esperar su respuesta, cogió el zumo de naranja y se apresuró hacia la portezuela del copiloto para deslizarse en el asiento donde se puso a estudiar el mapa.

No pasó mucho antes de que el coche se estremeciera cuando él cerró de golpe el capó. Ella oyó el sonido de sus pasos, furiosos, sobre el asfalto. Bobby Tom se apoyó en el marco de la ventanilla del copiloto y ella vio que tenía los nudillos blancos. Cuando finalmente habló, su voz fue muy suave y muy enfadada.

– Nadie toca mi T-Bird.

Ella se mordisqueó el labio inferior.

– Lo siento, Bobby Tom. Sé que adoras este coche y no te culpo por enfadarte. Es un coche maravilloso. En serio. Por eso voy a ser honesta contigo, tengo habilidad para estropearlo de verdad si intentas darme otra vez esquinazo.

Sus cejas se elevaron rápidamente y clavó los ojos en ella con incredulidad.

– ¿Estás amenazando mi coche?

– Eso me temo -dijo ella en tono de disculpa-. El Sr. Walter Karne, descanse en paz, residió en Shady Acres casi ocho años antes de morir. Hasta que se jubiló era propietario de un taller de reparación de automóviles en Columbus y aprendí mucho de él sobre motores, incluyendo como sabotearlos. Sólo un ejemplo, tuvimos unos problemillas con un asistente social demasiado burocrático que venía a Shady Acres varias veces al mes. Le gustaba contrariar a los residentes.

– Así es que el Sr. Karne y tú os vengasteis saboteando su coche.

– Desafortunadamente, el Sr. Karne tenía artritis, lo que quiere decir que tuve que hacer yo misma todo el trabajo manual.

– Y ahora tienes intención de usar tu inusual conocimiento para chantajearme.

– Se sobreentiende que la idea no me gusta mucho. Por otro lado, me debo a Windmill Studios.

Los ojos de Bobby Tom comenzaban a tener una expresión salvaje.

– Gracie, la única razón por la que no te estrangulo hasta morir en este momento es porque sé, que tan pronto como el jurado oiga mi historia y me absuelva, esos tiburones de la tele convertirían todo esto es una peli de serie b para la televisión.

– Tengo que hacer mi trabajo -dijo ella suavemente-. Y me tienes que dejar hacerlo.

– Lo siento, cariño. Hemos llegado al límite.

Antes de que lo pudiera detener, él había abierto la portezuela, la había cogido en brazos y la había dejado sobre el suelo del aparcamiento. Ella siseó con alarma.

– Hablemos de esto.

Ignorándola, se acercó a la parte posterior del coche, de dónde sacó la maleta de Gracie del maletero.

Ella se apuró en llegar a su lado.

– Somos dos adultos razonables. Estoy segura que podemos llegar a un compromiso. Estoy segura que nosotros…

– Te aseguro que no podemos. Dentro te llamarán un taxi. -Dejó caer la maleta sobre el pavimento, se subió al Thunderbird y lo puso en marcha.

Sin parase a pensar, ella se dejó caer sobre el pavimento delante de las ruedas y apretó los ojos con fuerza.

Pasaron unos segundos llenos de tensión. El calor del asfalto atravesó la tela de su amorfo vestido color mostaza. El olor del tubo de escape hizo girar su cabeza. Sintió que su sombra caía sobre ella.

– Para salvarte la vida, vamos a hacer un trato.

Ella abrió los ojos con alivio.

– ¿Qué tipo de trato?

– Dejaré de intentar huir de ti…

– Es justo.

– …si haces exactamente lo que te diga el resto del viaje.

Ella consideró la idea mientras se ponía de pie.

– No creo que eso vaya a funcionar -dijo ella con suavidad-. Por si nadie te lo ha dicho nunca, no siempre eres razonable.

Bajo la ala del stetson, entrecerró los ojos.

– Tómalo o déjalo, Gracie. Si quieres ir en este coche, vas a tener que contener tus modales mandones y hacer lo que te diga.

Exponiéndolo así no tenía mucha elección, y decidió ceder cortesmente.

– Muy bien.

Él devolvió su maleta al maletero. Ella se volvió a sentar en el asiento del copiloto. Cuando él se subió al coche, le dio una vuelta a la llave de contacto con enojo.