– La cosa es que creo que ya va siendo hora de que unamos fuerzas y hablemos. Se me ha ocurrido un plan que será beneficioso para los dos.
La canción terminó. A regañadientes, él sacó su mano de su chaleco y la dejó ir. Apoyándose contra el lateral del Fairlane, él cruzó los brazos sobre el pecho.
– Tal y como yo lo veo, cada uno tiene un problema. Tú estás algo atrasada en el arte del sexo, pero como se supone que estamos comprometidos, no vas a buscar a nadie que te enseñe. Yo, por otro lado, necesito tener una vida sexual regular, pero como soy oficialmente un hombre comprometido y este es un pueblo pequeño, no puedo llamar a mis antiguos ligues y hacer planes con ellas, ya me entiendes.
Gracie se mordisqueaba el labio inferior.
– Sí, yo, eh…, ya veo…, es ciertamente un problema.
– Pero no tiene por qué serlo.
Su pecho comenzó a moverse como si acabara de correr un largo trecho y estuviera jadeando.
– Supongo que no.
– Los dos somos adultos responsables y no hay ninguna razón por la que no deberíamos ayudarnos mutuamente.
– ¿Ayudarnos mutuamente? -dijo ella con voz débil.
– Claro. Te puedo enseñar lo que necesitas y me mantienes fuera de circulación. Creo que no puede ser mejor.
Ella se relamió los labios nerviosamente.
– Sí, es…, eh… muy lógico.
– Y práctico.
– Eso, también.
Él oyó la desilusión oculta en su respuesta, y sabía lo suficiente sobre la necesidad que las mujeres tenían del romance, para saber que era momento de atajar el problema.
– Aunque lo cierto es que el sexo no es divertido si sólo es por obligación.
Ella se mordisqueó el labio otra vez.
– No, eso no sería divertido en absoluto.
– Así que si decidimos hacerlo, vamos a tener que proponernos una cosa; tendríamos que empezar desde el principio y hacerlo bien.
– ¿Hacerlo bien?
– Lo que significa que tenemos que establecer algunas reglas básicas. Creo que siempre es mejor saber a qué atenerse, sobre todo a largo plazo.
– Sé que te gusta entenderte con la gente.
Al oír el nervioso revoloteo de su voz, él estuvo casi seguro de notar un pequeño deje contrariado y casi se le escapó una risita. Conteniéndose para sonar tan serio como un telepredicador, la miró con gravedad.
– Esto es lo que he pensado… Es obvio que será una experiencia muy estresante para mí.
Gracie levantó la cabeza con rapidez, estaba tan asombrada que necesitó todo su autocontrol para no reírse.
– ¿Por qué debería de ser estresante para ti?
Él le dirigió una mirada de herida inocencia.
– Cariño, es obvio. Hace mucho que dejé la pubertad. Seré la parte experimentada y tú no tienes más experiencia que lo del callista ese que te besó el pie, así que seré completamente responsable de convertir tu iniciación en el arte sexual en algo grato. Hay alguna posibilidad -una locura, lo admito, pero posibilidad al fin y al cabo- de que pueda equivocarme en algo y traumatizarte de por vida. Y esa responsabilidad pesará en mi mente, y la única manera de que pueda garantizar que todo resulte bien para ti, será tomar control absoluto de nuestra relación sexual desde el principio.
Ella lo miró con cautela.
– ¿Y eso, exactamente, qué implica?
– Me temo que voy a impresionarte tanto que te echarás atrás antes de que empecemos siquiera.
– ¡Suéltalo!
Su voz se había convertido casi en un chillido, y él no pudo recordar por qué había estado de tan mal humor antes. Su impaciencia le recordó a alguien que había acertado los primeros cinco números en un décimo de lotería, y esperaba que saliera el último.
Él inclinó el ala del stetson hacia atrás con el pulgar.
– La cosa es que para asegurarme que será una buena experiencia para ti, tendría que asumir el control de tu cuerpo desde el principio. Tendría, por así decirlo, que poseerlo.
Ella sonó ligeramente ronca.
– ¿Tendrías que poseer mi cuerpo?
– Ajá.
– ¿Poseerlo?
– Si. Tu cuerpo me pertenecería a mí. Sería algo así como si tuviese un enorme oleo y fuera inscribiendo mis iniciales en cada centímetro de él.
Para su sorpresa, ella parecía más estupefacta que insultada.
– Suena a esclavitud.
Él logró parecer herido.
– No he dicho nada de tu mente, cariño. Sólo tu cuerpo. Hay mucha diferencia, me sorprende que no te hayas dado cuenta y me hayas soltado esa observación.
Pareció que se le cerraba la garganta al intentar tragar.
– ¿Qué pasa si me obligas -o a mi cuerpo, ya que es de lo que estamos hablando- a hacer algo que no quiera hacer?
– Oh, definitivamente te obligaré. Sin lugar a dudas.
Sus ojos se abrieron ante el ultraje.
– ¿Me obligarás?
– Seguro. Tienes años que recuperar y sólo tenemos un tiempo limitado. No te haré daño, cariño, pero seguro que tendré que obligarte, o nunca lograremos avanzar lo suficiente.
Él vio que ese comentario había acabado con ella. Sus ojos eran enormes piscinas grises y había abierto la boca. Bueno, él tenía que admirar su presencia de ánimo. Eso era algo que tenía que reconocerle a Gracie desde el principio. Tenía valor.
– Yo… eh… creo que tengo que pensarlo.
– No entiendo que tienes que pensar. O te vale o no te vale.
– No es tan simple.
– Te aseguro que lo es. Créeme, dulzura, sé más de estas cosas que tú. Lo mejor ahora mismo sería que dijeras: “te confío mi vida, Bobby Tom, y haz conmigo lo que quieras”.
Sus ojos se abrieron totalmente.
– ¡Eso sería controlar mi mente, no mi cuerpo!
– Sólo era un experimento para asegurarme que entendías la diferencia, y has aprobado de sobra. Estoy orgulloso de ti. -Y acto seguido, fue al grano-. Lo que realmente quiero que hagas en este momento es abrir todos los demás botones del chaleco.
– ¡Pero estamos en la calle!
Él percibió que ella no protestaba por la acción, sólo la situación, y presionó un poco más.
– Recuerda, soy la parte experimentada y tú la virgen. Tienes que confiar en mí en este tipo de cosas del cuerpo o nuestro acuerdo no funcionará.
Él casi sintió lástima por ella cuando vio como su sentido de la conveniencia combatía contra esa vena traicionera de sexualidad que ella realmente no podía controlar. Le estaba resultando muy dificil, él prácticamente podía oír el agudo zumbido de su cerebro, y esperó que sus labios se fruncieran para decirle que se fuera al demonio. Pero ella suspiró con inseguridad.
Cuando ella recorrió con la vista rápidamente los alrededores del aparcamiento, él supo que era suya. Sintió un rió de sensaciones atravesándolo: placer, regocijo y, extrañamente, un toque de ternura. En ese momento se hizo la promesa que nunca haría nada para traicionar su confianza. El inquieto pensamiento de que estaba pagando su sueldo invadió su mente, pero lo apartó resueltamente mientras ahuecaba su cara entre las palmas de sus manos.
– Venga, cariño. Haz lo que te he dicho.
Por un momento ella no se movió, y luego él sintió el revoloteo de sus manos entre su pecho y el de él.
Su voz fue ronca.
– Yo… me siento tonta.
Él sonrió contra su mejilla.
– Soy el único que va a hacer “sentir” aquí.
– Es sólo que parece demasiado… malo.
– Oh, lo es. Ahora dejame ver.
Otra vez sus manos se movieron entre sus cuerpos.
– ¿Está abierto por completo? -preguntó.
– S-sí.
– Bien. Rodeame el cuello con los brazos.
Ella hizo lo que él pedía. Los bordes del chaleco rozaron el dorso de sus manos cuando el lo abrió para sentir el calor de sus pechos desnudos a través de su camisa de seda color lavanda. Otra vez, él murmuró en su oído.