Zero apartó la cámara mientras Glyn gritaba y la bestia cerraba sus fauces verticales como las de un hipopótamo sobre la cabeza y el pecho del biólogo. Con un crujido agudo, el atacante clavó sus dientes traslúcidos en las costillas de Glyn y arrancó la parte superior del cuerpo del inglés a la altura del plexo solar. La sangre arterial, roja y brillante, del corazón palpitante de Glyn se proyectó violentamente entre los dientes de la bestia, empapando la camisa y la lente de la cámara de Zero.
Zero bajó la cámara y vio un ciclón de animales que chillaban y chasqueaban alrededor de lo que quedaba del cuerpo de Glyn.
El resto del grupo profería gritos de terror mientras eran bombardeados por bichos voladores y más sombras que surgían a través del túnel.
Zero arrojó la cámara hacia los atacantes y varios de ellos giraron y se lanzaron a por ella.
Se deslizó del reborde rocoso tan rápidamente como pudo y se lanzó en zigzag saltando sobre las rocas caídas en la grieta.
17.58 horas
Cynthea, Peach y el mundo entero observaban atónitos las pantallas mientras los tres camarógrafos tomaban panorámicas alocadamente.
– ¡Dios mío! -gritó alguien, y entonces se oyó un espantoso crujido.
Un caos de chillidos saturó los micrófonos mientras las cámaras se sacudían con fuerza y giraban sin sentido.
Una cámara cayó sobre un costado. Un líquido azul y rojo salpicó su lente.
Otra cámara también cayó al suelo y una prenda empapada de sangre bloqueó la visión.
La audiencia que seguía el programa en todo el mundo oyó gritos que surgían de sus pantallas de televisión súbitamente oscurecidas.
Cynthea pinchó la única cámara que quedaba activa justo para ver que algo volaba en dirección a la lente. Luego la cámara cayó y la imagen quedó empañada por un enjambre de siluetas.
– Acabamos de perder la conexión con el satélite, jefa -dijo Peach.
Ciento diez millones de personas en todo el mundo se habían conectado antes de que la señal se desvaneciera.
Cynthea se quedó mirando las pantallas.
– ¡Oh, Dios mío!
20.59, hora oficial de la costa Este
– Estamos jodidos -dijo Jack Nevins.
– Ha estado bien, compañero -repuso Fred Huxley al tiempo que aplastaba su Cohiba.
18.01 horas
Nell saltó por encima de las rocas en dirección a la grieta en el momento en que Zero la abandonaba a toda velocidad. Su camiseta gris estaba manchada con un líquido rojo y azul. No llevaba consigo la cámara y tampoco la mochila con el transmisor.
Nell lo llamó pero Zero aceleró al pasar junto a ella, salvando las piedras con la mirada perdida a veinte kilómetros de distancia y dirigiéndose directamente al agua. Ella lo siguió instintivamente, pero a mitad de camino de la orilla se volvió y miró nuevamente hacia la boca de la grieta en sombras.
Lo que parecía un perro salió de la oscuridad de la fisura.
La criatura parecía estar olfateando el rastro dejado por Zero. Cuando saltó a una piedra bañada por el sol, Nell vio claramente que su pelaje era de un rojo brillante. No era un perro. Su tamaño era al menos el doble del de un tigre de Bengala.
Su cabeza se volvió hacia ella.
Nell retrocedió, dio media vuelta y tropezó en las rocas que rodeaban el velero abandonado.
Divisó la pequeña Zodiac en la playa y echó a correr hacia ella.
Vio que Zero se zambullía en el mar y comenzaba a nadar hacia el Trident.
Finalmente, sus pies entraron en contacto con la arena dura y húmeda y continuó corriendo a toda velocidad. Sin volver la vista atrás, llegó a la Zodiac, la empujó en dirección al agua y se dejó caer de espaldas apoyando los pies en el espejo de popa.
Tiró con fuerza de la cuerda del encendido del motor fuera-borda y dirigió una rápida mirada hacia la playa.
Tres de las criaturas saltaron de las rocas a la arena.
Aparte de su pelaje de rayas, no se parecían en nada a los mamíferos, eran más bien tigres de seis patas cruzados con alguaciles. Con cada impulso de sus patas traseras saltaban una decena de metros sobre la arena.
Nell volvió a tirar de la cuerda de encendido y el motor giró y se puso en marcha.
La Zodiac salvó el rompiente y las tres criaturas retrocedieron ante una imponente ola. Hundiendo sus patas delanteras profundamente en la arena se impulsaron hacia atrás con saltos de varios metros de largo para evitar el agua siseante.
Luego se alzaron sobre sus patas traseras y abrieron sus poderosas fauces verticales, dejando escapar unos penetrantes aullidos que sonaban como alarmas de coches y que rebotaron y se rompieron en mil ecos sobre los acantilados y alrededor de ellos.
Nell vio entonces que las bestias regresaban dando saltos por la playa en dirección a la fisura abierta en la pared de piedra.
Alzó la vista hacia el retorcido acantilado que se inclinaba sobre ella en el cielo y se quedó inmóvil, sin aliento. Se sintió como si fuera pequeña otra vez, paralizada mientras su némesis irrumpía a la luz del día. El rostro de su monstruo apareció en la pared de piedra como si hubiera estado esperándola en mitad de ninguna parte.
La cabeza comenzó a darle vueltas y se le revolvió el estómago. Vomitó por encima de la borda, aferrándose con una mano a la caña del timón.
Mientras jadeaba, se salpicó la cara y se enjuagó la boca con agua salada. Sabía que no había forma alguna de hacer las paces con eso, ninguna manera de reemplazarlo por una flor o una cara bonita. Tenía que luchar contra eso. Tenía que luchar. Lágrimas de furia veteaban sus mejillas mientras dirigía la Zodiac hacia Zero.
Lo llamó. El camarógrafo extendió el brazo y ella lo agarró para izarlo al bote neumático.
24 DE AGOSTO
12.43 horas
La mascarilla quirúrgica atenuó la risa de sorpresa de Geoffrey Binswanger. Sus ojos brillaban con una felicidad infantil.
Uno de los técnicos del laboratorio dobló la cola de un gran espécimen de cangrejo bayoneta e introdujo una aguja a través de un pliegue expuesto directamente dentro de la cavidad cardíaca del fósil viviente. El líquido claro que pasó a través de la aguja se tornó de un azul pálido al llenar una probeta. El color le recordó a Geoffrey el Gatorade azul.
El director de Associates of Cape Cod Laboratory, en Woods Hole, Massachusetts, había invitado a Geoffrey a presenciar la operación de extracción de sangre del cangrejo bayoneta cada primavera y cada verano. Puesto que la sangre tenía una base de cobre en lugar de hierro, se volvía azul y no roja cuando era expuesta al oxígeno.
Geoffrey había pasado diversos veranos como investigador invitado en el Instituto Oceanográfico de Woods Hole, o WHOI (pronunciado «hooey» por los habitantes locales), pero nunca había visitado las instalaciones de Cape Cod Associates. De modo que ese día había montado en su bicicleta Q-Pro de fibra de carbono y había recorrido unos tres kilómetros por la carretera 28 hasta el laboratorio, que se encontraba casi escondido en medio de un bosque de pinos blancos, robles blancos y hayas, para echar un vistazo.
Geoffrey llevaba ropa de hospital desechable color granate sobre su atuendo de ciclista, una gorra estéril sobre su peinado de rastas, unos botines plásticos sobre los zapatos y guantes de látex. Un grupo de técnicos de laboratorio vestidos de la misma manera sacaron a los retorcidos artrópodos de unos tambores de plástico azul, doblaron sus colas hacia adelante y los colocaron en posición vertical en cangrejeras sobre cuatro encimeras de laboratorio de dos lados.
– Este procedimiento no les causa daños, ¿verdad? -dijo Geoffrey.