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– No -dijo el técnico que había sido asignado para que le mostrara las instalaciones del laboratorio-. Sólo extraemos una tercera parte de la sangre, luego los devolvemos al océano. Los cangrejos regeneran la sangre en cuestión de días. Algunos, sin embargo, están destinados a servir de carnada en los palangreros, de modo que es razonable que primero sean enviados aquí para poder extraerles la sangre. A partir de las cicatrices podemos deducir que muchos de ellos ya han donado sangre una o dos veces antes.

Geoffrey sabía que, técnicamente, esas criaturas primitivas no eran cangrejos. Se parecían a trilobites cámbricos gigantes alineados en filas sobre los estantes de acero inoxidable, un extraño maridaje entre lo primordial y la alta tecnología. Pero, reflexionó Geoffrey, ¿cuál era cuál? Esa forma inferior de vida era aún más sofisticada que la tecnología más avanzada conocida por el hombre. De hecho, todo el equipamiento y la experiencia reunidos allí estaban dedicados a desvelar los secretos y utilizar las capacidades de ese organismo aparentemente primitivo.

– ¿Cuál es el nombre científico de esta cosa? -preguntó Geoffrey.

– Limulus polyphemus, que significa «gigante tuerto inclinado», creo.

– Claro, Polifemo, el monstruo con el que se enfrenta Ulises en las islas de los Cíclopes.

– ¡Oh, genial!

– ¿Cuál es su expectativa de vida?

– Unos veinte años.

– ¿En serio? ¿Cuándo alcanzan la madurez sexual?

– Creo que a los ocho o nueve años.

Geoffrey asintió mientras tomaba nota mentalmente de ese dato.

– Todo este laboratorio -dijo el técnico- fue construido para extraer sangre de los cangrejos y analizarla mediante el test de lisado de amebocito de limulus, o LAL, una proteína que coagula en contacto con endotoxinas peligrosas, como la E. coli.

Geoffrey miró en uno de los barriles donde los cangrejos se encaramaban sistemáticamente unos encima de otros. Él ya conocía la mayor parte de los datos que estaba escuchando, pero quería que el joven técnico de laboratorio tuviera su público.

– Las endotoxinas son comunes en el medio ambiente, ¿verdad? -preguntó.

– Sí -contestó el joven-. En su mayoría consisten en fragmentos de determinadas bacterias que están suspendidas en el aire y sólo son nocivas si entran en el torrente sanguíneo de un animal. El agua del grifo, por ejemplo, aunque se puede beber sin problemas, mataría a la mayoría de las personas si se la inyectaran. Incluso el agua destilada dejada en un vaso durante toda la noche sería demasiado letal para inyectarla.

– ¿Cómo extraen el LAL?

– Centrifugamos la sangre para separar las células. Las abrimos osmóticamente, luego procedemos a extraer la proteína que contiene el agente coagulante. Se necesitan alrededor de 184 kilos de células para obtener media onza de proteína.

– ¿Y por qué esos bichos tienen un sistema de defensa tan sofisticado contra las bacterias?

– Bueno, los cangrejos nadan en el cieno -dijo el técnico.

Geoffrey asintió.

– Tiene sentido.

– Sí, los cangrejos nunca han desarrollado un sistema inmunológico, de modo que si reciben una herida mueren rápidamente a causa de la infección sin ninguna clase de defensa química. -El técnico retiró la aguja de uno de los ejemplares y lo alzó de una pinza, enderezándole la cola. Luego metió al animal vivo dentro de un barril-. Antes de disponer de los cangrejos bayoneta teníamos que utilizar la «prueba del conejo» para ver si las drogas y las vacunas contenían impurezas bacterianas. -El técnico cogió un nuevo donante y se lo pasó a un colega-. Si el conejo tenía fiebre o moría, entonces sabíamos que había endotoxinas presentes en la muestra que estábamos examinando. Pero, desde 1977, el LAL de estos bichos se ha estado empleando para comprobar equipos médicos, jeringuillas, soluciones intravenosas, cualquier cosa que entre en contacto con la sangre humana o animal. Si la proteína se coagula, sabemos que hay un problema. Este material ha servido para salvar millones de vidas.

– Especialmente las de los conejos, supongo.

El técnico se echó a reír.

– Sí, especialmente las de los conejos.

Geoffrey tocó el caparazón duro y rojo de uno de los cangrejos. La concha tenía la suavidad y la densidad de un recipiente de Tupperware. Sonrió nerviosamente cuando el técnico le ofreció un cangrejo patas arriba.

Cogió el gran espécimen con mucha cautela. Cinco patas acabadas en pinzas hacían movimientos de escalas de piano a cada lado de una boca central en la parte inferior de la criatura. Geoffrey cubrió la parte posterior con cuidado para no ser pellizcado por una de las pinzas.

– No se preocupe, en realidad estos animales son bastante inofensivos. Y también son fuertes como el demonio. Conozco a un científico que trabaja aquí que cuenta que una vez guardó algunos cangrejos en la nevera y se olvidó de ellos durante dos semanas. Cuando finalmente se acordó de que estaban allí, abrió la nevera y aún seguían pataleando.

Geoffrey observó con placer infantil mientras el artrópodo doblaba la cola puntiaguda hacia arriba y revelaba las agallas en forma de libro dispuestas en haces cerca de su espina caudal.

– ¡Por Dios, menuda bestia!

– Cuando comencé a trabajar aquí pensaba que sólo los alienígenas de las películas de ciencia ficción tenían diez ojos y la sangre azul. -El joven técnico se echó a reír-. Este bicho tiene incluso un ojo sensible a la luz en la cola.

– La naturaleza produce un montón de pigmentos sanguíneos diferentes. -Geoffrey observó las fauces en el centro del cangrejo y le recordó la boca de un antiguo Anomalocaris, el artrópodo que dominó los mares durante la primera explosión «cámbrica» de vida compleja hace quinientos millones de años. Estaba impresionado por el color de la criatura, que guardaba un gran parecido con el color verde rojizo de los fósiles trilobites que había recogido en las Marble Mountains, en California, cuando era pequeño: ese cangrejo era, literalmente, un fósil viviente-. He visto sangre violeta y sangre verde en los gusanos poliquetos -continuó-. He visto sangre verde amarillenta en pepinos de mar. Cangrejos, langostas, pulpos, calamares, incluso las cochinillas de humedad, todos tienen un pigmento azul con base de cobre que cumple la misma función que el pigmento rojo, con base de hierro, en nuestra sangre.

El técnico enarcó las cejas.

– Usted ha estado complaciéndome al permitir que soltara mi discurso, ¿verdad, doctor Binswanger?

– Oh, puede llamarme Geoffrey. No, en realidad he aprendido muchas cosas que ignoraba -le aseguró él-. Nunca había visto nada parecido a esta bestezuela. Gracias por permitir que lo examinara.

El técnico alzó ambos pulgares.

– Ningún problema. Por cierto, ¿vio anoche «SeaLife»?

Geoffrey se alteró ligeramente. Era la cuarta vez que alguien le hacía esa pregunta durante el día. Primero había sido su atractiva vecina cuando estaba abandonando su cabaña. Luego Sy Greenberg, un colega de Oxford que estaba investigando los axones gigantes de los calamares en el Marine Biological Laboratory le había preguntado lo mismo cuando paseaban con sus bicicletas junto al Steamboat Authority. A continuación le tocó el turno al encargado de la dársena en el WHOI, cuando estaba asegurando la bicicleta fuera del edificio Water Street donde se encontraba su despacho.

– Humm, no -contestó Geoffrey-. ¿Por qué?

El técnico negó con la cabeza.

– Sólo me preguntaba si usted creía que esas imágenes eran reales.

Eso era lo que los otros tres habían dicho. Exactamente.

Alguien golpeó la ventana en el corredor fuera del laboratorio. Al otro lado del cristal estaba el doctor Lastikka, el director del laboratorio que había organizado su visita. El doctor Lastikka se llevó la mano a la oreja haciendo el gesto de hablar por teléfono.