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– No tengo un «tipo» de hombre, Cynthea -repuso Nell-. Y tampoco me gustaría ser el «tipo» de nadie.

– La solitaria de siempre, ¿verdad, Nell? -dijo Cynthea-. Tienes que saber lo que estás buscando para poder encontrarlo, querida.

Nell la miró fijamente a los ojos.

– Lo sabré cuando lo vea -replicó.

– Bueno, mañana tal vez encuentres una nueva flor o algo a lo que ponerle nombre, ¿sí? ¡Si lo encuentras, danos un poco de drama, Nell! Por favor, ¿sí?

Cynthea se volvió y desapareció a través de la escotilla.

Nell volvió a concentrarse en la pantalla del monitor de navegación, con los ojos fijos en la isla a medida que se movía hacia abajo con pasos diminutos desde la parte superior de la pantalla. Abrumada por la visión, casi se olvidó de respirar.

El capitán Sol miró a Nell con afecto paternal. Apoyó una mano sobre su hombro.

– Yo diría que ha sido el destino, Nell, si creyera en esa clase de cosas.

Ella lo miró con los ojos brillantes y le apretó impulsivamente su mano grande y bronceada.

– Todavía no hemos obtenido ninguna respuesta en las frecuencias de emergencia, capitán -dijo Warburton.

Sobre la pantalla de plasma azul, Nell recorrió con la punta del dedo la distancia que había entre la posición del Trident hasta el círculo blanco debajo de unas minúsculas letras blancas:

Isla Henders

O

19.05 horas

Acurrucada en el interior del pequeño y estrecho centro neurálgico de «SeaLife», encajado dentro del pontón de estribor del Trident, Cynthea observaba atentamente tres cámaras que se alimentaban del capitán Sol y Glyn mientras anunciaban el cambio de rumbo a la tripulación después de la cena.

Peach McCloud estaba sentado junto a Cynthea y se encargaba del compartimento de edición y conexión vía satélite. Cualquiera que fuera el equipo audiovisual con el que Peach hubiera nacido, ahora estaba sepultado bajo el pelo y la barba, y había sido reemplazado por micrófonos, auriculares y gafas de seguridad.

Cynthea había trabajado con Peach en programas en directo de la MTV en Fort Lauderdale y en la isla de Santorini. La única condición que había impuesto cuando aceptó el trabajo como productora de «SeaLife» fue que Peach la acompañara como ingeniero. Sin la ayuda de Peach, el trabajo habría sido impensable.

Peach se había mostrado de acuerdo. Siempre lo estaba. Su sala de estar se encontraba en cualquier lugar si disponía de una conexión inalámbrica. A Peach en realidad no le importaba si se hallaba a bordo de un barco resistiendo el embale de olas de cinco metros de altitud o en su apartamento del Soho. Siempre y cuando su hábitat digital fuese con él, Peach ora feliz.

Cynthea habló con tono urgente a través de sus auriculares en una comunicación a larga distancia con los productores de «SeaLife» en Nueva York. Mientras ella hablaba, Peach compensaba los niveles de sonido y cambiaba las tomas siguiendo los movimientos del lápiz de Cynthea.

– Necesitamos hacer esa transición, Jack. La estamos obteniendo en este preciso momento y puedo enviártela dentro de diez minutos. Mañana, durante el rodaje de la sección «Cualquier cosa puede suceder», desembarcaremos en una isla inexplorada, Fred, venga, ¡ése es el anzuelo! ¡Y se trata de una misión de rescate! ¡Estamos respondiendo a una señal de socorro!

Cynthea le hizo un gesto a Peach pidiendo confirmación y él le mostró los diez dedos dos veces.

– Peach puede enviarte el material antes de quince minutos -mintió Cynthea-. Danos la alimentación vía satélite, Fred. Sí, Jack, como ya lo has mencionado en repetidas ocasiones, no hay sexo. ¡Todos los del equipo jodieron unos con otros durante las primeras cuatro semanas de viaje, y ahora lo único que tengo para trabajar son los científicos, Jack, de modo que dame un respiro! ¿Cómo podía saber que esos tipos habían subido pastillas de éxtasis a bordo? De todos modos, eso es agua pasada, Fred, y tuvimos suerte de poder mantenerlo fuera del «Informe Drudge», ¿de acuerdo? ¿Me tomas el pelo? Debes de estar de broma. Entonces Barry debería hacer un programa con científicos y tratar de que hubiese sexo en él. Lo desafío a que lo haga…, menudo gilipollas, ¡especialmente mientras están todos vomitando encima de los demás! ¡Si hubiese quedado algo de éxtasis ya lo habría deslizado en su maldito té verde, Jack! Sólo estoy sugiriendo que volvamos al ángulo original, la cuestión científica. ¡Sí, aventura, Fred, exactamente! ¡Gracias! ¿Y qué produce la aventura sino romance, Jack? Juro que si ésta no es la jugada que salva a este programa puedes emitir mi ejecución en directo. No tuviste que pensar demasiado en eso, ¿verdad, Fred? Bien, chicos, me alegra saber de qué manera llegar a vuestros corazones. No te preocupes, querido, ¡entraremos en la historia de la televisión!

Cynthea apretó el hombro de Peach.

– ¡Lo conseguimos!

Él sonrió y asintió, ajustando los niveles de sonido mientras el capitán Sol se dirigía a la tripulación.

– Éste es un buen material, jefa.

19.05 horas

Zero estaba rodando una toma de estribor a babor a través de la cubierta del entresuelo y enmarcó un crepúsculo puntillista de cirros anaranjados, lavanda y bermellón.

La mesas dispuestas para la cena, iluminadas con velas, salpicaban la cubierta de proa mientras el Trident navegaba con rumbo sur. Un viento cálido jugueteaba sobre las mesas. Los científicos y el equipo del programa estaban acabando su cena compuesta de filetes de pargo alazán, arroz pilaf y judías verdes. Los tres camarógrafos se paseaban entre las mesas mientras los comensales susurraban con curiosidad acerca del inminente anuncio.

El capitán Sol finalmente golpeó ligeramente su copa con un cuchillo y, con el crepúsculo del Pacífico Sur a sus espaldas, Glyn y él se dirigieron a la tripulación.

– Como seguramente os habréis dado cuenta, ahora navegamos hacia el sur -comenzó el capitán, y señaló dramáticamente con el brazo derecho sobre la proa.

Cynthea le indicó a Peach que pinchara la cámara que estaba montada en el puente y que mostraba al Trident navegando en dirección al horizonte austral, luego otra cámara que enfocaba la proa hendiendo el agua azul, y luego nuevamente al capitán Sol.

– Hace unas horas captamos una señal de una radiobaliza de un velero que está en peligro.

La gente en las mesas comentó la noticia visiblemente excitada.

– Sabemos que el propietario del velero fue rescatado por la Guardia Costera de Estados Unidos cerca de Kaua hace cinco años durante una fuerte tormenta. De modo que, o bien ese velero ha navegado a la deriva durante cinco años, o encalló en la isla que se halla al sur de nosotros antes de eso, o alguien más se encuentra a bordo en este momento. Hemos tratado de ponernos en contacto con el velero a través de frecuencias de emergencia pero no hemos obtenido respuesta. Puesto que los aviones de rescate no llevan combustible suficiente para llegar a su posición desde el campo de aviación más próximo, nos han pedido que respondamos a la llamada de socorro.

Un coro de voces de sorpresa y asombro se elevó desde las mesas.

Glyn se aclaró la garganta. El biólogo estaba visiblemente nervioso ahora que las cámaras y las luces se volvieron hacia él.

– La buena noticia -anunció el inglés- es que la señal parece provenir de una de las últimas islas inexploradas que quedan en el mundo.